Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

miércoles, 22 de febrero de 2017

Amor egoísta

Maldito romano...

Lestat de Lioncourt 


Armand.

Su nombre en mis labios sonaba como una vieja plegaria que quebraba todas mis emociones. Estaba a punto de precipitarme frente a él rogando perdón, pero este no llegaría a rozar siquiera la superficie. Había herido demasiado aquel ángel, el cual permanecía de pie con la mirada quebrada y las manos temblorosas. Quería estrecharlo contra mi cuerpo, besar sus tibias mejillas y fundirme en sus ardientes labios. Deseaba tanto, pero se podía tan poco, que llegaba a sentirme perdido en una montaña de caos.

Armand, yo...

No digas algo que no sientas—dijo regresando su mirada a la ciudad.

Estaba mirando a través de esta el paisaje pluvioso de Nueva York. Las tormentas se arremolinaban poco más allá de la Gran Manzana. Las nubes eran oscuras, muy densas, y parecía el principio del fin de los tiempos. Él jugaba con sus dedos sobre el vaho que dejaba su aliento. Sólo hacía pequeñas margaritas que iba destruyendo, palabras comunes y simples líneas. Era como ver a un niño, pero sabía que bajo esa capa de ternura se hallaba un monstruo similar al mío.

Armand, no sabes por qué he venido hoy—intenté parecer sosegado, pero estaba perdiendo la paciencia.

Has venido a limpiar tu conciencia—contestó con una sonrisa amarga—. Nunca sientes tus disculpas. Me tratas como si fuese un objeto de tu propiedad y crees amarme porque soy valioso. Sólo me retienes entre tus manos como un niño caprichoso, uno de tantos, que no quiere soltar un juguete porque teme que otros jueguen con él. Un juguete que ni siquiera desea, sólo retiene—sus ojos se enterraron en los míos como fieras garras. Su cuerpo se desplazó por la habitación con una elegancia inusitada y su tono de voz era cómplice. Parecía querer que sólo nosotros pudiéramos escuchar nuestra desdicha—. Ojalá tú me amaras...

Te amo—dije acercándome, para destruir los pocos metros que nos separaban.

No sabes amar—murmuró perdido entre mis brazos.

Sí te amo.

¡Claro que le amaba! ¡Le amaba profundamente! Era un amor ciego hacia sus ojos castaños, su piel de leche, sus cabellos de fuego y su alma siempre torturada. Me había convertido en su peor verdugo, lo acepto; sin embargo, no podía dejar de suspirar su nombre y de buscarlo entre las sábanas de mi cama. Me sentía tan perdido, tan hundido...

El amor no puede ser egoísta—dijo con la voz quebrada. Mi aroma le había hecho recordar otros tiempos, igual que yo recordaba esa inocencia que él había perdido entre mis brazos. El mundo se convirtió en oscuridad, sangre y oro junto a mí.

Entonces se retiró de mi lado, aproximándose hasta una pequeña caja sobre la mesa aledaña a la ventana. Era una caja de música con hermosas florituras talladas en la tapa. Al abrirla una vieja canción rusa llamada Kazachok sonaba en sus acordes. Metió su mano en esta y luego la cerró. Entre sus dedos había un par de inyectables. Enterró una en su muslo y luego me miró, con las mejillas sonrojadas, para que hiciese lo mismo.

Entendí a la perfección que deseaba sentir ese amor mío, ardiente y terrible, más allá de las palabras que solía ofrecerle. Nada más enterrar la aguja sentí como mi virilidad comenzaba a palpitar, por eso me lancé a sus labios tomándolo del rostro. Mis largos dedos se deslizaron hacia su nuca y cabellos, enredando sus mechones de fuego entre estos, mientras él bajaba la cremallera de mis prendas bárbaras. Había deambulado por las calles desde mi llegada, por eso aún vestía un traje negro y una camisa carmín, prendas que acabaron rápidamente esparcidas en el suelo con las suyas menos formales y mucho más juveniles. Nuestros cuerpos quedaron desnudos, a la vista de todos, y su boca se enredó en mi sexo.

Amadeo...—murmuré echando la cabeza hacia atrás. Mis largos cabellos color cebada rozaban mi espalda y hombros, mi vientre se encogía mientras mis caderas se movían y mis ojos se cerraban—. Amadeo...—decía buscando apoyo en algún mueble. Estaba tomando mi miembro de forma insaciable. Su lengua abarcaba toda la extensión de mi hombría, desde el glande hasta la base. La punta de esta, libertina y diestra, se introdujo bajo mi prepucio y sus dientes acabó tirando de este. Gemí como gimen los hombres cuando el ardor del placer los aviva, calienta y agita.

Sus ojos parecían los de un animal salvaje y parecía sonreír con satisfacción. Mi cuerpo tembló de pies a cabeza cuando al fin alcancé una mesa, muy cercana a una enorme estantería llena de libros clásicos que yo mismo le había regalado, y me doblé hacia delante hundiendo su cabeza entre mis piernas. Sus manos, pequeñas y suaves, parecían garras que arañaban, como si fuese un felino, mi vientre, muslos y costados.

Finalmente lo lancé contra la mesa que me sirvió de apoyo, mordí la cruz de su espalda y deslicé mi lengua por su columna hasta la abertura de sus glúteos. Él no tardó en tomar sus manos y colocarlas en ambas cachas, del mismo modo que yo hundí mi lengua, al igual que una daga, en su orificio. Hice que gimiera como una puta desesperada y comprobé que sus piernas estuvieron a punto de fallar.

Entonces, me incorporé y lo hice.

El fundirme con su cuerpo fue algo que jamás había logrado hasta el momento. Apreciaba como mi masculinidad se habría paso en su cuerpo, ahondando en los oscuros pasillos del placer, me hizo sentir más libre. Era una sensación extraña, pero no me impidió agarrarlo de sus caderas y notar como este se aferraba a la mesa, arañando con sus poderosas garras la superficie.

Maestro, maestro, maestro...—murmuraba en una plegaria llena de placer, para luego dejarse ir del mismo modo que yo lo hice.


Llené su cuerpo con algo más que cicatrices. Mostré cuánto le amaba con algo más que palabras. Cubrí el hueco vacío de nuestra existencia con un acto pueril como satisfactorio. 

No hay comentarios:

Gracias por su lectura

Gracias por su lectura
Lestat de Lioncourt