Sabía que estas discusiones eran intensas... ¿pero así?
Lestat de Lioncourt
Su maldito libro llegó a mis manos una
turbia noche. Había salido a caminar por los barrios colindantes a
mi vivienda en Nueva York. No nos habíamos movido de esa ciudad
porque Sybelle la amaba, Benjamín estaba acostumbrado a ella y yo
sentía cierto deseo de establecerme en una gran manzana con cientos
de almas podridas. Quería conocer todos los secretos, pasar por los
escenarios de las mejores películas y reírme como un idiota ante
cualquier recuerdo bullicioso, como sus calles y ciudadanos, me
asaltara.
Pasé junto a una vieja librería y vi
en el escaparate un libro que me llamó poderosamente la atención.
La portada tenía una escultura, algo oscurecida, como si meditara y
las letras doradas, bajo un fondo borgoña, decían “Sangre y Oro”.
Me pequé al cristal y vi otro ejemplar girado, donde se podía
apreciar a duras penas una introducción. Sentí que mi cuerpo se
convertía en estatua de sal y mi corazón palpitaba raudo como un
caballo de carreras. Pegué mis manos al vidrio y dejé que mi
aliento golpeara este condensándose.
No lo pensé demasiado. Entré y
adquirí un volumen. Nada más salir de la librería me escondí en
un callejón cercano y devoré el libro a velocidad sobrehumana.
Cuando acabé mis manos temblaban por la ira y mi libro cayó al
suelo, lo pateé con fuerza y acabé prendiéndole fuego. Tenía
suficiente.
Sabía donde encontrarlo. Por eso
regresé a casa, dejé una nota y expliqué a los empleados que
debían entregársela a Sybelle y Benji, en cuanto regresaran de la
ópera. Ellos habían ido a una función a la cual ya les había
acompañado, por eso no estaba con ellos. Todo parecía una oscura
premonición.
Viajé nuevamente hasta donde se
encontraba Marius junto a Daniel. Estaban empacando algunos enseres,
pues se trasladaban a otro clima más cálido. Molloy estaba aún
ensimismado con sus pequeñas y patéticas obras de arte. Tenía
cientos de ciudades regadas a sus pies esperando que un monstruo, uno
similar a mí, lo pateara todo. Mi adorado y cruel maestro estaba de
pie terminando de envolver un cuadro que representaba la caída de
Lucifer.
—¡Qué no sufrí! ¡Dijiste que no
sufrí!—grité antes que dijese nada.
—Amadeo...—dijo casi sin aliento.
Estaba atónito por mi llegada e irrupción.
—¡Armand!—espeté con rabia—
¡Has dicho que no sufrí!
—Mi pequeño querubín...—susurró
soltando de inmediato el cuadro, de bonito y enrevesado marco dorado,
para venir hacia mí, pero me escabullí hasta el otro lado de la
habitación.
—¡Eres un hipócrita!
La rabia me consumía como una llama a
una vela. Jamás había sentido tanto dolor, tanta furia, tanto
despecho, tanto... desasosiego.
—¡No!—su ceño se frunció y gritó
elevando su tono de voz al mío. Sus largos cabellos rubios caían a
ambos lados de su pecho, cubriendo ligeramente su chaqueta borgoña y
su camisa blanca. Tenía un aspecto elegante, como si fuese un
hermoso líder empresarial o un abogado a punto de declarar a favor
del diablo. Sus pantalones de pinza eran negros, como sus zapatos.
Jamás lo había visto vestirse tan occidental, tan bárbaro como
solía decir. Me quedé sin aliento cuando se abalanzó sobre mí
para agarrarme de los brazos, como si fuese un muñequito, intentando
contener mi resquemor y angustia—. Sólo no puedo admitir que fue
mi culpa—sus manos fueron de mis brazos, por encima del codo, a mis
mejillas que ardían. No me di cuenta hasta ese momento que estaba
llorando. Posiblemente al fin alcancé al llanto cuando pude sentirme
protegido de cualquier mirada mortal. Aquellos ríos escarlatas
siempre surgían por su culpa, ya fuese en recuerdos hermosos o
momentos tan horribles como estos—. Pagaste los pecados de mi alma.
—¡Sólo provocas más dolor y más
grietas en mi corazón!—grité tras ofrecerle un empellón.
Aquello significaba que no quería que
me tocara, pues sabía que si lo hacía acabaría en sus brazos
rogándole que nuevamente me amase. Pero no podía pedir su amor,
pues lo que él consideraba amar era traicionarme. Me había
traicionado al convertir a mis dos amigos humanos, los cuales me
amaban de forma pura, en vampiros que quizá, con el paso del tiempo,
se deslindaran de mí cansados por mi forma de proceder o simplemente
porque así era la mayoría de las veces. Siempre era el niño que
lloraba solo en un callejón porque se sentía pobre de amor, aunque
vistiese los mejores trajes y pudiese asistir a las mejores obras
teatrales.
—¡Sufría terriblemente al verte en
sus brazos, tomando sus lecciones, aceptando su camino y olvidándote
de mí!—dijo aferrándose a mí. Pegó mi cuerpo al suyo e intentó
besar mi rostro, pero me aparté. Logré deshacerme de nuevo de su
envolvente aroma masculino mezclado con las pinturas, con sus
delicados hijos de lienzo.
Me moví por la sala, aún
primorosamente decorada con sus mejores obras y con aquel monigote
que observaba sus casitas a escala, rugiendo un llanto similar al de
un animalillo herido. Él había dicho que no era lo que en un
principio quiso. Que era un hombre con prendas de niño, que jamás
fui el joven adolescente que tanto codiciaba. ¡Qué sabría él! Era
un cobarde que ponía mil excusas para no retenerme, para no amarme.
Igual que hizo con Pandora, Bianca, Lestat o con cualquiera. Yo no
era diferente.
—¿Olvidarme de ti?—dije tras una
ácida carcajada—. ¡Contaba las estrellas rezando a Dios para que
regresaras a mi lado!—dije furioso—. Siempre volvías. Siempre.
Lloré amargamente cada noche y por las mañanas soñaba que me
rescatabas, abrazabas con ternura y me besabas la frente. Dios...
¡Cómo puedes ser tan hipócrita!
El cuadro entonces salió ardiendo,
igual que las cortinas. La furia le envolvía como un perfecto guante
y yo decidí marcharme. Pero no era sólo furia lo que vi en él.
Observé una amargura propia de un hombre que se percata de su propia
maldad.
1 comentario:
Es hermoso, desde que leí Sangre y Oro he fantaseado con esto, fantaseaba que pasaba con Lestat tirado y en alguna otra habitación, habían tenido la gran discusión, pero así como lo planteaste está perfecto, como siempre
Publicar un comentario