Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

sábado, 20 de febrero de 2016

La creación de un ángel

Muchas veces hemos leído una y otra vez que Marius creó a Benjamín y Sybelle por amor hacia Armand. Fue un acto caprichoso, pero comprensible. Marius había visto como todos los humanos que amó se redujeron a cenizas y no quería que eso ocurriera con aquellas criaturas. Benjamín tenía una madurez superior a la de cualquier muchachito de su edad y Sybelle era una pianista excepcional. Pero lo que más importaba al "Maestro de las Pinturas" era la fragilidad que ambos poseían siendo humanos. Por eso ahora nos desvela cómo lo hizo. Si bien, se centra en Benjamín aunque también deja claro como hizo a Sybelle. 

Lestat de Lioncourt


Estaba dispuesto a quebrar una de tantas reglas que bien conocía. Reglas que yo mismo había acabado por elaborar con el paso de los años. Sabía que el mundo se regía por normas desde mucho antes de mi nacimiento, por ello las acaté nada más convertirme en la bestia sangrienta que somos todos los vampiros. Aprendí a preservarlas del mismo modo que preservé la fuente del poder, o quizá del aciago mal, que nos animaba como si fuéramos un pebetero y este la llama. Pero estaba dispuesto. Había decidido romperla por amor, aunque quizás también era por necesidad y honor.

Mientras contemplaba aquel muchacho de piel dorada, ojos de aceituna negra y cabellos revueltos del color de la noche más oscura, me di cuenta de lo frágil y hermoso que era. Vinieron a mí todos los jóvenes que estuvieron bajo mi techo, cobijados entre mis propias mantas y alimentados con mi fortuna. Niños hambrientos de calles frías y pies descalzos que se convirtieron en jóvenes refinados llenos de inquietudes artísticas. Frente a mí no tenía a un pequeño beduino, sino a los chicos que cantaban y brindaban en las celebraciones que yo ofrecía para ellos. Vi sus imberbes rostros con aquellas sonrisas iluminando sus tentadores labios y escuché sus risas. Pude ver todo aquello como si ocurriera aquella misma noche. Comprendí entonces porqué él lo amaba. Para mi viejo querubín, mi adorado muchacho, estar junto a Benjamín era regresar a la inocencia consumida entre el fuego de la venganza y la ruina.

Había tomado precauciones. Una noche en la cual me dejó a Sybelle y Benjamín a cuidado tomé mi decisión. Una decisión irrevocable. Nadie me haría entrar en razón. Primero creé a la muchacha junto a un pequeño piano, un obsequio fruto de mi amor por la música y su arte, provocando que ella de inmediato tocase para sentir la música de un modo nuevo. Creo que quedó tan fascinada que no podía despegar sus dedos de cada tecla. Era un ángel de cabellos dorados y rostro por siempre joven. Después lo tomé a él de la mano, como un padre bondadoso a su hijo más pequeño.

Aparté al muchachito de ella conduciéndolo por los pasillos de mi hogar. Él contempló cada cuadro con sumo interés. Los jarrones más caros e impresionantes también fueron de su gusto. Se quedó perdido en los ojos de un busto de Aquiles por más de unos segundos y después me miró a mí. Esos ojos negros eran hermosos y perturbadores. Era sumamente inteligente y parecía decidido a vivir por siempre. No había atisbo de duda en él, como tampoco había atisbo de duda en mí.

Nuestros pasos nos llevaron a mi dormitorio. Era un lugar pomposo e insinuante. Había decorado la habitación yo mismo. El techo parecía la bóveda de una iglesia con tanto ángel de mejillas sonrosadas, nimbos, esponjosas nubes y delicadas ropas que parecían haber sido confeccionadas en seda en vez de haber nacido de mi pincel. La habitación estaba presidida por una cama con dosel de sábanas de seda roja y bordados de oro. Era muy similar a la que una vez tuve en Venecia.

Él se quedó mirando la cama con gran interés, pero no dijo nada. Me situé detrás de su pequeña espalda, puse mis manos sobre sus frágiles hombros y deslicé mis dedos por sus delgados brazos. Con gran amor me incliné para besar sus revueltos rizos negros, para después comenzar a desnudarlo entre sutiles caricias y sumo cuidado.

Amadeo fue cultivado en el arte del amor y el cortejo. Decidí que debía conocer el placer más puro y el amor más intenso. Jamás le prohibí que fuese a los burdeles, sino que le insistí. Deseaba que él comprendiera bien los instintos más bajos y primarios. Quería que vibrara en brazos de amantes de todo tipo. Él lloraba cuando se lo pedía y rogaba que fuese yo mismo quien lo hiciera, pero era imposible que pudiese concederle ese capricho. Pese a todo a veces mis manos iban al encuentro de sus blancos muslos, se hundían más allá de sus glúteos y acariciaba con firmeza su miembro.

Benjamín debía ser cultivado igualmente en los placeres más intensos, pero no había tiempo. Era lógico que Armand tuviese cientos de enemigos desplegados por los cinco continentes. Había sido el líder de dos sectas que sembraron odio, miedo y locura. Estaba seguro que había cientos de vampiros ahí fuera deseando destruir lo que más amaba. ¿Y no era Benjamín y Sybelle lo más amado para él? Daniel había quedado en un segundo plano, pues la locura ya lo había destruido. Eran ellos dos quienes tenían que sobrevivir a lo que pudiese suceder.

Mientras desnudaba al muchacho noté su nervioso corazón latir con fuerza. Mis dedos fríos y rápidos recorrieron su torso de efebo. Mis labios se centraron en ofrecerle suaves roces en su cuello y lóbulos. Él jadeó sin saber bien dónde debía colocar sus pequeñas manos de ladrón. Lentamente lo fui llevando hasta el borde de la cama para arrojarlo al colchón.  Una vez allí, tirado sobre las sábanas, coloqué su espalda contra la colcha y su pecho quedó girado hacia el techo descubierto, pues pese a ser de dosel odiaba cubrir la cama por la parte superior. Sus oscuros ojos contemplaron la luminosidad de aquellas majestuosas pinturas mientras sus piernas se abrían. Mis manos acariciaban sus tobillos y subían hasta sus rodillas, para luego detenerse entre sus muslos y dejar un sutil roce bajo su pequeño ombligo. Aún carecía de vello. Parecía un ángel caído del fresco animado por la bondad de un Dios inexistente.

De entre mis ropas saqué un cordón de cuero y lo coloqué sobre aquella flecha que comenzaba a apuntar alto. Rodeé con firmeza aquel pedazo de carne que se endurecía y él ni siquiera mostró rechazo. Tuve que apartarme unos segundos para moverme rápido por la habitación tomando algunos aceites, mezclados con esencias aromáticas, y unos pequeños objetos metálicos de forma cónica que me servirían para dilatar su virginal puerta hacia el placer, la locura de la lujuria y el pecado más transcendental. Él ni siquiera notó que me había apartado, pero sí sintió mis maestras manos deslizándose untadas en el aceite.

Mis muñecas se movían suavemente al igual que mis dedos mientras elevaba sus testes, ya inflamadas y rodeadas por la cinta de cuero. Mi mano derecha se colocó bajo sus glúteos e introduje mi dedo corazón tras bordear su entrada. Se tensó ligeramente pero no tardó en relajarse. Él sabía que todo lo que allí ocurriría sería placentero. Giraba sutilmente el dedo mientras con la izquierda seguía acariciándolo, en ese momento entraron dos jóvenes de mi servicio absolutamente desnudos.

Los muchachos se aproximaron hasta la cama. Eran chicos jóvenes de aspecto algo fornido y que estaban deseosos de complacer mis caprichos, así como de complacer al jovencito que yacía aturdido sobre el colchón. Tomé uno de los objetos metálicos y lo introduje en él. Benjamín jadeó y gimió más alto que un murmullo. Sus caderas oscilaron y un par de lágrimas bañaron sus sofocadas mejillas.

Uno de los jóvenes, rubio y de ojos claros, se colocó cerca de su almohada y le ofreció su sexo. El muchacho se quedó sin saber cómo reaccionar, pero mi criado optó por tomar la iniciativa. Aquella daga entró entre sus labios convirtiéndolo en un experto faquir. Benjamín no dudó en enroscar su lengua pasados unos instantes. Paladeaba la sensible piel como si hubiese pertenecido siempre a un burdel.

El otro joven soltó la cuerda y provocó que aquella dulce, pero entregada criatura, eyaculara por primera vez manchando su vientre plano perlado de sudor. Saqué de él el pequeño artefacto y coloqué otro más ancho. No hubo queja por la nueva intromisión. Ni siquiera notó que me aparté dejándolo en manos de aquellos dos siervos del deseo.

En cuestión de minutos fue retirado aquel objeto para ser penetrado al fin por un sexo húmedo, hinchado y deseoso. El mismo miembro que había codiciado entre sus labios y que ahora tenía otro de piel algo más oscura y coronado de vello negro. El canto de sus gemidos era callado por ambos hombres curtidos en el hermoso arte del sexo. También lo fueron los pequeños gritos de sorpresa, dolor y placer cuando notó mi látigo al invertir su figura y dejarlo de espaldas al techo.

Su pequeña espalda fue acariciada sin pudor y con certeza por mi látigo. Una a una las siete colas silbaron contra su columna, costados, omoplatos y trasero. Igual que uno a uno llenaron su estrecha entrada convirtiéndola en un orificio de ríos fértiles y blanquecinos. El muchacho explotó en varias ocasiones, aunque era imposible que mostrase una y otra vez su eyaculación. Vibraba, gritaba, gemía y clamaba por mayores atenciones aunque finalmente cayó rendido y olvidado por aquellos dos furtivos casi insaciables.

Besé su boca con cariño y entrega antes de tomarlo envuelto entre las sábanas, para conducirlo por la galería hasta otra de las habitaciones. Había pintado numerosos frescos en ella, los muebles eran casi inútiles allí. Sólo había un diván y varios caballetes. Era la sala donde solía reposar y dejar algunos de mis utensilios. Allí meditaba e imaginaba nuevas formas de arte. Era un lugar lleno de querubines con cientos de rasgos distintos, aunque había uno que poseía hegemonía en el lugar: el rostro de mi dulce Amadeo. Porque y dibujaba a Amadeo y no a Armand. El vampiro que todos conocen tiene una mirada dura y terrible comparada con el candor de aquellos ojos almendrados.

Me coloqué en el centro de la habitación y pegué contra mí al muchacho que aún temblaba por el placer recibido. Sus muslos goteaban la simiente de aquellos dos hombres y sus labios estaban rojos por la presión ejercida. Sonreí satisfecho mientras palpaba su pecho perlado de sudor y despejaba de rizos su frente. Besé con ternura sus mejillas y hundí mis colmillos en su cuello. Gimió complacido y asustado. Sus recuerdos vinieron a mí como una tormenta.

Pude ver las desgracias que habían caído sobre su cuerpo, provocando incluso la fractura de algunos de sus huesos. También contemplé el rostro de su madre, así como el canalla atormentado de su padre al venderlo. Escuché con claridad de las ruines palabras de Fox y como lo tenía para el contrabando de drogas, hurtos a pequeña escala en fiestas de etiqueta y mendicidad. Contemplé los infiernos en aquel paraíso perdido dejándome un mensaje amargo en mis labios. Y esos mismos labios manchados de mi propia sangre besaron los suyos para darle una nueva vida. Intercambiamos sangre en más de diez ocasiones. Hice aquello para dotarlo de una fuerza y una vida similar a la que tuvo Amadeo.

Tras dejarlo morir entre mis brazos retiré las sábanas sucias y lo conduje al baño. Allí le di una ducha rápida, para luego llenar la bañera y dejar que se relajara en un cálido baño de esencias. Acabé por acompañarlo rodeando su pequeña figura.


Tenía un nuevo hijo y una nueva hija. Había cometido un crimen terrible. No sabía si Armand me lo perdonaría, pero lo había hecho por amor. Quería que él me perdonara entregándole dos magníficos compañeros que jamás le abandonarían. Seres que siempre respetarían el amor mutuo que se tenían. 

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Lestat de Lioncourt