Oberon está mostrando su faceta más apasionada, o más bien, más desesperada. Se ha dado cuenta que las mujeres sólo les causa perjuicios y ha optado por algo que le da placer sin problemas.
Lestat de Lioncourt
Cayó sobre él como una sombra. Sus
impulsos primarios estaban cada vez más a flor de piel. Había
intentado controlarse desde hacía algún tiempo, pero la necesidad
de afecto y contacto hicieron mella en él. Cada día era una muesca
más en las paredes invisibles de su joven alma, las cuales
terminaban siendo surcos de feroces garras que desgarraban por
completo su escasa paz. En los últimos días había percibido un
cambio en sus deseos, enfocándose en aquel joven enfermero. Desde
el primer día sintió que todo su cuerpo se tensaba y que su alma
pedía, irremediablemente, que se concentrara en cada gesto.
Oberon había sufrido un abandono tras
otro. Encerrado en aquel hospital sin remedio, como si hubiese caído
sobre él una terrible maldición sólo por nacer, se sentía como un
animal enjaulado. Realmente, eso era. Un monstruo de circo, un ser
excepcional, al cual mantenían prácticamente aislado durante gran
parte del día ofreciéndole atenciones, pero no cariño. ¿De qué
servía las conversaciones banales enfocadas a sus recuerdos? ¿Para
qué quería saber sobre el mundo exterior en las noticias de las
once? ¿O porqué tenía que soportar que algunos tomaran pruebas de
tejidos y le inspeccionaran como si fuese el mismísimo Gulliver?
Sabía que era un ser extraordinario, el único espécimen macho que
quedaba sobre la faz de la Tierra, que podía ser el eslabón perdido
o un puente hacia una mejora genética para curar ciertas
enfermedades, envejecimiento prematuro y diversas molestias que
vienen con la edad.
Observar a ese muchacho, día tras día,
se había convertido en su momento favorito. Podía espiarlo desde la
pequeña ventana de su puerta, colocando sus largos dedos en el marco
de ésta y deseando atravesar el pasillo para retenerlo entre sus
brazos. Se había fijado en cada íntimo detalle como sus manos
cuidadas, sin vello alguno en sus nudillos, y de uñas con manicura.
También, por supuesto, en lo bien planchadas que estaban sus camisas
blancas de cuello almidonado y su sonrisa limpia, sin atisbo de
maldad, cuando salía o entraba de su vestuario. Podía incluso
aspirar su suave y fresca colonia masculina, muy elegante y algo
clásica para ser un joven de no más de veinticinco años.
Aquella tarde logró salir sin permiso,
paseando por la galería. Ocasionalmente colaboraba con pacientes
infantiles, conversando y jugando con ellos como si fuese parte del
grupo de enfermos. Oberon seguía teniendo el corazón de un niño,
pues los Taltos eran infantiles y amantes de las bromas. Pero aquella
tarde, casi a punto de caer la noche, no había salido a leer cuento
alguno o a soportar que las pequeñas pintaran su rostro con
rotuladores. Él se había quedado oculto, en mitad de ese angosto
pasillo, a la salida del joven.
El chico no lo esperaba y por ello ni
gritó. No pudo más que contener el aliento antes de ser besado
salvajemente por el Taltos. Las gigantescas manos desabrocharon su
camisa, casi arrancándola de cuajo, mientras el enfermero luchaba
por mantener la calma. Sin embargo, acabó cediendo colocando sus
manos sobre el suave, y lechoso, rostro de Oberon.
El sexo con hombres no estaba limitado,
ni provocaba daño alguno. No moriría aquel humano. Sólo ocurría
con las mujeres. Podía estar libre de todo pesar, pues aquel acto
pueril, filmado por las cámaras del pasillo, sólo tendría
consecuencias de propagarse las imágenes entre los empleados.
Aquellas dos bocas se secuestraban
mutuamente, los cuerpos quedaron ligeros de ropa y finalmente el
muchacho quedó con el torso pegado a una de las pulcras paredes. Su
pantalón cayó hasta sus tobillos, igual que su ropa interior, para
finalmente ser penetrado con rabia y deseo. La lasciva lengua del
Taltos acariciaba la nuca y el cuello del muchacho, sus cabellos
dorados quedaban arremolinados en el puño izquierdo de la criatura,
y sus glúteos sintiendo los azotes de aquella gigantesca mano. El
ritmo se volvió sofocante, las palabras eran pura lujuria y Oberon
dominaba con su impresionante altura, su destacada fuerza y sus
desesperados instintos.
El delgado cuerpo del joven ni se
movía, estaba siendo dominado por aquella imperiosa necesidad, y sus
piernas temblaban casi sin poder sostenerse. Su miembro se rozaba
contra la pared, logrando cierto alivio, mientras sus manos se
extendían abiertas, hacia el techo, y a veces sus dedos se movían
intentando mantener el equilibro y lograr apartarse, aunque fuese
unos milímetros, del muro. El macho Taltos rugía cerca de su oído
derecho, murmuraba tormentos placenteros y retorcidos, mientras él
sólo rogaba, en voz quebradiza, que lo dominara aún más.
—Te daré de mi nutritiva
leche—musitó saliendo de él, para empujarlo y arrodillarlo al
suelo.
Durante unos segundos le miró a los
ojos, tan claros como los suyos, y sonrió sutilmente satisfecho.
Agarró mejor el cabello del joven, por el flequillo y con fuerza,
mientras abría la boca y sacaba su lengua. Oberon no dudó en
abofetearlo duramente, escupir en su cara y echarse a reír como un
demonio. Pero acabó colándose en su boca, moviendo la cabeza de su
frágil amante como si fuese un muñeco de ventriloquia, y salió de
él para observarlo nuevamente. Tenía las mejillas encendidas, el
sudor corría libre por su frente, y había lágrimas. Estaba
llorando por el placer y el dolor ejercido contra él. Decidió
colocar su glande entre sus labios y eyaculó, echando la cabeza
hacia atrás y dejando que un largo gemido fuese arrancado de su
garganta.
Las hembras traían complicaciones, los
enfermeros eran fáciles de seducir cuando comprenden bien las reglas
de tu juego.
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