Estas palabras me han llegado a través del propio Gregory... está escribiendo para desahogarse.
Lestat de Lioncourt
Parece que fue ayer mismo, pero ya han
transcurrido algunos años. Hoy, tras una noche agitada de reuniones
demasiado comprometedoras para el futuro de mis empresas, puedo al
fin sentarme a retomar mis memorias. Quizá sean demasiado injustas
llegado a este punto, pues me encuentro algo sosegado y alejado de
los sentimientos terribles que vinieron a mí por aquellos días. Aún
así, necesito hacerlo.
Fue terrible saber que ella estaba
muerta, pero lo fue más aún al saber la forma en la cual había
sido asesinada por aquel que me salvó la vida. Un fuerte sentimiento
de culpa cayó sobre mis hombros, pues fui el primero en hundirla en
el dolor más atroz. Ella me perdonó. Hizo acopio de toda su bondad
y logró perdonarme, aunque jamás salieron palabras algunas de sus
labios para hacerme entender que se sentía en paz conmigo y mis
remordimientos. Aún así la sentí rondar el edificio donde convivo
con un reducido grupo de fuertes y antiguos inmortales.
La muerte de Maharet, como la de
Khayman, se convirtió para mí en un golpe terrible. Deseé en
muchas ocasiones ponerme en contacto, pero me faltaron agallas. Ya no
éramos los enemigos que Akasha se empeñó que fuésemos, sino
monstruos que vivían en paz en una sociedad llena de tumultuosas
discusiones sin sentido. Provocó que la nostalgia y la culpabilidad
volvieron a mi corazón nada más saber que jamás podría rogar
perdón públicamente ante el resto de vampiros.
Sólo tenía dieciocho años cuando me
convertí en uno de los generales más importantes del ejército de
Kemet. Algunos lograban tan alto rango pasada la veintena, cuando su
etapa en la milicia llegaba a su plenitud. La mayoría quedaba en el
camino moribundos por las guerras o enfermedades que a veces asolaban
a la población. Recuerdo como mis hermanos no sobrevivieron a los
quince años y algunos murieron en una refriega algo salvaje con un
pueblo nómada en una de las fronteras. La reina Akasha decidió
exigir a Enkil que me convirtiera en su escolta personal y el idilio
comenzó.
El pecado de la carne, como los llaman
hoy día creyentes de diversas religiones, apareció como si fuera
una virtud y no un defecto. Ella deseaba florecer como un árbol y
dejar que su semilla echara raíces en una tierra que no era suya.
Provenía de una cultura distinta, pero adaptó la nuestra a sus
intereses. Los muertos dejaron de consumirse ofreciéndoles un envase
inmortal, gracias a la momificación, para que pudieran atravesar el
mundo de los muertos. Muchas tribus se sublevaron pero yo no fui a
defender los intereses de nuestro pueblo. Sí lo hizo Khayman junto a
Enkil aplacando las protestas a base de cuchillo y esclavitud. Yo me
quedé custodiando a la mujer que codiciaba introduciendo en ella una
semilla que germinó rápidamente.
En una de esas refriegas, cuando Enkil
logró capturar a unas hermanas hechiceras que ella codiciaba por su
supuesto lazo con los espíritus, tuvimos un hijo. Yacía en su cuna
cuando Maharet y Mekare, las Gemelas Pelirrojas, comparecieron. Ellas
eran las mujeres que debían ser arrestadas, esclavizadas y
torturadas por intentar consumir la carne de su madre Miriam, la
hechicera más poderosa de todo el valle del Nilo. Ante ella los
espíritus decidieron hablar por medio de las hermanas, pero sus
respuestas fueron insuficientes para la reina de un territorio en
expansión, que poco a poco se envenenó con la soberbia y el poder,
provocando que cualquier palabra fuese vacía, insignificante o nula.
Ellas fueron violadas por el mayordomo real, la mano derecha del rey,
tal y como él lo dictaminó.
Cuando Amel atacó a Khayman tanto
Enkil como Akasha aparecieron. Él amaba a Enkil, era su verdadero
amor y el símbolo de las grandes victorias. Khayman era sensato,
honesto y leal a su rey. Sin embargo, en el campo de batalla era
cruel y desdeñoso. Recuerdo que lo llamaban “Benjamín del Diablo”
y todos lo veían como un chacal o un perro salvaje que nunca soltaba
su presa. La noche en la cual los tres cayeron bajo una horda de
puntos rojizos, como si fueran avispas, yo estaba allí. Vi como se
alzaban sus cuerpos y se convertían en monstruos. Ella me convirtió
a mí y Khayman huyó para salvar la vida a las hechiceras, pues una
de ellas había engendrado a una hija. La sangre de un hijo siempre
es más densa que cualquier palabra dada a un rey o supuesto dios.
Yo debí huir tras él para apoyarle,
pero me quedé y me convertí en un Sangre de la Reina. Empezamos a
luchar contra los enemigos del reino de Kemet y sus dioses. Se
consideró entonces a Enkil como Osiris, Akasha como Isis, Anubis fue
Khayman y yo me convertí en Horus mientras que mi hijo con Akasha
llevó desde su nacimiento el nombre de Seth. Así fue como la
religión caló hondo en las creencias, intrigas palaciegas y
sospechas de todos los presentes en la corte, en las calles, en el
territorio de Kemet que pasó a llamarse Egipto.
Cometí el pecado de ir contra Akasha
pasadas algunas décadas y fui encerrado vivo tras unos gruesos
muros, Rhosh se enteró de mi pecado antes de huir para acabar
regresando para liberarme. Y he ahí el pecado mayor. Rhosh me salvó,
pero decapitó a la mujer más dulce y bondadosa que he podido
conocer. La misma mujer a la cual yo le tuve que sacar los ojos y
enviarla lejos de su hermana, Mekare, a la cual le saqué la lengua.
Nunca pude pedir disculpas porque jamás me vi con fuerzas de
hacerlo, aunque ella venía a verme sin juzgarme sólo para comprobar
que ahora era un hombre decente. El hombre que debí ser aquella
noche.
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