La próxima semana tendrán más información sobre este hecho, así como una entrevista a Armand.
¡La Voz de la Tribu no debe ser callada!
Lestat de Lioncourt
Habían decidido salir del lugar de
reuniones habitual. Benjamín se había quedado en el edificio que
había adquirido Armand en la ciudad. Se alejaban aceleradamente en
un flamante deportivo. Molloy conducía imprudente, como en décadas
atrás cuando era todavía un simple periodista, mientras que Talbot
intentaba concentrarse en los documentos que había logrado gracias a
sus contactos, cada vez más estrechos, con la vieja orden que él
mismo había dirigido. El tráfico estaba intratable en algunas
manzanas, pero cuando llegaron a las afueras el vehículo parecía
una bala recién disparada.
—Cuando llegues a la próxima
gasolinera estaciona, por favor—David ni siquiera había despegado
su vista de los documentos.
Aquellos papeles eran parte de una
historia que conocía de primera mano, aunque no la vivió como
vampiro. En aquellos años todavía era un humano, aunque con ciertos
conocimientos sobre el vampirismo. Tenía el cabello plateado, el
rostro lleno de arrugas, unas manos algo torpes y un cuerpo que
comenzaba a sentir el peso de los años. Había sobrevivido a años
de entrega a una orden que lo había sido todo, pero en aquellos días
las noches se volvieron más intensas y se convirtieron en un
espectáculo digno de una película de acción. Los informes sobre
vampiros se acumulaban en su pequeño escritorio, Jesse Revees había
encontrado el diario de Claudia y tuvo encuentros con su fantasma, y
Lestat de Lioncourt aullaba por la radio sus populares éxitos de
rock and roll.
—Sí—respondió sujetando con
decisión el volante.
El retrovisor mostraba una ciudad de
Nueva York en calma, llena de tráfico y luces estridentes. Pronto
encontrarían la primera estación de servicio, en la cual
abandonarían el coche para seguir su viaje por los aires. Debían
visitar San Francisco aquella misma noche. Era necesario reunirse con
una vieja compañera que había trabajado para el periódico donde él
tenía la columna. Hacía décadas que no había entablado relación
alguna con ella. Se encontraba ansioso. Según le había informado
poseía algunos documentos sobre los hechos y tenía un problema en
su viejo apartamento, del cual no había logrado deshacerse.
La estación de servicio tenía un
pequeño restaurante, así como un pequeño supermercado, sólo dos
vehículos estaban aparcados. Uno de ellos repostaba, el otro estaba
sin ocupantes. El dueño de la gasolinera se encontraba en el
interior vigilando a dos jóvenes que habían entrado a comprar
algunos refrescos, dos de sus empleados estaban en el puesto del
restaurante de comida rápida y otro más, el que se dedicaba al
repostaje, se encontraba conversando con la joven que, con cierto
descaro, coqueteaba con él acariciando su largo cabello negro.
El flamante deportivo descapotable fue
presa de miradas de todos los que allí se encontraban, pero pronto
perdieron el interés. David descendió primero, acomodando bien los
documentos en una cartera de piel negra, Daniel se acomodó los
pantalones y echó el seguro del coche. Ambos echaron a caminar, como
si discutieran, se marcharon por la carretera y llegados a un punto,
donde sólo eran dos figuras desdibujadas, se abrazaron y se alzaron
por los aires.
En menos de unas horas se hallaban en
San Francisco. Ella les esperaba cerca del estadio. La reconoció
pese a los más de veinte años que no cruzaban mirada alguna. Vestía
mucho más formal que en los años ochenta, tenía un elegante traje
blanco muy sofisticado. Su cabello, que siempre fue largo y rubio,
estaba bastante corto y era de un tono más oscuro. Pero su rostro,
siempre enigmático, poseía los mismos rasgos que él una vez había
amado en secreto.
—Hellen—dijo con la voz tomada por
la emoción del momento.
Ella lo miró incrédula. Había
escuchado su voz, la cual se había mantenido joven y vital, pero su
aspecto hizo que la sobrecogiera. Aquellos jeans desgastados, esa
camiseta blanca ligeramente arrugada y el cabello rubio, revuelto y
espeso era la imagen que siempre había tenido. Era un muchacho, el
mismo muchacho con el cual conversaba en las arduas jornadas del
periódico. El hombre que le acompañaba le suscitaba ciertas dudas.
También era joven, atractivo y tenía una mirada sosegada que la
calmaba. Sin embargo, era demasiado estirado. Vestía un traje
oscuro, con una camisa también oscura y una corbata a juego. Por su
aspecto juraba que era un hombre de negocios, un abogado o banquero.
—Él es David Talbot, un amigo que
está familiarizado con los problemas de tu apartamento—comentó
con una ligera sonrisa—. Me alegra verte tan...
—Vieja. A tu lado me veo vieja—dijo—.
Los documentos son estos, no he tenido valor para escucharlos hasta
ahora. Son cintas que grabó Eric Levinson, mi prometido por aquellos
días.
—¿Por qué no ha sido él quien ha
contactado con nosotros?—interrogó tomando la caja, de simple
cartón marrón, que le tendía.
—Porque falleció, Daniel—respondió
intentando mantenerse entera—. Aquella fatídica noche falleció.
Todos dicen que fue un atentado terrorista, otros que fue error en
los fuegos artificiales del evento. Sin embargo, aquí se escucha
otra cosa—no sabía como calificar las grabaciones—. Otra cosa
distinta.
Molloy abrió la caja y vio una cinta
de cassette, una vieja grabadora y una cámara de fotografías.
También había un sobre, donde supuso que estarían las fotografías
que habían tomado. Él revisaba todo aquello mientras Talbot
mantenía la mirada con la joven.
—Habla de un ser sobrenatural que
provocaba los distintos incendios, los cuales fueron calificados por
algunos científicos como muestras irrefutables de la existencia de
vampiros. Sin embargo, usted nunca creyó esos informes, pese a
haberlos leído y revisado miles de veces, pues le parecía absurdo.
Su tono de voz y su forma de expresarse
había logrado llamar la atención de la mujer, aunque aún más al
sentir que le había leído la mente o al menos espiado. Ella tembló
apretando sus manos y asintió ligeramente.
—¿Su apartamento queda
lejos?—preguntó.
—No, sólo a unos diez minutos
caminando—dijo observando a Daniel.
Su piel era llamativa. Tenía una piel
lechosa que realzaban sus ojos violetas. Aquel pelo rubio, tan
revuelto, parecía brillar bajo las luces del alumbrado del estadio.
Él había estado allí. Salía en aquel vídeo. Estaba junto a un
joven de cabellos rojizos, mucho más pálido que un ser común, y
parecían rugir como si fueran animales. También aparecía un hombre
de rasgos árabes llevándose por los aires a un muchacho
afroamericano. En aquella cinta, narrada con todo lujo de detalles,
hablaba de un desastre de proporciones bíblicas. Las fotografías
eran reveladoras. Había cientos de seres en llamas gritando a los
cielos nocturnos.
—Bien, vayamos—respondió Talbot.
—No. Sé que sois... Os oí en la
radio... pensé que era tan sólo teatro... un modo de ganar
dinero... ¡No os acerquéis a mí!—balbuceó y echó a correr.
Pronto se perdió entre la multitud.
Molloy quedó con su caja entre sus manos y Talbot simplemente
suspiró. No podían ayudarla si ella huía de ese modo. Ambos se
perdieron también, pero entre calles más desiertas, y decidieron
volver a la gasolinera. Tuvieron que parar a mitad de camino, pues
amanecía. A la noche siguiente, cuando regresaron a la radio,
Benjamín les esperaba deseando escuchar aquel viejo documento sonoro
y poder ver con sus propios ojos las fotografías de Armand, Davis y
otros inmortales.
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