Antoine no es del todo como Nicolas, aunque siente la misma pasión por la música. Armand está empezando a abrirse a él. Espero que no termine como la última vez.
Lestat de Lioncourt
—Te comprendo—dijo con aquel cálido
acento francés. Un acento que no había perdido con el paso de los
siglos. Esos ojos azules, tan profundos, me escrutaban devorando mi
alma. Miraba cada uno de mis rasgos y provocaba que un leve rubor
subiese a mis mejillas. Un muchacho tan hermoso, de maravilloso
talento, estaba frente a mí con la poderosa sangre de Lestat. Era
tan joven, o tan antiguo, como Louis—. Comprendo el dolor que
sientes—murmuró dejando su violín sobre la mesa de mármol, para
luego aproximarse hasta mí, arrodillarse frente a mi menuda figura y
acariciar mis manos cruzadas sobre mis muslos—. Sé lo que sucede
en tu corazón herido y la soledad que has tenido que sufrir a lo
largo de los siglos.
El piano sonaba de fondo. Sybelle
tocaba una de las excelentes composiciones de Antoine. Iba por encima
del ritmo habitual de cualquier mortal. Tocaba con un encanto
sobrenatural irresistible. ¡Ah! La amaba. Amaba ese talento que
poseía y amaba el talento del muchacho que se arrodillaba frente a
mí, como si fuese a pedirme el corazón y la vida entera, mientras
me imploraba con esos ojos que relampagueaban.
—Tú no comprendes lo que siento—dije
apartando sus manos—. Sólo puedes ver un mero reflejo en mis ojos.
—Estoy dispuesto a profundizar en
ellos, ahogarme si hace falta, y besarte las heridas—volvió a
tomarlas entre las suyas, mucho más cálidas y humanas que las mías,
para luego rozar la punta de mis dedos con sus labios.
—¿Tú? ¿Y qué he hecho yo por
ti?—pregunté moviéndome incómodo en mi asiento.
Amaba aquel sillón. Poseía unas patas
encantadoras que parecían garras, la madera era negra y parecía
quemada con el fuego del infierno, y el forraje de terciopelo azul
era meramente encantador. Un capricho. Tan sólo era un capricho.
Tener ese sillón de respaldo alto, fuertes brazos y cómodo asiento
cerca de la hoguera y no muy alejado de una estantería repleta de
libros. Los mismos libros que Louis leía junto a mí una y otra vez
sin cesar.
—Aceptarme—contestó
incorporándose—. Me has acogido en tu casa, dándome un lugar
donde refugiarme de mi dolor, y has permitido que narre mi historia
bajo la cálida mirada de tus compañeros.
Se movía por la habitación con una
elegancia propia de otra época. Los pantalones ajustados que
llevaba, algo clásicos pero de estilo moderno, realzaban su menuda
figura al igual que la camisa con chorreras con encaje. Yo mismo le
había regalado esas prendas. Aún no sé porqué. Quizás era
remordimientos. Sentía cierta angustia al ver a ese músico frente a
mí. Tenía un carisma menos oscuro que Nicolas, pero no podía dejar
de ver en él ciertas similitudes. Quizás era esa pasión por tocar
el violín, su forma decidida de hablar de la música y el ingenio
que tenía al escribir obras para Sybelle como hizo para Lestat.
—No he hecho tal cosa—quité
importancia a ese hecho, pues no quería pensar en ello.
—Abriste tus brazos a mi música y te
conmoviste. Pudiste matarme.
—No creas todo lo que leas o escuches
acerca de mi carácter—una sonrisa amarga bordeó mis labios, pero
la detuve. Me contuve en no sonreír y mostrarme serio, como un ángel
inmóvil y perfecto de una iglesia cualquiera.
—Sé que lo podías haber hecho, pero
detuviste ese acto cruel—susurró—. De improvisto me abrazaste,
rodeaste mis hombros y me diste cobijo frente a la chimenea—se
acercó de nuevo, colocando sus manos sobre mis hombros, y me sonrió.
—El fuego...
—Sí, el fuego que muchas veces ha
dañado mi cuerpo y me ha hecho fuerte—dijo con total sinceridad.
Pues primero había sido quemado por Louis y luego por unos
desalmados en épocas más modernas. Había logrado sobrevivir. Era
increíble. Tan joven y sobreviviendo al fuego—. El mismo fuego que
provocó que me enterrara y escuchara las ondas de la emisora de
radio. Recuerdo tu nombre vivamente de labios de Lestat, así como de
labios de otros tantos y de los libros que se acumularon en la
estantería de mi vieja vivienda.
—¿Y qué deseas de mí?—cuestioné.
—Amor—esa maldita palabra cruzó de
sus labios a mi pecho provocando una herida mayor. Era como una
bala—. Dices que no sabes lo que es y que ahora estás
comprendiéndolo, apreciándolo y ofreciéndolo. Quiero ese amor.
Deseo darte amor. Necesito convivir contigo para comprender cuál es
el motivo de tanto dolor. Quisiera arrancarlo.
—¿Tú? ¿Te das cuenta a quién se
lo pides?—me enfurecí ligeramente, pero no podía molestarme con
él. Realmente decía aquello con total sinceridad.
—A un ángel que convirtieron en
demonio los mismos que rezaron a Dios por la venida de un Mesías.
—Hablas como un idiota—dije
aguantando mis lágrimas.
—Tal vez lo soy—respondió
tomándome del rostro.
—¿Y por qué tengo que escuchar tus
estupideces?—pregunté apartando sus manos de mí, para
incorporarme y acercarme a la chimenea. Me apoyé en ella viendo el
fuego consumiendo la leña. Quería llorar. Fuera el mundo lloraba
por mí. Nueva York era arrasado por una lluvia terrible.
—No lo sé. ¿Por qué lo haces?—dijo
abrazándome por detrás.
Sus brazos me rodearon firmes y
seductores. Sentí su aroma envolverme. Mis ojos se cerraron como si
fuese a descansar. Noté sus dedos abriendo mi chaqueta,
deshaciéndose del pañuelo blanco de seda que llevaba al cuello,
tirando la americana al suelo y abriendo mi camisa de blanco algodón.
Sus dedos presionaron mis pezones, su lengua se pasó por mi garganta
y yo me giré mirándolo a los ojos. De inmediato lo besé, sin
necesidad de compartir la sangre, mientras él me rodeaba
recibiéndome entre sus brazos.
Aquel beso transcendió. Provocó que
comprendiera al fin el significado de la vida misma y del amor. Por
primera vez alguien me besaba con un arrebato de furia y lograba que
mis lágrimas se evaporaran. Cuando se apartó sonrió acariciando mi
rostro, como si tocara a un ángel real, y me besó las mejillas. Ese
amor puro que veía en sus ojos, sin mentira alguna, me turbó.
Tuve que salir de allí, dejando mi
chaqueta celeste cerca de la chimenea manchándose posiblemente de
hollín, para luego encerrarme en mi recámara y mirar al techo. Allí
me perdí en el delicioso fresco del techo. Había logrado conseguir
que plasmaran la belleza del renacimiento, la época más placentera
de mi vida, lo cual me calmaba. De fondo su violín cantaba para mí.
Él mismo me ofreció un salvaje susurro de “Es para ti” que me
electrocutó.
Toda la vida deseando ser amado y
cuando lo tenía, cuando al fin llegaba, huía asustado como un ratón
en una jaula.
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