—Supongo que tengo que aceptar todos
los golpes que recibo—dije parando mis pasos a pocos metros de él.
Él tenía una revista en sus mano, observaba minuciosamente las
fotografías a color de las diferentes noticias artísticas de
Francia. La pequeña tienda era acogedora, pero estaba a punto de
cerrar. También sentía que se cerraba él a mí, a cal y canto,
como si no quisiera entender mis palabras susurradas con
desesperación y quebranto—. Es un misterio como mi temperamento
sigue vivo junto a mi sonrisa—di un paso al frente y él me miró
directamente a los ojos, dejando la revista en su lugar—.Te busco
allí donde voy. Observo tu lento y elegante caminar, comprendo cada
uno de tus simples movimientos y acepto esas miradas lejanas de
reproche, tristeza y cínico placer. Jamás podría apostar por todos
tus pensamientos, pero sé que te entiendo mejor de lo que crees. Me
odias por todos esos planes desafortunados que hice contigo, por mi
estilo de vida y por el carisma que no uso en tu contra—abrí mi
chaqueta y acomodé mis brazos en mi pelvis. Miré un segundo hacia
abajo, agachando la cabeza como si estuviese vencido, y al alzarla
sus ojos parecían tener un brillo distinto. Creo que era el reflejo
de los míos—. Ves en mí a un miserable que sólo sabe hacer
promesas sin cumplirlas jamás. El fuego que arde en tu alma es tan
fuerte como las simples palabras de reproche que me has lanzado sin
pronunciarla.
—¿Y aquí es donde debo reír como
colegiala y lanzarme a tus brazos?—preguntó sarcásticamente. Sus
labios parecían más carnosos que nunca. Eran apropiados para
besarlos y callar así sus hirientes palabras—. Dime. Quizás estoy
equivocado—se giró por completo hacia mí, acomodando un mechón
de sus largos cabellos ondulados, y guardó sus manos en los
bolsillos de su americana—. ¿A qué has venido?
—Hoy he venido ante ti porque quiero
aceptar que te necesito—afirmé con rotundidad—. En mi memoria
siempre estás con una leve sonrisa amarga, extendiendo tus brazos
mientras me aceptas a tu lado—. En ese momento, suspiró hastiado,
pero me dejó continuar—. Nunca podremos huir uno del otro. Sé que
has cruzado un océano para estar cerca, y ser así una estaca en mi
perturbado corazón. Y yo, como es costumbre, he salido a tu
encuentro completamente desesperado—acabé muy cerca de él, tras
una zancada, tomándolo por los brazos. Pude apretar ligeramente mis
dedos sobre esos brazos algo delgados, envueltos en aquella americana
hecha a medida tan elegante, y le miré a los ojos directamente sin
importar que me aplastara con sus esmeraldas—. ¿Alguien reza por
nuestro amor para que lo conservemos? ¿Lo haces tú o lo hago yo por
inconsciencia?
—¿A qué dios? ¿A uno
ciego?—murmuró relajando sus brazos, para acomodarlos entorno a mi
cuello. Sus largos y fríos dedos acariciaron mi cuello, y un par de
mis mechones, mientras apoyaba sus muñecas sobre mis hombros
cubiertos por mi adorada chaqueta roja. Yo decidí tomarlo por la
cintura de inmediato—. ¿Vas a mirarme mucho tiempo como si fuese
el culpable de todo y tú un corderito? Un cordero de Dios, por
supuesto.
—Creí que quien amaba echarle la
culpa al otro eras tú—dije con una ligera sonrisa canalla. Él
arrugó la nariz y estuvo a punto de soltarse, pero de inmediato lo
besé pegándolo contra la estantería.
Hay culpables. No hay inocentes. Todos
somos lobos. Todos somos corderos. Sólo hay que aceptar los
sentimientos y el destino. Nada más.
Aquel beso fue intenso. Sus manos
rodearon mis marcado mentón, apretando dulcemente mis facciones,
mientras sus piernas se abrían provocadoras. Mi rodilla derecha
acabó rozando su entrepierna y el soltó mis labios para mirarme sin
tapujos. Recordaba perfectamente nuestra primera noche. Mis
atractivas mentiras y verdades, las sombras del puerto y el deseo
contenido. No tenía que decir nada. Estábamos allí bajo la atenta
mirada de la joven de la tienda, con París colándose de fondo por
la puerta acristalada de la entrada y la suave llovizna que comenzaba
a caer. Creo que volví a enamorarme una vez más. Como siempre lo
hago. Cada vez que lo tengo cerca caigo de nuevo en su extraña
dualidad y sus elaboradas mentiras, tan similares a las mías. Un par
de monstruos hermosos en medio de la capital del amor.
—Te amo—dijo abrazándome con
fuerza. Dejó atrás ese siniestro muro de indiferencia y extraña
fortaleza—. Lo he dicho otra vez, como un maldito idiota, y sin
importarme nada. ¿Estás feliz?
—No—respondí provocando que
frunciera su ceño—. Yo también te amo—susurré apretándolo
contra mí—. Ahora sí. Estoy feliz por mi osadía—me aparté de
él, para tirar de su mano y hacerlo caminar bajo la lluvia—. ¡Al
carajo todo! ¡Volvamos a ser esos dos caballeros de otras épocas!
—¿Pero tiene que ser bajo la
lluvia?—preguntó dejando que la lluvia empapara su rostro.
—¿Por qué no? ¿Temes enfermarte?
Oh, vamos... —dije entre carcajadas—. ¡Ya deberías conocerme!
—¿A qué te refieres?—susurró
confuso, apretando su paso para aferrarse a mi brazo derecho. Sus
dedos se entrecruzaron con los míos y su cabeza se apoyó en mi
hombro.
—Hago mil locuras a diario, pero no
me arrepiento de ninguna. No. No me gusta—comenté mirando al
frente. El paisaje urbano era hermoso, podía decirse que una
delicia, y él jugaba nervioso con mis dedos. Siempre mostraba una
imagen seductora, elegante y firme. Podía parecer un cordero, un
ángel de Dios o un brutal asesino. Tenía su carácter. Conocía
todas sus facetas. Esa, sin duda alguna, era la más ilusa. Louis
siempre desnudaba su alma sin percatarse, pues conmigo no podía
ponerse una máscara. Conocía bien el significado de cada una de sus
miradas y sus actos—. Quizás crearte fue la mayor de todas, pues
muchos siempre te han catalogado del más débil de todas mis
creaciones. Tal vez por eso siempre he intentado protegerte incluso
de mí mismo. Pero tú no eres débil. Juegas muy bien tu papel. Eres
un asesino astuto. Ahora posees una fuerza maravillosa, Louis—me
detuve en mitad de la calle, le tomé del rostro de nuevo y volví a
besarlo compartiendo unas gotas de mi sangre. Sus mejillas se
ruborizaron y sus ojos se llenaron de un brillo aún más especial
que el de minutos atrás—. Para mí eres el más peligroso, pues
matas indiscriminadamente como las criaturas más perfectas de
nuestro supuesto creador. Eres como una pantera, un león, un lobo o
cualquier animal que mata por instinto. Eres un animal de instinto
aunque quieras aparentar ser un caballero—dije acariciando sus
pómulos con mis pulgares—. Muy similar a mí.
—Instinto—musitó.
—Instinto, cher—repetí.
De inmediato me abrazó salvaje, como
un animal herido se lanza a su captor, para besarme con una pasión
inconcebible. Me abrió la chaqueta y coló sus manos bajo mi
arrugada camisa negra. Palmó mi vientre y el borde de mi pantalón,
deslizó sus dedos por mis costados y palpó mis pectorales, mientras
su lengua se desenvolvía con furia en mi boca. Paró bruscamente el
beso con un mordisco en mi labio inferior, un pequeño sorbo de mi
sangre se escapó a su boca, y luego me miró.
—Louis... —balbuceé.
—Llévame a tu maldito refugio y
sigamos la discusión allí—chistó bajando sus manos, no sin antes
provocarme al arañar mi piel—. Supongo que es lo más sensato. Y,
aunque sea un animal de instinto, mi instinto me obliga a ser
sensato. No como tú, mon coeur—dijo girándose suavemente mientras
caminaba unos pasos frente a mí.
Yo caminaba, es cierto, pero no podía
dejar de pensar en sus caricias y su boca compartiendo conmigo tantos
secretos.
Al pasar por una calle, sin tránsito
alguno de vehículos o personas, ambos alzamos el vuelo, como si
fuéramos dos aves migratorias, hacia el castillo. No tardamos más
de unos minutos. Al llegar allí lo conduje a mi habitación. En una
pequeña nevera, situada a pocos metros de la cama, había un pequeño
frasco y una jeringa. No dudé en administrarnos las hormonas como
una vez hizo Fareed conmigo. De inmediato nuestras ropas se perdieron
y él acabó recostado en la cama, entre los mullidos almohadones y
las sábanas revueltas, mientras abría sus piernas incitándome a
penetrarlo tan fuerte que el cabezal chocó contra la pared de
piedra.
El primer gemido erizó mi piel. Sus
manos se aferraron a mis hombros, clavando sus uñas, mientras abría
fiero su boca mostrando sus colmillos. Tenía los ojos ligeramente
cerrados, pero los míos no perdían detalle. Cada movimiento de mi
pelvis era más rítmico, pero también más violento. Sus muslos me
contenían con el calor que nunca poseyeron. Su miembro se encontraba
duro, envuelto en su suave vello rizado y negro, y se rozaba contra
mi vientre. Mis gemidos llegaron a ser tan altos como los suyos y él
no dudó en buscar mis labios.
Recordé que la última vez que estuve
en una situación similar, en aquel castillo, fue a escondidas con
Nicolas. Él no hacía ruido y sólo me empujaba a dejarme llevar. De
pie, en un rincón oscuro, de espaldas a mí y con las manos
aferradas al muro le hice el amor más brusco que conocía. Louis
decidió buscar la comodidad, pero también la perversión de dejar
huella en mi cama. Ya no sería igual dormir allí. No podría ver mi
lecho desvinculado a ese acto.
Su respiración se agitaba, nuestros
corazones bombeaban con fuerza, y cuando quise percatarme él
eyaculaba manchando mi vientre. Tuvo unos ligeros espasmos que me
provocaron de manera deliciosa. Acabé dentro de él, mientras sus
muslos me apretaban entorno a la cadera. Al salir noté como sus
piernas temblaban. En realidad, él temblaba de pies a cabeza. Un par
de lágrimas mancharon sus mejillas, las mismas que yo lamí notando
la sal y la sangre en cada gota.
—Gracias por crear conmigo estas
salvajes memorias—susurré cerca de su oído.
Él no contestó nada. Tan sólo me
abrazó.
Lestat de Lioncourt
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