—En ocasiones estallo demasiado
rápido. Es un estallido que destruye todo a su paso, incluso lo que
una vez había sostenido con cuidado. Son explosiones de rabia, pero
también de incesante felicidad. No me había percatado hasta ahora
que cuanto más feliz soy, o más nervioso me encuentro, más deseo
conversar con otros y contar todo lo que no he podido hablar en años.
Quizás parezca egocéntrico, pero no es ese el caso. Sólo quiero
que otros me conozcan, que intenten unirse a mi explosión de júbilo
y se unan a la fiesta. Puede incluso parecer repetitivo, cansado o
simplemente poco agradable. Pero no impido que otros discutan, que me
digan lo que sienten, piensan, desean, sueñan para un futuro o
necesitan irremediablemente. No me había percatado de eso hasta que
tú me callaste. Fue un bofetón aún más sonoro que mis estúpidas
palabras, dichas una tras otras, sin pensar aunque sí sentidas.
Cosas que surgen desde el volcán interior de mi alma y que explotan
como si fuese el Vesubio. Y tú te enfrentaste a la destrucción de
Pompeya saliendo airoso—sentado al borde de la cama, observando su
cuerpo frágil y desnudo sobre las sábanas, con el cabello revuelto
y el cansancio acumulado en cada fibra de su cuerpo. Allí de pie,
como un coloso en mitad de una tragedia, contemplaba su mirada
somnolienta y sus insaciables deseos de no decir nada.
Quiso decir algo más, pero no se
atrevió. Simplemente quedó allí sin saber bien donde poner las
manos, si cruzar sus brazos o si darse media vuelta y salir
corriendo. Pero correr es de cobardes, o al menos siempre lo había
escuchado. Tenía que quedarse allí, estoico como una perfecta
escultura, esperando no ser derribado por un golpe bajo de unas
palabras demasiado sinceras.
Había estado durante más de dos años
aislado, consumido en una relación que le resultaba insufrible e
insatisfactoria. La vida era insípida al lado de su anterior pareja.
Se convirtió en una monotonía demasiado forzada. Los “te amo”
ya no se pronunciaban igual, no había sonrisas al hablar y tampoco
se sentía extrañamente eufórico. De hecho, él nunca lo estuvo.
Sin embargo, allí estaba deseando que él se diese cuenta de su
existencia como si fuese un niño pequeño intentando llamar la
atención de un adulto.
Muchas veces había jugado al amor y
había perdido. Apostaba por personas que no encajaban en su vida, no
comprendían sus problemas o simplemente no escuchaban. Estaba harto
de ser quien tenía que asumir el riesgo de sentarse, con un café
entre sus enormes manos, y dejar que una serie de temas, mil veces
usados, cayeran sobre él como basura sin reciclar. A veces terminaba
llorando, por la frustración de ese momento, y otras sólo se
tumbaba en la cama a meditar todos los “problemas” que eran
“culpa suya”.
Pero con él era distinto. Se sentía
libre, quizás demasiado libre. Y estaba cometiendo un terrible error
tras otro. Ya no sabía qué hacer para hacer que se incorporara de
la cama y se lanzara a sus brazos. Sabía que no podía arrancar
sonrisas, pues serían forzadas. También conocía bien esos ojos,
unos ojos que le recordaban a los suyos hacía años. Se vio
reflejado en la desesperación. No era él el motivo, ni los segundos
que habían ocurrido desde su última palabra hasta ese preciso
instante, sino otra cosa que le carcomía. Conocía bien ese dolor,
esa miseria, pero pocas veces la mostraba. Nunca decía que tenía
problemas serios, viejas heridas que no cicatrizaban del todo, pero
se mantenía ajeno al dolor porque a veces hay que sufrir, aunque sea
un poco, para poder seguir hacia delante con esperanza.
Se quitó la camiseta, tirándola a un
lado de la habitación, e hizo lo mismo con los pantalones y
zapatillas deportivas. Descalzo, en ropa interior, y sin pudor alguno
se recostó a su lado. Sus brazos rodearon la frágil cintura de su
amante, sus labios rozaron la nuca de éste y respiró su aroma.
Necesitaba abrazarlo y sabía que él también lo necesitaba.
Era un estúpido sin remedio, quizás
demasiado testarudo, con unos ideales que ya no se tenían y no eran
tal vez tan necesarios. Pero él era todo. No sabía hasta que punto
podría ser amado, pero se sentía recompensado con unas tímidas
sonrisas, unas palabras de ánimo y unas canciones que le hacían
vibrar hasta estallar de nuevo en una explosión similar a la de unos
fuegos artificiales. Deseaba conocerlo más íntimamente, aunque se
hiciera un hueco en la cama y buscara dejar que el tiempo pasara. Lo
necesitaba porque era su mayor apuesta y sabía que él también lo
había hecho. Si ambos habían dado el paso hacia delante era por
algo, si los dos se habían tomado de la mano significaba algo más
que un juego de cartas, porque tenían algo. Era algo que deseaba que
fuese como esa explosión que él sentía a fuego vivo en la piel de
su alma.
—Aunque a veces hable todo por ti,
porque tú no tengas ánimos, yo estaré aquí hasta que tú decidas
echarme de tu lado—susurró besando con ternura la cruz de su
espalda, dejando que su cuerpo se mezclara con el suyo—Lo mejor
será que bailemos—añadió.
—¿Y que nos juzguen por locos?—dijo
en un murmullo.
—¿Usted conoce cuerdos
felices?—deslizó su mano derecha por su vientre, dejándola bajo
su cuerpo y el colchón. Lo rodeaba como rodea una enredadera a un
árbol o una verja.
—...—suspiró.
—Bailemos, conejo—susurró
mordiendo su oreja, justo bajo un pequeño pendiente del as de picas.
1 comentario:
Diferente.
Romantico, me gusta, resulta más pausado que los anteriores, felicidades, otro excelente trabajo.
L.W.
Publicar un comentario