Creo que hay que tomar el ejemplo de Michael y luchar siempre.
Lestat de Lioncourt
Recuerdo el sonido de la pala
clavándose en la tierra, levantándola y arrojándola a los pies de
las raíces del árbol. Las ramas se agitaban por el viento y la
lluvia. Mi camisa estaba empapada de sangre, sudor y agua. Aquella
noche parecía más salvaje y desapacible que nunca. Ahora comprendo
que él lloraba. Lloraba por su miserable destino, por el dolor que
había causado y la miseria que nos había arrojado con la codicia y
el egoísmo que demostró. Su cuerpo cayó como si fuese un muñeco,
su cabeza rodó hasta la fosa quedando lejos de sus hombros y le
quité la esmeralda que llevaba prendida en el collar.
Maté y enterré a mi hijo de la forma
más criminal y bruta posible. El martillo quedó en el sendero
cercano a la casa. Dentro estaba ella arrojada en la cama, como si
fuese la Bella Durmiente, esperando un milagro. También había otros
cuerpos, pero el único que quería enterrar era el suyo. No sé
porque me empeñé en tenerlo cerca. Quizás parte de mí sentía
lástima por su miserable destino. Tal vez llegué a perdonarlo, pues
soy un hombre cristiano y creo en la redención de las almas. Sin
embargo, sé que su alma sigue torturándose buscando la felicidad
que no halló en sus escasas vidas.
Con el rencor no se puede vivir.
Tampoco con el miedo y el odio. Debemos deshacernos de esas cargas y
aceptar el dolor que nos causaron otros, ese que nos dejó terribles
cicatrices, como una experiencia que nos hizo más fuertes, valientes
y sabios. Debemos aprender del fracaso y el horror. Tenemos que
mantenernos en pie librando un pulso con la vida. Eso es lo único
que puedo decir cuando echo la vista atrás, miro por la ventana y
observo la fosa donde yacen sus huesos. En más de una ocasión he
dejado alguna flor, aunque no sé si en mi nombre o en nombre de
Rowan. Lo desconozco.
El jardín ya ha florecido hace varias
semanas. La primavera ronda cada rincón. El césped está crecido y
pronto tendré que hacerme cargo. La casa sigue en nuestro poder. Es
como un símbolo de nuestro dolor, pero también de la felicidad que
yace entre los fuertes muros de nuestro hogar. Pues puedo llamar
hogar a la casa que ambicioné y amé cuando era un niño. Puedo
hacerlo. Llevo viviendo casi dos décadas en éste lugar, observando
más allá de la verja que una vez fue un terrible impedimento.
Hemos superado grandes tragedias. Ambos
hemos enterrado a nuestra propia sangre. Pero en estos momentos todo
parece ser más firme. Sólo hay que luchar y no decaer.
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