Aquí leeréis como Marius cae en la estupidez.
Lestat de Lioncourt
Siempre me pregunté si era cierto que
él se sentaba en aquella terraza todos los días, con su periódico
y su taza de café de máquina, jamás soluble. Me imaginé un ser
menos sociable y abstraído de la realidad imperante que le rodeaba.
Pero la realidad, una vez más, me abofeteó en mi ego. Todo lo que
creí era falso. Él no mentía. Asumí que era imposible que un ser
como él tuviese cierto amor a lo cotidiano, a los humanos y los
pequeños detalles que logran que la vida merezca la pena.
Everard tenía la nariz un poco picuda,
era enjuto, de cabellos sedosos negros que daban a su rostro mayor
severidad y una curiosa forma de vestir bastante formal para estos
tiempos. Es cierto que dije que estaba sucio y era horrible en mi
libro. Lo siento. Mentí para vengarme de algún modo del dolor que
sentía en mi ego. No es feo, ni es un sucio. Él realmente posee una
belleza idílica aunque algo extraña, pues no es la común.
Creí pasar desapercibido para él
hasta que bajó el periódico, se giró hacia mi dirección y frunció
el ceño posiblemente molesto por acercarme demasiado a lo que un
vampiro puede considerar su territorio. Además, ni siquiera había
pedido permiso, por así decirlo, para visitarlo. Como si fuera un
perro bien entrenado había logrado seguir mi rastro. No tuve más
remedio que acercarme aceptando que había ido a su encuentro.
—Sólo quería visitarte—aseguré.
—¡Ah! Qué extraña visita,
¿verdad?—dijo guardando las formas—. Nunca me suele visitar
cretinos a esta hora—comentó con una sonrisa educada y un tono de
voz sosegado, pero podía ver su odio envuelto en cada sílaba.
—Sé que me porté como un estúpido
y que enterraste el hacha de guerra cuando...
—En las reuniones intento ser
educado, cosa que tú desconoces, porque no quiero que nadie me llame
la atención—aseguró indicándome que tomara asiento.
—¿Podríamos hablar en
privado?—pregunté apoyándome en el respaldo de la silla sin
sentarme. Mis manos parecían las patas de un ave sobre una rama muy
frágil.
—Mi vivienda no está lejos, pero
jamás te llevaría allí. Creo que podemos conversar en el reservado
de un coqueto restaurante que conozco bien. Sus reservados están
insonorizados para que el comensal no tenga que soportar el ruido de
otros, las comandas o un hilo musical que no sea agradable para
ellos—dijo incorporándose dejando un par de billetes para pagar el
café y dejar una suculenta propina.
De inmediato estábamos caminando el
uno junto al otro. No sabíamos bien qué pretendíamos al conversar.
Limar asperezas era algo casi imposible, pero aquel vampiro tenía
cierto interés en lograr un acuerdo. Quizá porque no quería que
otros pensaran que no lo había intentado, tal vez porque necesitara
que yo comprendiera que era un imbécil o podía ser mera curiosidad.
No tardamos más de unos cinco minutos
en llegar a ese modesto restaurante. Era pequeño, tenía sólo
algunas mesas en la terraza, otras tantas dentro y un espectacular
horno para pizzas caseras. Había una zona perfecta, casi idílica,
para que el comensal viera como se terminaban sus platos o se
elaboraran los más sencillos.
En el fondo había un impresionante
cuadro que provocó que sonriera ante su provocadora belleza. Era una
mujer desnuda imitando a Tellus rodeada de niños que sostenían
trigo entre sus manos, racimos de uva o simplemente alzaban cestas
llenas de frutos de legumbres, frutas, verduras o cereales. Ella
estaba allí sonriendo amorosa mirando a los comensales y
trabajadores. Era un fresco hermoso. Bajo esta hermosa pintura había
una puerta de acceso a reservados, tal y como informaba una placa, y
él simplemente entró sin pedir permiso.
—Tengo aquí un reservado
perpetuo—dijo antes de abrir la puerta para sentarse en una pequeña
mesa para dos.
—¿Vienes muy seguido?—pregunté.
—No, pero me gusta tener un sitio
donde reunirme con mis abogados, con empresas en las que invierto o
simplemente venir y sentarme con alguna víctima—me indicó que
tomara asiento. Otra vez ese gesto gentil hacia un hombre que le
había humillado.
Por mi parte cerré la puerta y me
quedé observándolo. Algo en mí rugió e inició una serie de
emociones que jamás creí posibles. Me abalancé sobre él tomándolo
del rostro para besarlo descaradamente. Él simplemente me empujó
para mirarme sorprendido ante mi descaro.
—Lamento informarte que no todos
caemos en tu juego—comentó incorporándose.
Iba a pedirle perdón por aquel acto
impúdico, pero acabé acorralándolo contra una pequeña esquina. Él
me miró furioso durante unos segundos antes de abofetearme. El golpe
fue tan fuerte para mi orgullo y hombría como para mi rostro.
Aquella pequeña fiera estaba a punto de morderme cuando lo calmé
echándolo contra la pared.
—Lo siento—dije.
—Tú nunca sientes nada—respondió—.
Vete.
Estuve de pie frente a él asumiendo
que había fracasado el conocerlo así como mi estúpido deseo de ir
más allá en aquel encuentro. Me encogí de hombros y salí. Roma
estaba hermosa esa noche. Una noche llena de fracasos, pero hermosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario