Un escrito que ha aparecido en un viejo cajón de las pertenencias de Santino. Armand me lo ha entregado entre lágrimas. Ahora comprendo algunas cosas y él también.
Lestat de Lioncourt
—¿Por qué me trataste así?—preguntó
mientras iniciaba mi segundo movimiento, moviendo un peón una sola
casilla.
Jugábamos al ajedrez. La chimenea
estaba encendida. La luz tenue de las llamas era tremedamente
seductora. Él se veía como un ángel encarnado, pues sus mejillas
sonrosadas y sus labios carnosos parecían esbozar una súplica
divina.
Armand poseía una belleza única.
Siempre lo había amado. Era un monstruo con aspecto de ángel, la
bondad encerrando la malicia, y su alma, profunda y oscura, hablaba
de dolor, soledad y amargura. Quería besar sus mejillas y
estrecharlo contra mí, rogando su perdón, pero era algo que no
tendría. Aceptaba que él jamás me reconocería como un igual, sino
como un superior al cual temer aún en ese entonces.
—No sé a qué te refieres. Te toca
mover—dije apoyándome en la mesa.
—Santino, me convertiste en un
monstruo—susurró.
—Te moldeé, igual que hicieron
conmigo—respondí encogiéndome de hombros—. ¿Vas a mover?
Intentaba desviar la atención hacia
otro tema. No quería discutir. Mis dedos enjoyados eran muy
distintos a las manos crueles que lo sostuvieron, las mismas que le
llevaron ante él a su mejor amigo y ese que le sentenció con otro
nombre en un bautismo de sangre. Cruel. Fui tremendamente cruel. Le
despojé de todo, incluso de los lienzos, para convertirlo en una
copia mía mejorada.
—¡Ahora no importa el
ajedrez!—estalló.
—¿Y qué deseas oír?—dije
recostándome en la silla.
—La verdad—chistó.
Me miraba suplicándome un poco de
piedad, pero desconocía que era eso. Había asumido que no podía
decirle la verdad. ¿Cómo iba a asumir él que le amaba? Yo, el
cruel verdugo, moría de amor por su víctima.
—La verdad es peligrosa e inútil
ya—aseguré—. El pasado ha quedado atrás, así que vive el
futuro.
—Futuro...
Sus ojos brillaron llenos de ira. Unos
ojos castaños y prodigiosos. Podía ver en ellos la profundidad de
un mar peligroso, pues era un ser terrible. Realmente había
convertido a aquel muchacho alegre, ajeno ya a la amargura, en un ser
lleno de heridas que jamás cerrarían. Tenía en su alma tatuada
muchas frases inacabadas, palabras nunca dichas y momentos que no se
recuperarían. Yo lo sabía.
—¿Vas a mover?—insistí.
—¡A demonio tú, el ajedrez y el
futuro que me arrebataste!—dijo tirando el tablero, junto a las
piezas, para salir de la habitación.
—Armand...
Quedé inmóvil. No debía ni podía ir
tras él. Sabía que Marius jamás me perdonaría un nuevo
acercamiento. El odio de aquel inútil podía todavía respirarse
entre los dos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario