Jesse tiene a David, pero también a mí si lo desea.
Lestat de Lioncourt
Acabamos sentándonos frente a lo que
fue un paraíso. Todo estaba en ruinas. Aún podía escucharse los
ecos del pasado recorriendo cada pedazo de piedra, y de cada muro que
aún soportaba el paso del tiempo y de un asalto despiadado, mientras
que la jungla parecía querer engullirnos con sus altos árboles, sus
frondosos arbustos y sus aromáticas plantas que atraían a numerosos
insectos y animales pequeños. Manteníamos un silencio sepulcral,
como si estuviésemos frente a un ataúd en mitad de un funeral,
dejando que las lágrimas mancharan nuestras mejillas.
Thorne estaba a lo lejos, observando
los restos de lo que fue nuestro refugio y orígenes. Él se
lamentaba entre sollozos mientras recogía algunas pertenencias.
Encontró el cepillo de plata de Maharet, con el cual peinaba sus
largos cabellos y que siempre estaba sobre su pequeño tocador. Lo
tomó entre sus manos y lo acarició suavemente. No estaba por allí
el espejo a juego. Ambos objetos se los había regalado él con todo
el amor que se puede ofrecer ofrendas a una madre, una amiga, una
compañera y una guardiana feroz de misterios, cariño y silencio.
Muchas cosas había guardado Maharet entre sus labios, las mismas
quizás que su desdichada gemela.
Los cuerpos del Guardián y las Gemelas
estaban ya en sus respectivas tumbas. Los tres se habían enterrado
juntos, como juntos estuvieron siempre pese a las distancias y el
tiempo perdido. No sentía sus almas en aquel lugar, no había
conexión alguna y el mundo parecía sumirse en una paz extraña. No
había aves que cantaran dulcemente, pues todas habían huido.
Tampoco estaba el habitual sonido de la radio que susurraban
canciones de Lestat día y noche. Ellos ya no estaban allí. La
biblioteca prácticamente había desaparecido y con ella parte de su
memoria, pero no de la nuestra.
Siempre las tacharon de salvajes, pero
en realidad eran sabias y nobles. El mundo no fue justo para ellas.
Se vieron envueltas en intrigas palaciegas, mentiras, reproches y
odio. Ellas que simplemente querían danzar en las cuevas, alzar sus
brazos hacia las estrellas y escuchar a los espíritus que cantaban
sus verdades.
Él era un guardián, pero también un
guerrero. Despreciaba las palabras de Rhoshamandes cuando aseguraba
que no sentía lástima por Khayman, pues había arrebatado vidas en
el campo de batalla. Falso. Él había luchado por salvar dos vidas.
Eran dos vidas tan valiosas como las semillas que propagaron por el
mundo. Se había convertido en el Benjamín del Diablo para
salvaguardar el mundo. Hipócrita y falso. Una lengua de serpiente,
eso era. Sin embargo, se le había perdonado la vida. No obstante no
podía soportar contemplarlo por más de unos minutos. Podía ver en
él el acto salvaje que había ocurrido a pocos metros de nosotros.
La muerte de las Gemelas y su protector.
—Mi familia ha quedado reducida a
humo, cenizas, escombros y escasos enseres—susurró—. Veo el
anochecer de los tiempos frente a mí. La noche más oscura ha
llegado y yo me siento perdida. Maharet era mi luz, Khayman mi
soporte y Mekare era la esperanza que nunca llegó. Me siento
sola—dijo estrechándose a sí misma.
La fina chaqueta de tela tejana a penas
cubría bien su exuberante escote. Su camiseta sin mangas se pegaba a
su piel por la ligera sudoración. Su rostro estaba manchado por las
lágrimas y su cabello revuelto, como a veces estaba el de la hermosa
y atenta Maharet. Busqué sus manos y las llevé a mi pecho. Allí,
bajo la fina tela de mi camisa gris, latía un corazón que se
conmovía por su dolor.
—Me tienes a mí. Yo estoy aquí—dije
mirándola a los ojos—. Y no pienso dejarte.
De inmediato sentí sus brazos
rodeándome mientras los míos la rodeaban a ella. La reconstrucción
era dolorosa, pero necesaria. El mundo pronto vería de nuevo
alzándose aquel lugar, ese templo de sabiduría y paz, donde
podríamos ir todos a homenajear el recuerdo de aquellos grandes
luchadores por la libertad y la verdad.
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