—¿Alguna vez serás responsable de
tus actos?—preguntó mirándome con cierto desafío en sus ojos.
—Quizás—dije tras una honda
carcajada. No podía evitarlo. Me divertía.
Era divertido ver esa expresión de
furia contenida. Me agradaba su nuevo rostro, pero en sus ojos podía
ver al hombre sereno de mirada cansada y cabellos canosos. Sabio
entre los sabios. Siempre fue un oponente digno de cualquiera. Salvo
yo. Yo no podía ser su oponente. No sabía enfrentarme a él y
tampoco quería hacerlo. Era imposible. Formábamos una dualidad
perfecta y una amalgama de sensaciones se mezclaban cuando recordaba
nuestro pasado.
—¡Lestat!—exclamó—. Intento ser
razonable.
—Pero ser razonable no es divertido
mon ami—susurré meneando suavemente la cabeza hacia ambos lados—.
¿O te lo parece a ti?
—En la vida no todo es
diversión—reclamó.
—Oh... pero ¿qué sería de la vida
sin ella? Nada. Sería como éste Jardín Salvaje sin nuestras
hermosas rosas de sangre—murmuré—. ¿Qué sería de la oscuridad
sin los peligros que entraña? Es seductor ese peligro, al igual que
lo es un demonio provocador que te lanza miradas aduladoras y te dice
que te pondrá a tus pies mil imperios—sonreí sentándome en uno
de mis maravillosos divanes. Amaba esos divanes. Siempre he adorado
mi refinado gusto al elegir los muebles más ornamentados de mi
época. Los anticuarios saben como adularme con joyas como esas
cuando los visito. Me conocen bien.
—No te desvíes del tema—dijo
señalándome con su dedo acusador, como si fuese Dios y yo un
cordero fuera de su rebaño.
—Te comportas como si fueses mi
padre—respondí exasperado.
—Porque tú eres peor que un
niño—suspiró derrotado tomando asiento a mi lado.
De inmediato me incorporé abrazándolo.
Me deshice de su corbata rápidamente, desabroché algunos botones de
su camisa de seda blanca y colé mi mano derecha por el hueco de
ésta. Mis dedos acariciaron su acaramelada piel y mis labios besaron
su cuello, cerca del lóbulo de su oreja, mientras su zurda me
acariciaba parcialmente el rostro.
—Amo como late tu corazón, pues
latirá eternamente y sé que pase lo que pase, suceda lo que suceda,
éste corazón latirá a mi lado defendiéndome. Tú eres un buen
amigo—susurré en su oído, para luego ofrecerle un beso breve en
la mejilla—. Te quiero David. Eres perfecto y maravilloso. No
sabría que hacer sin tu buen juicio.
—Posiblemente volverías a pedir que
te llevasen al infierno, para luchar contra ese ente que se hace
llamar Memnoch—respondió cansado.
—Es posible... O pedir un nuevo
cambio de cuerpo.
Él se echó a reír cambiando su
expresión por completo. Se giró hacia mí y me miró a los ojos
perdiéndose en ellos por un instante. Discutir en unos momentos como
aquellos no era bueno. Dividirnos no era lo oportuno. Teníamos que
unirnos. Debíamos ser una tribu.
Lestat de Lioncourt
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