Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 24 de mayo de 2016

Cuestión de fe.

Oberon Mayfair es un macho Taltos, ¿qué supone ser un macho Taltos? Son prácticamente eternos aunque mueren, como cualquier humano, pero tardan miles de años. Pueden verse afectados por alguna enfermedad y heridos por cualquier arma, aunque si su salud es buena y se ocultan bien de brujos, y de otros Taltos o enanos que deseen destruirlos, pueden llegar a contar con más de dos mil o tres mil años. El joven Oberon sólo tenía unos años cuando lo conocí. 

Los Taltos crecen rápido. Nada más nacer se aferran a los pechos de su madre y crecen durante las primeras horas hasta alcanzar su etapa "adulta". Aparentan tener unos veinte o treinta años, pero en realidad son bebés que pueden caminar, hablar, comunicarse en lenguaje similar al del viento silbando entre las ramas o mentalmente, mientras logran ciertos "prodigios" que aún no están del todo determinado. Llegan a medir más de dos metros de altura y tienen los conocimientos de sus ancestros. Conocí a esta forma de vida, por así llamarlo, gracias a mi aventura junto a Tarquin Blackwood y Mona Mayfair. 

Aquí una de sus memorias. 


Lestat de Lioncourt 

CUESTIÓN DE FE

—Deberías estar más feliz—dijo sentándose a mi lado.

—¿Por qué?—pregunté con sinceridad dejando el cinismo y el sarcasmo aparcado a un lado.

—Estás vivo y tus hermanas se encuentran bien de salud. Todos estáis a salvo—explicó con frialdad mientras dejaba una bandeja metálica junto a mí.

Aquella enfermería era aséptica, como todas, pero tenía un punto macabro. Sabía que en las neveras del fondo del pasillo, cerca de la sala de espera de familiares de difuntos, se hallaban muestras de los cadáveres de mis padres. Prácticamente podía alcanzarlos y volver a llorar como un recién nacido, pero me contuve mirándola con la misma frialdad que ella me mostraba.

—La vida no tiene mucho valor para ti—respondí con crueldad—. ¿No fuiste tú quien mató a tu propia hija? Sólo porque era un Taltos como yo—mis ojos se quedaron clavados en los suyos y ella se echó hacia atrás intentando guardar la calma.

—Oberon, estoy intentando controlarme frente a ti—dijo—. Me recuerdas tanto a él y me siento tan avergonzada por no haber hablado con claridad aquellos días...

—Ahórrate el sentimentalismo barato porque no va conmigo—respondí notando que tomaba mi brazo, pasando un algodón húmedo por la parte baja de mi bicep, para recoger una muestra de mi sangre.

—¿Qué deseas? ¿Qué puedo darte para que me dejes tranquila? No puedo verte así—murmuró concentrada.

Estaba allí, en una camilla en mitad de una enfermería de un hospital vinculado a mi historia familiar, prácticamente desnudo y con un sólo pensamiento. Quería huir de allí, arrancarme la ropa y corretear por el círculo de piedras. Sólo quería hacer lo que cualquier Taltos desea hacer al menos una vez en la vida, igual que un musulmán quiere viajar a la Meca o un cristiano hace el Camino de Santiago como una promesa y prueba de fe. Deseaba hacerlo. Pero no podía decírselo a ella. Era mi perro guardián, alguien en quien confiaba ciegamente mi padre, y no quería provocar que me enjaulara con tal de evitar posibles peligros.

—Quisiera hablar con un sacerdote—dije—. No creo en Dios, pero al menos saben escuchar.

—El padre Kevin está en la capilla. Si lo deseas puedo hacer que pase a verte en una hora.

—Estaría bien.

Los tubos se llenaron rápido y después tuve la recompensa de helado de yogur, un vaso enorme de leche y un poco de queso fresco. Mis alimentos seguían siendo los de un Taltos y así sería por siempre. No podría disimular que era un joven normal, pues además tan sólo tenía dos años. Mi aspecto era el de un muchacho de unos veinte años de profundos ojos claros, boca carnosa y amable, con una piel suave debido a una genética especial. Mi tamaño era perfecto para jugar a ciertos deportes típicamente norteamericanos o incluidos en su cultura como propios de una forma de vida, pero no me interesaban en lo más mínimo.

En mí despertaba la curiosidad siempre viva de mi padre, quería investigar nuevos medicamentos o quizás explorar negocios más allá de los cauces habituales. Me llamaba poderosamente la atención las nuevas redes sociales y quería verme involucrado en esa vorágine de información que era Internet. Reconozco que siempre he sido un adicto a las nuevas tecnologías y aunque eso se debe a la herencia de mi abuela.

Ella me dejó descansar devorando las “golosinas” que me había preparado mientras el padre Kevin Mayfair se preparaba para lo que iba a ver. Era un acto insólito para mí. Jamás había visto un sacerdote en persona. Había escuchado de ellos, sabía sobre sus ideas y la forma de profesar su fe, pero no estaba seguro de cómo iba a enfrentar él a un ser como yo. Supuestamente era hijo de Dios, como todas las criaturas sobre la Tierra, pero hasta ahora su Dios jamás habló de nuestro pueblo y nosotros posiblemente habíamos surgido incluso antes que el hombre. Éramos un vestigio antiguo y él tendría que asumirlo.

—Buenas noches, Oberon—por primera vez supe que era de noche, pues llevaba días sin saber siquiera un detalle mínimo de los horarios que estaba cumpliendo casi a raja tabla. Su voz era suave y amable, su aspecto atractivo y el olor que desprendía era terriblemente llamativo—. Soy el padre Kevin.

—Brujo—respondí—. No hace falta que te hagan pruebas genéticas para saber que tienes los genes de un Taltos. Bajo esa túnica negra y ese alzacuellos almidonado, tras esos espesos cabellos rojizos y esas pecas salpicando tu nariz, late el poder de un brujo poderoso. ¿Por qué llevas hábitos? Los religiosos quemaban a los que eran como tú y como yo.

Guardó respetuoso silencio y tomó asiento a mi lado en la camilla. Tal vez no sabía qué decir, pero no hurgué en su mente revuelta. No iba a leer sus pensamientos porque me parecía ofensivo para un primer encuentro. Él podía percatarse y provocar que se marchara. Su aroma era mucho más tentador que el de las brujas que había conocido. Rowan era atractiva, al igual que mi abuela, aunque ya no eran fértiles. Michael era codiciado por cualquier mujer, pero sobre todo por mis hermanas. Sin embargo yo no había conocido a alguien que me llamase tanto la atención. Me recordaba a alguno de mis hermanos por sus rasgos finos pero masculinos, esos ojos verdes tan llamativos y su sonrisa temerosa de mis acusaciones.

—Dios debe perdonarlos igual que a nosotros. Los pecados de los hombres son perdonados por Dios en su infinita bondad—dijo.

Apoyé mi cabeza en su hombro izquierdo y coloqué mi mano derecha sobre su muslo. Era inquietante que un sacerdote tan joven llevase una túnica como aquella. Las sotanas ya no eran cotizadas entre los curas más jóvenes. Tendría una edad aproximada a los treinta años o quizá la sobrepasaba por un par. Mis dedos apretaron su muslo justo por encima de la rodilla pero él no se sobresaltó.

—¿Qué deseas de mí?—preguntó.

—Compañía. Detesto a todos aquí—respondí—. No creo en Dios.

—De eso me he percatado muy pronto, Oberon.

Giré mi rostro hacia el suyo y no controlé mis impulsos más primarios. Mis labios saborearon los suyos y mi lengua invadió su boca como un soldado aliado en la batalla de Normandía. Él no me detuvo. Sus manos suaves se colocaron bajo mi mentón sujetándome mientras mi cuerpo se inclinaba con deseo sobre el suyo. Mis dedos no dudaron en desabrochar su sotana obligándole a mostrarme su desnudez.

Con pocas acciones, y todas de ellas precipitadas y fieras, estábamos desnudos en mitad de aquella habitación. Recliné su cuerpo sobre la camilla, abrí sus piernas y penetré su entrada quedándome allí encerrado en aquel estrecho paraíso. Él jadeó entre el dolor y el placer mientras que yo mordía sus hombros y la cruz de su espalda.

—Consagrarás tu cuerpo a mis deseos—jadeé cerca de su oreja derecha antes de lamerla y morderla—. Gozaré de tu compañía siempre que lo desee—dije moviendo mi cadera hacia atrás provocando cierta fricción de mi miembro dentro de él—. Tu cuerpo para otros permanecerá sin tacha, pero frente a mí serás quien calme mis primarios instintos. A cambio te ofreceré algo más sagrado que el cuerpo y la sangre de tu Dios muerto—empujé entonces hacia dentro pegando mi pelvis a sus glúteos redondos, blancos y duros.

Él sólo gemía mi nombre como si fuese una oración a un dios pagano. Sus manos se aferraron al borde de la camilla y las mías a sus caderas, pero suavemente acabé atrapando su miembro con mi diestra. Pellizcaba su glande, masturbaba con rabia o sosiego, mientras mis movimientos de cadera eran lentos. Quería que implorara que lo hiciese mío, cosa que logré a los pocos minutos entre sollozos y gemidos. La pelvis golpeaba con furia su trasero, su espalda se arqueaba como la de un gato asustado y mi lengua se paseaba por su columna vertebral hasta las tetillas de sus orejas. Gemidos, jadeos, murmullos y súplicas indecentes junto a golpes de mi glande en su próstata. Tan sensible, tan necesitado, tan virgen y tan mío. Aquella experiencia lo convirtió en la concubina del hijo de un Santo que había dado la espalda a una religión absurda, terrible y sangrienta.

Acabó llegando pronto a la cúspide del placer, tocando el paraíso con sus propios dedos u dejando que su garganta emitieran un gemido bastante sonoro. Su semilla cayó sobre las pulcras baldosas del suelo y yo salí de él aún erecto. De inmediato me buscó deseando saborear mi boca pero yo lo arrodillé frente a mí, introduje mi gloriosa espada que mataría su fe y fortaleza en su boca, y le regalé la leche pastosa de los machos Taltos. Llené su boca de mi sabor e hice que corriera ese río caliente y blancuzco por su garganta. Sus ojos se cerraron saboreando cada gota y los míos se quedaron fijos en el suelo.

—¿Aún crees en Dios?—pregunté agarrándolo de su flequillo revuelto, húmedo y pelirrojo.

—Ah...—fue lo único que dijo completamente perdido en el sabor que le había ofrecido.

—¿Aún crees en Dios o ya asumiste que eres un brujo?—dije pasando el pulgar de mi mano izquierda por sus labios, recogiendo las gotas que se habían escabullido, para introducirlo en ellos y dejar que lo chupeteara—. ¿Por qué no me demuestras tu nueva fe lamiendo tu propia semilla? ¿Acaso vas a permitir que se desperdicie?—comenté dando un par de pasos hacia atrás.

Kevin se inclinó suavemente sobre aquel frío suelo y lamió el pequeño charco provocado por su eyaculación. Después se aproximó hasta mí, se aferró a mis piernas y guardó silencio. Sus ojos parecían perdidos en miles de salmos y escritos bíblicos intentando asumir que todo era falso, que no existía Dios alguno salvo el que estaba a su lado, y, por supuesto, no dejaba de preguntarse cómo asumir ahora su cargo frente a cientos de devotos que esperaban sus intensos discursos llenos de fe.



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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt