Lestat de Lioncourt
Mentiría si dijera que no extraño su
cuerpo junto al mío, pero sobre todo que no me inspira aún para
alzar el pincel, colocarlo sobre el virginal lienzo y trazar sus
seductoras líneas. Recuerdo cada recoveco de su cuerpo. Por
desgracia estoy maldito pues su imagen me acompaña iluminando mi
corazón, desquebrajándolo y provocando que sufra terriblemente. He
aprendido a estar desconsolado, pero sobre todo he aceptado que no
podemos ser lo que fuimos. Todo se perdió consumiéndose en aquel
infierno de gritos, cuadros destruidos, muerte y cenizas. Todo,
incluso nuestro tiempo.
Ahora me siento acompañado por el
joven que él mismo depositó en mis manos, como si fuese un objeto
sin valor. Había dado por perdido al Prometeo, su única creación,
del mismo modo que yo lo di a él, pero de forma muy distinta. El
muchacho parecía herido, su mente estaba llena de miedo y hundida en
malos presagios. He salvado su alma y su mente sólo porque mi
demonio particular, el ángel que todavía pinto a escondidas, puso
su afán en darle algo que codiciaba.
Cuando levanto el pincel es su rostro
tierno y pueril el que observo. Me mira con esos ojos castaños, de
largas pestañas y hermosas cejas, llenos de deseo. Quiero abrir sus
labios con los míos, enmudeciendo su boca, para comulgar con él y
su estúpido Señor. Necesito que destierre el rencor que anida en su
pecho por mis fracasos, por las nociones aprendidas por enemigos
cruentos y por el mismo paso del tiempo. No soy bondad, pero tampoco
malicia.
Ayer lo vi. Pude contemplarlo desde uno
de los altos edificios de cristales, hierro, ladrillos, ego y
banalidad. Caminaba entre el gentío con sus orejas cubiertas por
unos minúsculos auriculares. Él escuchaba la voz cálida,
ligeramente infantil, de aquel pequeño y sabio beduino que salvamos
de la miseria, el hurto y las lágrimas en forma de rezos. Vestía
como cualquier joven. Llevaba unas de esas llamativas y, según
dicen, cómodas zapatillas deportivas. Tenía uno de tantos
pantalones tejanos deslavados y una camiseta oscura con el estampado
de un grupo de rock. El pelo lo llevaba suelto, algo alborotado, y
parecía salvaje. Era uno de sus tantos disfraces. Entonces, tras
descubrirme, se giró hacia el edificio, miró con ligera amargura y
dolor, salió corriendo por las aceras y desapareció.
Me gustaría hablar con él, pero mi
ego y su dolor me lo impide.
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