Yo ya se lo he dicho, pero a mí no me hace caso. ¿Hará caso Armand a Benjamín?
Lestat de Lioncourt
—Tu problema, Armand, es que temes la
felicidad—dijo recostado en el diván.
Tenía el sombrero ligeramente
inclinado sobre su rostro, sus brazos estaban tras la nuca y sus
piernas se encontraban cruzadas con las botas sobre la mesa de
cristal donde se hallaban apiladas algunas revistas. Benjamín ya no
era un niño. Él podía emitir juicios para nada precipitados.
Conocía bien los miedos de quien consideraba un igual, un amigo, un
hermano, un compañero y un gran virtuoso del engaño. Amaba a
Armand, pero también comprendía que debía ser crítico si deseaba
ver algún cambio en él. Odiaba observarlo como una escultura
perfecta de un ángel retorcido. Quería que su rostro cobrara vida y
se animara a indagar en sus yagas.
—No temo a ser feliz. Soy
feliz—respondió con rotundidad.
—Sí, ya veo lo feliz que
eres—murmuró con una sonrisa dibujada en sus labios.
—¿Por qué crees que no lo soy?—se
incorporó del sofá donde él se hallaba, dejando atrás el libro
que había estado ojeando y concentrándose en la figura menuda de
Benjamín.
Ambos vestían trajes similares, sólo
que el de Armand era blanco y el del joven vampiro era negro. Los
cabellos rojizos del centenario vampiro rozaban su angelical rostro,
el cual estaba completamente girado hacia quien consideraba su
pequeño Benji. Para él aquella criatura seguía siendo el locuaz
niño que abrazaba, besaba y adulaba. El tiempo había pasado
demasiado rápido. Sólo fue un suspiro, un pequeño guiño y un
aplauso en mitad del silencio.
—Temes conocer realmente lo que es
amar, pues lo hiciste una vez y fallaste—dijo incorporándose, para
quedar cara a cara con aquel del que aprendió tanto, pero a su vez
no aprendió nada. Eran muy distintos. Armand estaba inclinado hacia
él y él quedó a pocos centímetros de su rostro—. Siempre
temes...
—He sufrido demasiado...
—Has, pero ahora no. Deja de
lamentarte, por favor—dijo enérgico. Acabó levantándose para
irse hacia la puerta, girar el pomo y salir de allí. Si bien, antes
de marcharse se volteó y lo miró a los ojos—Ama. No pierdes
nada—comentó colocándose bien el sombrero—. Quien no apuesta no
logra nada.
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