Las confesiones de Amadeo antes de ser bautizado como Armand no tienen desperdicio... ¡Aquí van!
Lestat de Lioncourt
Aguardaba cada noche con impaciencia,
era mi pequeño secreto que él bien conocía. Contaba las horas
mientras ejercía con paciencia de joven educado y servicial, el cual
debía interesarse por las artes, la política y la filosofía. No
era un dotado del pincel, pero sí era lo suficientemente diestro
para haber tomado cierta relevancia entre el resto de muchachos. No
obstante mi estilo era muy distinto y mis deseos, o mis sueños,
también lo eran. Ellos querían ser grandes artistas. Yo deseaba
retorcerme como una serpiente entre las sábanas de seda roja de
nuestro mecenas.
El aparecía cada noche. Era un hermoso
espectáculo. Su piel de mármol parecía estar cincelada palmo a
palmo por los grandes escultores de la época. Podía ver en su
cabello dorado rayos de sol o hebras de oro. Tenía un aspecto y una
presencia que nadie podía igualar. En las fiestas de sociedad, tanto
las discretas como las más indiscretas y codiciadas, era el ejemplar
más atractivo que podías hallar con tan sólo alzar la vista. Su
túnica rojiza era un símbolo de mi propio pecado, así como del
suyo propio.
Navegaba entre las sábanas, me dejaba
tocar por sus manos inclusive el alma, y permitía que sus labios
mordieran mis pezones arrancándome gemidos de placer. Mis muslos
eran tocados, suavemente, por la punta de sus dedos. Su lengua se
deslizaba por mi pecho hasta mi vientre, rozando con su aliento mi
ombligo así como el nacimiento de mi sexo. Gemía cuando me envolvía
entre sus brazos, cuando sus manos eran aún más pecaminosas y mis
nalgas terminaban siendo el centro de sus delirios. Gozaba con cada
oscuro secreto, con sus besos y mentiras, mientras el mundo parecía
dormir inocente del calvario de lujuria que yo tenía.
Sabía bien que no era humano. Conocía
sus misterios, pecados y dolores. Comprendía que debía huir como un
demonio, aunque para mí era Dios mismo bajado de la cruz. Me rescató
del arrollo y me convirtió en un amante indecente. Sus pecados se
convirtieron en los míos. Del mismo modo que su verdad se transformó
en un veneno delicioso, en el cáliz más dulce, que jamás he
bebido.
Ahora la miseria me rodea. El fuego lo
ha consumido todo. Sólo albergo una mínima esperanza que parece
consumirse lentamente. La noche es mi compañera y el día mi
enemigo, pero aún peor enemigo son mis recuerdos. La vida misma se
cae lentamente, se convierte en dolor y tragedia, mientras intento
convencerme que todavía hay tiempo. Quiero creer que él vendrá a
por mí y regresaremos a las sábanas rojas de satén, a los besos
indecentes y a las caricias prohibidas. Deseo abarcarlo entre mis
muslos y contenerlo en mi interior mientras él me observa, igual que
una bestia, retozando conmigo sobre su mullido colchón.
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