Comprendo ahora las lágrimas de Oberon. Éste diario personal cuenta cosas que uno desconocía en esos momentos.
Lestat de Lioncourt
Me encontraba enfermo, pero desconocía
los motivos. Creía que llegaba al final de mi vida, como si aquello
fuese posible para un Taltos que todavía podía considerarse joven,
activo y dispuesto a seguir construyendo nuevas victorias para
nuestro pueblo. Desconocía que uno de mis hijos, Silas, me estaba
envenenando. Oberon se sentó aquel día en el gran comedor, llevaba
un bol de helado de yogur blanco entre sus manos, y parecía
dispuesto a conversar conmigo durante horas.
Él era el más parecido a mí y a su
madre, la cual descansaba en el gran dormitorio intentando disuadir
sus celos, ahuyentar sus miedos y defender sus pequeños sueños
rotos. La leche que estaba frente a mí contenía veneno, pero lo
desconocía. Mi hijo pequeño, el menor de todos, observaba el vaso
con cierta aprensión y entonces, con cierto temor, me confesó la
verdad.
—Te está matando—dijo clavando su
cuchara en el cuenco—. Silas, te está matando.
—Es rebelde, eso es todo—susurré
llevándome el vaso a los labios.
De inmediato, Oberon se levantó y me
arrebató el vaso. Éste cayó al suelo, estallando en mil pedazos y
provocando que las baldosas se mancharan. Eran baldosas negras, como
la propia noche, y aquella leche era como un blanco presagio. El
presagio de mi muerte, mi fin, como si fuese la espuma del mar de mi
vieja isla de la cual tuve que huir.
—¡Te está matando! ¡Literalmente
te está matando!—gritó agarrándome del brazo—. Padre...
No sé porqué reaccioné así, quizás
porque Silas era mi primogénito. Lo abofeteé e intenté que
mantuviese el control. Me miró con los ojos llenos de lágrimas y
jadeó intentando controlarse.
—La leche lleva veneno, pero si tanto
lo amas sigue aceptando sus atenciones—comentó.
Jamás hubiese creído esas palabras,
pero mis manos temblaron. Por primera vez me sentía fatigado a la
hora de imponer disciplina. Caí hacia atrás, en el respaldo, y miré
su cuenco. Él lloraba, pero no le miraba. Me agarró del brazo con
fuerza arrugando mi camisa de algodón azul celeste y luego huyó.
Aquella noche no lo pude volver a ver.
Llegaron aquellos canallas arrebatándonos la tranquilidad. El mundo
cambió demasiado pronto. Comprendí que mis hijos me deseaban muerto
y que tenía que actuar, si bien lo hice demasiado tarde. El mundo
nos quería en silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario