Hay que aceptar a los que
amamos tal cual son. Creo que Julien lo hacía, aunque su sobrina y
nieta no.
Lestat de Lioncourt
La fiesta había comenzado
hacía más de una hora. Todos los invitados estaban arremolinados en
la planta inferior escuchando a la banda tocar. La mayoría eran
familiares y otros eran amigos muy cercanos a nosotros y a nuestros
negocios. Lionel aún no levantaba más de un palmo del suelo y ya
intentaba seguir la música con su torpe baile. Stella, con su
cabello lleno de lazos de color turquesa como sus encantadores y
vivarachos ojos, ya había cumplido cinco años y se negaba a
marcharse de la fiesta, estaba agarrada a la mano de su hermano mayor
mientras Carl, con algo más de ocho años, refunfuñaba sentada en
un sillón moviendo sus pequeños pies enfudados en unos delicados
zapatos de charol. Eran los únicos niños de la fiesta. La mayoría
eran jóvenes y parejas de mediana edad.
—Me alegro que no viniera
ese—dijo mi hija y sobrina Mary Beth parecía complacida porque
Richard no había podido asistir.
—Estás muy
confundida—respondí apoyado en la pilastra de la escalera. Tenía
la pipa entre mis manos y colocaba con cuidado dentro el tabaco para
apretarlo con suavidad.
—No quiero a ese engendro
en mi casa—comentó—. Menos frente a todos, tío Julien.
—¿Qué tiene de
malo?—pregunté alzando mi ceja derecha—. ¿Acaso no estaba
siempre invitado el borracho irlandés de marido?
Jamás me gustó ese hombre
para mi hija. Sentía que era un imbécil que sólo traería
problemas a la familia. Estaba desesperado pensando en que jamás me
libraría de él y un día apareció muerto. Lasher se había librado
de él como me prometió.
Aquel hombre estaba siempre
ebrio e intentaba estafar a todo aquel que se acercaba a la mesa de
poker donde se encontraba. Sentía que la culpa era mía. Ella lo
conoció cuando me acompañó a una de esas timbas donde se apuesta
el dinero, la vida y al alma a un par de cartas. Por eso mismo decidí
que debía rogarle al supuesto demonio, el fantasma que caminaba por
el jardín meditabundo los días más sobrios y como hoy bailoteaba
de un lado a otro con esa estúpida sonrisa, que acabara con mi
sufrimiento.
—¿Cómo puedes meterte
con los muertos?—dijo indignada.
—Ah, ¿cómo puedes
meterte con el hombre de vida?—contesté llevando la pipa a mi
boca.
—Tu mujer está
aquí—chistó indignada.
Ella estaba indignada. Hija
de un incesto, amante mía para poder a la pequeña revoltosa de
Stella y mujer de varios hombres en esta maldita ciudad. Ella se
hacía la digna frente a todos.
—Ah, esa. Me ha pedido el
divorcio esta mañana—dije encendiendo la pipa.
Entonces apareció él. Me
había hecho caso. No tenía por qué ocultarse entre la muchedumbre.
Llevaba un espléndido vestido que se ceñía a su pequeña cintura y
su sonrisa era radiante. Sus labios eran voluptuosos, su piel era
perfecta y sus ojos tenían un brillo especial.
—Sácalo de aquí,
Julien—respondió hecha basilisco.
—No—respondí antes de
dar una calada a mi pipa.
Sólo nos separaba algunos
metros y mis pasos rápidos, aunque elegantes, hizo que en menos de
un minuto, pese a que tuve que esquivar camareros y borrachos, lo
tuve entre mis brazos. No me importaba en absoluto lo que pudieran
pensar de mí. Él era la persona más importante en mi vida después
de mis nietos y mis hijos.
La pequeña Stella correteó
hasta donde nos encontrábamos y acabó aferrada a los bajos del
vestido de Richard. Sonreí al contemplarla tan fascinada con aquel
jovencito. Era mi pequeña, mi adoración, y no tenía nada que ver
con la amargada de su madre. Aquella niña era adorable y mi corazón
palpitaba fuertemente cuando la tenía entre mis brazos. Sabía que
moriría joven como muchas de nuestros antepasados. Pero tenía la
esperanza que no fuese así. Tenía la ilusión de vivir algunos años
más hasta que ella no me necesitara.
—Me gusta como le queda
ese vestido—dijo con aquella sinceridad infantil—. Y me gusta que
te haga sonreír. Sonríes como Lionel cuando le doy un beso en la
mejilla.
—Tu sobrina me
odia—susurró bajo aferrándose a mí con cierto temor.
—Vaya, una pena—dije
inclinándose sobre él rozando con mis labios su oreja derecha—.
Pero mi nieta te adora—chisté—. Aunque no tanto como yo—añadí.
Estuvimos bailando durante
algo más de una hora. La música era encantadora. Los familiares
reían, bebían y bailaban con torpeza cada pieza. Aún el
charlestón no era moda, pero el jazz y el blues hacían las delicias
de los presentes. También las canciones tristes llenas de amores
imposibles hacían la vida más atractiva en mitad de una fiesta
donde lo más importante era relajarse y disfrutar.
La casa estaba repleta de
vida. El jardín olía a dondiego y jazmín, igual que él ya que
había conseguido un perfume francés fresco y atrayente que me
recordaba a mi hogar, a la verdad y la mentira, que yacía en cada
rincón de la mansión. Por mi parte disfrutaba de un jovencito lleno
de encantos mientras mi mujer se había marchado indignada,
completamente ofendida, por mi descaro y desplante. Mis hijos sólo
murmuraban entre ellos dejándome hacer, pues sabían que yo estaba
simplemente siendo yo mismo. Ellos me aceptaban del mismo modo que yo
acabé haciéndolo.
—Julien—susurró
mientras le retenía por la cintura bailando lentamente. La cantante
daba toda su alma a una canción llena de sensualidad—. ¿Por qué
me has hecho venir así? Podía usar ropa masculina y no demostrar lo
que soy ante todos. Muchos nos están mirando.
—Claro, amor, ¿acaso no
mirarían a un chico con estas piernas mucho mejores que las de sus
mujeres?—dije echándome a reír—. Soy viejo, Richard, y no te
imaginas siquiera la edad que ya tengo. El descaro es lo único que
me queda. No me importa decirles a todos en la cara lo que ya
saben—sus ojos brillaban como perlas oscuras mientras yo lo
sostenía como si fuera un clavel frágil recién abierto.
Él me besó dulcemente con
timidez y yo no dudé en atraparlo con rabia. Aquel beso confirmó
que lo amaba como él me amaba a mí.
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