Se lo tuvo que decir Stella... ¡Se estaba volviendo como Carl!
Lestat de Lioncourt
Jamás me había sentido de ese modo.
Había dejado constancia de mi negativa ante el hecho que Mona
Mayfair, una de mis descendientes más poderosos, se convierta en
vampiro. Estaba absolutamente seguro que esa nueva vida no era para
ella. Quería volver tras nuestros pasos e impedir que se enamorara
perdidamente de Tarquin Blackwood, otro de mis descendientes pese a
no llevar mi apellido. Admito que él es muy parecido a mí
físicamente y posee una bondad absurda, pero no era el momento ni la
situación que ella merecía. Prefería verla marchitarse, uniéndose
a nosotros los fantasmas de la familia, antes que convertida en un
monstruo.
Usualmente me aparecía para ella. Me
sentaba a los pies de su cama y teníamos largas conversaciones.
Podía ver en sus hermosos ojos la tristeza y la dureza de una vida
dedicada a no ser escuchada ni amada, pero sí usada casi como
criada. Ella había cuidado a mi hermosa Evy, su bisabuela, que
apenas hablaba y cuando lo hacía era para sentenciar a más de uno
en esta vida.
Tendida en la cama, con esos hermosos
cabellos de fuego y esa piel tan pálida cubierta de pecas, parecía
una muñeca aguardando el momento de cobrar vida. Una vida que se
escapaba de entre sus dedos. Podía observar el gotero bajar hasta su
intravenosa y como los médicos iban y venían, entre ellos mi otra
descendiente Rowan Mayfair, que se preocupaba por sus análisis y
comodidad de la joven.
Ocasionalmente el padre Kevin Mayfair
venía a verla. Rezaba el rosario con ella y le aseguraba que había
un lugar mejor. A mí me obviaba. Sé que me podía ver ese maldito
pelirrojo mea pilas, pero hacía como si yo no existiera. Quizá
porque le imponía demasiado respeto o tal vez porque si me sentía
tras él, observando su ancha espalda, no era capaz de mirar con
apetito a una pobre muchacha enferma.
—Tío Julien—dijo aquella noche en
la que estaba a punto de marcharse.
—Ya no soy tu tío—respondí
molesto sin hacer acto de presencia de mi físico fantasmagórico.
—Oh, vamos... Sabes que es mejor que
pueda vivir para siempre cumpliendo mis sueños, viviendo la vida que
no he vivido. No puedes ser tan egoísta—susurró lo último como
si temiese mi reacción.
Entonces aparecí frente a ella con uno
de mis elegantes y sofisticados trajes hechos a medida, con el reloj
de plata en mi bolsillo y el bastón en la diestra. Aparentaba unos
cuarenta años. El cabello oscuro estaba ligeramente canoso, bien
peinado y parecía las ondas que deja sobre la arena las olas del
mar. Tenía un aspecto pulcro y gallardo, el cual no se puede
comparar con el imbécil de Lestat.
—Dejas la familia—dije golpeando
suavemente el césped crecido de aquel trágico cementerio—. Mira
como quedó Merrick... ¡Ah, pero ella se involucró mucho antes en
todo esto!
—No voy a morir—su sonrisa era la
de una niña, no la de una mujer. Parecía tan ilusionada y segura
que sólo pude apartar mis ojos azulados de los suyos, los cuales
parecían el mismo césped que pisábamos ambos.
—Me dejas, me dejas... —respondí
con congoja—. Quería estar a tu lado como ocurre con Stella. Nos
abandonas. ¿Qué será de ti sin que yo pueda cuidarte?
—Tengo a mi Noble Abelardo—respondió
orgullosa—. Además, voy a tener los conocimientos más antiguos
sobre vampirismo.
—¿Y qué hay de los conocimientos
antiguos de los brujos de tu familia?—pregunté ligeramente
indignado.
—Los sé todos gracias a ti.
Escuché como soltó una risa fresca y
se aproximó hasta mi aparición. Entonces hizo algo que hacía mucho
tiempo no intentaba. Colocó sus manos sobre la mano de mi bastón.
Sólo podía sentir el calambrazo de mi energía, pero no mi vieja
piel. Ambos nos miramos con amor y desconsuelo, para luego
desaparecer.
Stella me aguardaba en la habitación
que habían preparado para Lestat. Estaba hermosa esa noche. Vestía
con aquel bonito vestido blanco y el cabello negro con hermosos
lazos. Sabía que usaba su etapa más feliz, aquella que vivió
cuando era una niña, para recordar los buenos tiempos que habíamos
vivido.
—Se marcha—dije apenado.
—Sí, se marcha. Me alegra que se
vaya. Deja de ser tan cascarrabias. Te estás convirtiendo en algo
similar a Carl—decía bailando por la habitación con su falda del
vestido ligeramente remangada en el borde. Movía sus zapatos de
charol de un lado a otro en pequeños brincos y arrugaba la nariz. Se
divertía.
—Mujeres...—siseé—. Jamás os
entendí del todo.
—Ni te hacía falta, tío Julien.
Tenías a Richard para consolarte ante tu falta de comprensión, ¿o
mejor interés?—dijo deteniéndose para luego echarse a mis brazos.
—Oh, diablillo—suspiré.
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