No sé qué decir sobre esto... ¿Y ahora qué? ¿Qué debo pensar de Memnoch?
Lestat de Lioncourt
Las almas se retorcían a mis pies como
si fuera un mar cargado de olas, los llantos ascendían hasta el
techo de grotescas estalagmitas creadas por lo que fue lava ardiente
y ahora sólo eran oscuras aberraciones, las cuales parecían dientes
afilados o dagas esperando atravesar los cientos de miles de
corazones impíos que en otro plano creían estar libres de mi poder.
Los rostros de esos miserables me recordaban mi misión entre ellos,
la cual llevaba demasiado tiempo postergando al meditar cuáles de
todas podrían ser las adecuadas.
Mi trono se alzaba en un pequeño risco
inaccesible para ellos. Un trono hecho de esqueletos retorcidos de
ángeles que habían caído en desgracia y se habían suicidado con
sus propias armas, enterrándolas en sus pechos, porque no podían
soportar no ser amados por Dios. Por mi parte ya no buscaba esa
estúpida recompensa. Yo sólo deseaba demostrar cuan equivocado
estaba. Ese fue el principal motivo por el cual busqué a Lestat, un
vampiro rebelde, que ha acabado negándome como muchos que han visto
el infierno con sus propios ojos y han podido escapar. Quizá niegan
tan aberrante visión y tan desoladora verdad. Ya no lo sé y no me
importa.
Sé que mi aspecto es imponente, pero
puedo cambiarlo según mis gustos y los de los hombres. En ese
momento mi cabello era casi blanco, algo más largo y menos ondulado
que de costumbre, mis fieros y sabios ojos estaban en marcados en
algo de maquillaje oscuro como si fuera una pintura de guerra y mis
brazos tenían cientos de tatuajes que hablaban de mi caída, de Dios
y su tiranía. Mis ropas eran de cuero, como las de cualquier
motorista que intenta cruzar el país más hipócrita de todos y
dónde casi hay una hamburguesería por cada habitante. Mis botas, de
suela gruesa, tenía pinchos y alambres. Por ende mi aspecto era algo
diferente
—Hacía tiempo que no te veía
contemplar este hermoso valle solo—comentó una vieja voz, la cual
podría decirse que era amiga.
—No estoy solo, siempre aparece
alguno de vosotros—respondí.
—Dime algo, ¿por qué no le dijiste
que tú y Satanás sois distintos?—dijo apoyándose en el respaldo
de aquel majestuoso y escalofriante trono.
Sus delgados brazos asomaban como ramas
de piel blanquecina, como si una encina hubiese sido cubierta con las
nieves más puras, y sus ojos, esos hermosos ojos oscuros, eran
penetrantes y atractivos. Veía en él una belleza dócil que no
tenía para nada que ver con la verdad que escondía tras cada una de
sus acciones.
—No entendió mi mensaje, ¿cómo
podía recordarle que Lucifer y Satanás son dos seres
distintos?—dijo encaramándose a los huesos para que su pequeña
figura pudiese alzarse en esa “cumbre” de muerte y destrucción.
Sus manos acariciaron mi cuello, se deslizaron por mi rostro y
acabaron bajando nuevamente hasta mi torso. Allí las dejó mientras
sentía como su mejilla derecha golpeaba mi contraria. Su piel era
fría, muy fría, como la de una serpiente al contrario que la mía
que siempre estaba tibia. Su aliento rozó la comisura de mi boca y
su lengua bípeda acarició mis labios—. ¿Cómo? Ni siquiera
recuerdan la historia que contaban los judíos más antiguos, pues
todos se han quedado con la tradición cristiana y han olvidado sus
raíces.
—La verdad—siseó.
—Por así decirlo, pues Dios
demuestra cuan cruel es en el Viejo Testamento—dije—. Dios no es
bondad. Él castiga cruelmente aunque hayas cometido un error por
desconocimiento, necesidad o heroicidad—dije lo último notando
como sus uñas arañaban mi torso y él reía bajo.
—Dime, ¿aún me quieres
cerca?—susurró.
—Al menos tú no coartas la libertad,
sólo tientas.
Nada más decir esas palabras se esfumó
y apareció a mis pies tocando con curiosidad aquellas puntiagudas
protuberancias de mis botas. Se cortó un dedo y lo llevó a su boca
para lamerlo como si fuera una golosina.
—Ah... tiento...—dijo con una
sonrisa descarada— ¿yo soy la tentación? Tú provocas tantas
reacciones, Lucifer...
—Llámame Memnoch, lo
prefiero—respondí.
—Sólo he venido para decirte que tu
príncipe tiene nuevo destino—murmuró—. Se ha olvidado de ti.
Eso provocó que me incorporara y lo
agarrara del cuello, sin importarme que él tuviese un poder igual de
poderoso que el mío. Inició en mí una revolución que instaba a
tocar su fría piel y hacerme con el control de su cuerpo. Estaba
desnudo y sólo le cubría su sonrisa lasciva. Él no dudó en abrir
sus piernas como si yo fuese el gobernante de sus placeres, de ese
hermoso reino pérfido.
—Soy tu manzana—dijo entrecerrando
sus ojos de largas y pobladas pestañas. Era escandaloso observar ese
cuerpo ambiguo de caderas y clavículas marcadas, con una piel tan
perfecta y unos pezones rosados que destacaban en su pequeño torso.
Satanás era el pecado mayor de este mundo, el Dios de la Oscuridad,
y yo sólo era el Príncipe del Infierno donde reinaba en soledad
junto a una legión de ángeles derrotados que a veces perdían el
juicio.
Estaba sobre él como una gárgola,
pero decidí levantarlo de aquella posición tan sumisa para
colocarlo sobre mis piernas. Él no dudó en pasar sus brazos por mis
anchos hombros, enterrar sus largos dedos en mis casi plateados
cabellos y rozar su entrepierna contra la mía. Su miembro,
ligeramente endurecido, me hizo sentir un delicioso hormigueo por
toda la columna vertebral nada más contemplarlo contra el cierre de
mis pantalones.
—Eres el Dios Oscuro, pero aquí en
mi reino puedes ser mi puta—dije hundiendo mi rostro en el recodo
de su cuello al hombro izquierdo.
Él gimió entretanto llevaba sus manos
hacia el borde de mi pantalón, quitándome la correa para dejarla
alrededor de mi cuello como una corbata, para al fin bajar la
cremallera y sacar mi miembro. Un miembro que se endurecía por
momentos y que él miró mordisqueándose su labio inferior. Reí
ante ese gesto y él respondió lamiendo mi mentón mientras se
bajaba de mis piernas. Entonces, como en la mejor fantasía erótica,
comenzó a lamer mi rosado glande para poco a poco engullir todo mi
miembro. Mis manos se colocaron en su cabeza ayudándole a hacerlo
como a mí me gustaba, o más bien como lo necesitaba en ese momento.
Sin embargo, no tardé en agarrar el cinturón y colocárselo a él
alrededor del cuello a modo de correa, lo empujé contra el escarpado
suelo de roca porosa y dejé que sus glúteos quedaran alzados. Sus
brazos estaban pegados a su torso y su torso al suelo.
Rápidamente tomé mi posición
dominante tras él y me incliné mordiendo su nuca, lamiendo sus
hombros y arañando sus costados mientras viajaba hasta su trasero.
Allí dejé que mi lengua se introdujera como una daga en su interior
arrancándole de este modo un largo gemido. Mi boca hizo succión
entorno a su entrada y mi viscosa saliva lo humedecía todo. Sus
testículos se inflamaban del mismo modo que su pene tomaba por
completo forma. Pude notar el olor a sudor que transmitía su piel,
igual que lo hacía la mía. Era olor a deseo carnal.
Finalmente aparté mi boca para
penetrarlo de una sola vez. Una estocada que le arrancó el aliento y
un par de lágrimas. Eran lágrimas de satisfacción, de deseo
concedido. Por mi parte gruñí como un animal salvaje. Pronto mis
testículos comenzaron a golpear sus prietas redondeces, mi mano
derecha tiraba de la correa y la zurda azotaba uno de sus glúteos.
Mi aliento jadeante, mis gemidos bajos y gruñidos se mezclaron con
los sus largos y escandalosos gemidos que alertaban a las pobres y
patéticas almas que rogaban perdón a un Dios ciego. Aún así me
sentía insatisfecho, por eso salí de él, lo recosté en el suelo,
abrí sus piernas en V y lo aproximé a mí quedando de rodillas.
Parte de sus glúteos quedaron sobre mis muslos y su entrada quedó
perfectamente repleta por mi miembro.
Tras unos momentos él eyaculó
estirando sus manos, con uñas cual garras, hasta mis brazos. Pero yo
me contuve pues deseaba ofrecerle mi simiente. Así que cuando tuve
la oportunidad de salir de ese trasero que apretaba desesperadamente
mi pene, el cual parecía una estada encajada en una piedra, lo hice
y se lo ofrecí. Su boca se llenó de mi blanca y espesa esencia
mientras él me miraba descaradamente.
Había vuelto a caer en el pecado, pero
Dios mantenía conmigo su palabra. Quizá porque deseaba ver hasta
donde me había equivocado para luego hacerme caer por todo los
supuestos delitos cometidos, aunque para mí aquello no era un
delito. Él me había dado la libertad de amar, sentir, pensar y ser.
Él debía asumir que no siempre se pueden seguir los caminos rectos.
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