Avicus y Mael eran una pareja extra...
Lestat de Lioncourt
Conocí a Marius a través de los
relatos de mi criatura, el ser al que le insuflé esta vida eterna y
logré salvar de su propio dolor. Mael me arrastró hacia el bosque.
Decía que no merecíamos ser dioses ni vivir encerrados para
satisfacer la curiosidad del hombre. Comprendió que lo divino iba
más allá de la corteza de un árbol, más profundo que la brizna de
hierba de los valles y por debajo de la superficie húmeda de las
cascadas. Hablaba de una fuerza cósmica entre las estrellas, la
naturaleza y el centro de este mundo. Decía que había algo más,
pero que no éramos nosotros. Se volvió un hombre silencioso y
pensativo. No obstante jamás se atrevió a llamar ignorantes a otros
druidas y celtas que nos topábamos por los caminos.
Cruzamos océanos y mares, nos
trasladamos a Italia y desde allí caminamos entre los bosques. El
camino estaba siendo arduo. Él quería ver el mundo. Deseaba tener
contacto con otros pueblos que no fuesen los romanos. Quería
saborear en el ambiente los distintos léxicos, los sueños de los
más pobres y de los opulentos. Era un hombre que ansiaba conocer
ciudades sólo para maldecirlas. Tenía razón cuando decía que
estos mares de gente, que la sociedad de las metrópolis, no valía
nada comparado con un árbol centenario que da aire, sombra y vida.
Me había hablado de un romano, un
hombre atlético y poco entrenado en la cultura celta, que despreció
sus cuidados y aquellos conocimientos que él le entregó. Había
desnudado su alma, su cultura, su religión y todo lo que era su
pueblo ante un hombre que tenía la mitad de la sangre de una mujer
de su pueblo. Pero la sangre que tenía Marius, como así se llamaba,
no era lo suficientemente vinculante con las supersticiones y
creencias que este le ofreció como un maravilloso regalo.
—Háblame más de ese tal Marius—dije
una vez sentado frente a una hoguera que habíamos hecho con ramas
secas. Estábamos en una gruta, la cual había sido deshabitada hacía
demasiado tiempo.
—¿Para qué? Ya sabes todo. Era un
idiota, una persona que no escucha a otros y un maldito bastardo que
quiso comprar su libertad con vino y putas—dijo molesto.
Sus ojos azules brillaban como las
llamas que danzaban sobre los pedazos de madera, su cabello parecía
blanco en vez de rubio debido a los reflejos del fuego, y sus manos
se acercaban afanosamente para retirarlas horrorizado. Quizá
recordaba como echaron a la hoguera al vampiro que creó a Marius,
pero también pensaba que podía pensar que algún día él podría
arder del mismo modo.
—Tengo curiosidad...
—Maldita curiosidad la tuya—chistó—.
Mejor háblame de ti, de tu cultura.
Sonreí cuando me dijo que hablase de
mí, pero me quedé callado. Sólo podía decirle sobre mis guerras,
el duro entrenamiento militar y el terrible dolor que sentía ahora
cuando pensaba que había asesinado inocentes, hermanos, seres que
simplemente resguardaban su grano y sus tierras ante el ejército de
lejanas tierras. No. No me sentía orgulloso.
Por eso sólo me aferré a él, besé
sus mejillas y me quedé observando el fuego toda la noche hasta el
amanecer. Antes que el sol despuntara estábamos bajo varios metros
de tierra, a los pies de la montaña donde habíamos pasado las
últimas horas calentándonos.
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