La relación de Benji y Armand se ha deteriorado un poco, pero al parecer sigue funcionando aunque sea en mitad de una guerra campal.
Lestat de Lioncourt
El ruido era ensordecedor. Podía
escuchar aquella máquina triturando con sus pequeñas hélices
cualquier insecto, producto cosmético o miembro amputado de alguna
víctima. Realmente no quería saber qué demonios estaba horneándose
en aquella cocina de los horrores. Permanecí sentado en la escalera,
con el rostro entre mis manos y la mirada pegada a la puerta cerrada.
El pomo no se giraba. Hacía tiempo que no entraba en aquel lugar,
tanto como mi mente creció y dejó de ver con estupefacción, y
cierto brillo de ilusión, las perturbadoras creaciones de Armand.
Las pequeñas travesuras habían
acabado, pero él seguía destinando parte de su tiempo en elaborar
productos terribles. Indagaba la resistencia de los
electrodomésticos, comprobaba si funcionaban las inservibles
máquinas sólo vistas en televisión y daba a probar sus mejunjes a
los pobres incautos que terminaban presos de su rostro aniñado,
estrecha cintura y apariencia angelical.
Discutía con él a todas horas, cada
segundo que pasaba en la vivienda era una nueva discusión si tenía
un encontronazo casual y podía ver en sus ojos cierta decepción. Yo
le decepcionaba, cuando el decepcionante era él. No evolucionaba.
Veía todo como si fuese un niño el día de Navidad. Tenía que
despertar, madurar, cambiar y proyectarse hacia un nuevo camino. Sin
embargo, sus acciones acumulaban prodigiosos beneficios, sabía crear
empresas y manipular a sus inversores convirtiéndose en un
emprendedor. Yo jamás llegaría a tener tan buenas inversiones y
ventas. Si bien, él desperdiciaba su talento en aquella reducida
cocina.
Tras varias horas decidió salir.
Cuando lo hizo tenía las ropas manchadas de sangre, olía a
especias, pinturas y restos humanos. Pude ver en sus manos un pequeño
paño empapado en tejido y cabellos que le servía para limpiarse a
duras penas. Sus ojos almendrados de destellos dorados, tan hermosos,
me miraron cansados y febriles.
—¿Qué has hecho?—pregunté en un
tono ligeramente molesto.
—Si quisiera saberlo, Benjamín,
habrías entrado—respondió.
—Me iré de ésta casa muy
pronto—anuncié.
Aquello fue terrible. Su expresión fue
de horror. El trapo cayó al suelo y salió corriendo hacia su
habitación. Esa reacción, típica de un adolescente, me molestaba y
preocupaba. No fui tras él de inmediato, pero acabé por arrastrar
los pies hasta su habitación.
No estaba allí. Los hermosos frescos
no estaban siendo contemplados, con la vista perdida, por quien fue
todo para mí. Él estaba en el baño. Se escuchaba perfectamente el
agua correr. Decidí girar el pomo de su aseo personal, entré y lo
vi desnudo dejando que el agua limpiara las salpicaduras de sangre de
su víctima, pero también sus lágrimas. Abrí la boca, pero no
pronuncié palabra alguna.
—Vete, como todos—dijo apretando
los puños—. ¡Vete, pero no regreses! ¡Vete donde no te escuche
ni te vea!
Di un par de pasos titubeantes hasta la
ducha, para luego meterme con él allí mismo. Él estaba vestido, yo
también. Ambos nos empapábamos. Su frágil, pero esbelta, figura se
dejó estrechar entre mis brazos algo más pequeños. Éramos casi de
la misma estatura. Yo parecía todo un hombre, sobre todo con ese
sombrero de ala ancha negro. Él no. Él parecía un niño perdido y
enloquecido, el cual deseaba llamar poderosamente la atención de
todos. En ese momento comprendí que Armand sólo quería llamar la
atención de otros, sobre todo la mía y la del amo. Marius no solía
acceder a conversar con él y únicamente lo hacía con Antoine o
Sybelle. Ambos músicos calmaban su dolor, pero no lo aplacaban del
todo.
—Me quedaré—susurré acariciando
su rostro con la punta de los dedos de ambas manos.
—No quieres quedarte—dijo en tono
amargo.
—Sólo si me permites comprenderte...
Todavía no lo hago, Dybbuk.
Aquel apodo sonó extraño, como si
fuese la primera vez que lo decía. Pero, por supuesto, no lo era. No
fue forzado, aunque lo había olvidado. Era como si al fin recordara
quién me había salvado, quién había puesto en mis manos grandes y
fabulosos planes que nunca se dieron y quién, con todo su amor, me
llenaba de besos antes de dormir.
Me sentí miserable, pero no dije nada.
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