Armand y Daniel empiezan a tener la relación que no tenían.
Lestat de Lioncourt
La habitación era una amalgama de
carteles de exitosas películas de Hollywood, había algunos libros
sobre periodismo en una de las estanterías y una máquina de
escribir en un pequeño rincón sobre una mesa que se sostenía a
duras penas. Era un cuarto minúsculo, pero parecía tener cierto
encanto. Las botellas de whisky vacías cerca de la cama, el cenicero
a rebosar de colillas y la papelera llena de notas arrugadas daban
una idea de la clase de persona que vivía allí. El desorden era su
orden.
Permanecí allí de pie observando su
cama revuelta, las sábanas arrugadas, las almohadas mal colocadas y
la colcha cayendo por los pies. Su armario estaba cerrado con llave,
pero sospechaba que no tenía más de unas camisas mal planchadas y
unos jeans desgastados.
La cisterna del cuarto del inodoro
estaba rota, pues se escuchaba un constante goteo, y la bombilla
rota. En la penumbra había podido ver un espejo sucio, un par de
maquinillas de afeitar sobre el lavabo y el bote de espuma de afeitar
abierto. La bañera estaba oculta por las cortinas de baño, las
cuales eran casi transparentes. No me interesaba demasiado ese lugar.
Como tampoco me interesaba el pequeño armario del pasillo.
Era un apartamento pequeño que ni
siquiera tenía cocina. Aunque, a decir verdad, Daniel no sabría
siquiera encender alguno de los hornillos. Él era escritor y los
escritores como él, columnistas en un periodicucho de nada, vivían
de comida basura y restaurantes de mala muerte.
Él no estaba. Posiblemente estaba
machacándose el hígado en algún tugurio. Había conseguido una
historia única que me involucraba a mí y a otros tantos inmortales.
Me había llamado la atención. Mi curiosidad se había despertado
tras siglos aletargada. Deseaba conocer el mundo moderno a través a
las gafas de pasta que él llevaba.
Recuerdo que me encontraba ilusionado
cuando él estaba frente a mí. Quería a traerlo. Necesitaba que él
comprendiera que sería importante para ambos. Mi amor por él
crecía, pero yo le causaba ciertos estragos que no sabía calmar.
Fue terrible. Ahora lo tengo frente a mí completamente sereno,
moviendo un caballo sobre el perfecto tablero de ajedrez que he
dispuesto entre nosotros y no puedo creer que ese hombre, delgaducho
de ojos violetas, sea el vampiro que me mira sin miedo ni odio.
—Si gano tendremos que ir a ese local
que tiene Benjamín—dijo riendo bajo hace unos minutos—. Si ganas
tú saldré contigo a pasear donde tú desees.
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