Archivos de Talamasca... ¡De nuevo!
Lestat de Lioncourt
El contacto con la muerte para muchos
es lejano y desagradable, aunque es algo tan cotidiano como
necesario. En nuestro cuerpo hay una continua lucha entre la vida y
la muerte. Hay células que mueren cada día y dejan su puesto a
otras nuevas. Muchos creen que empezamos a morir desde el momento de
la concepción, pues empezamos a restarle tiempo a nuestro reloj
biológico. Sencillamente no se puede concebir esta vida sin su
contrario. Las apabullantes ciudades llenas de miles de personas
tendrán sepelios cada día, las ambulancias recogerán heridos o
enfermos cada hora y las funerarias harán caja con el dolor ajeno.
Drogas, conducción temeraria, problemas de seguridad en el trabajo,
asesinatos o suicidios son tan sólo parte de algunos hijos que posee
la muerte.
Nadie quiere morir. Pocos son aquellos
que desean realmente que llegue el momento. No obstante, pocos son
tan bien los valientes que desean ser inmortales. Hay quienes piensan
que se aburrirían y pedirían su exterminio. También están los que
sienten que se confundirían terriblemente al verse al espejo sin
cambiar ni un ápice. Por eso hay muchos que han rechazado esta idea
y han olvidado que la ciencia nos está postergando. Al menos, a los
que no son inmortales del mismo modo que nosotros, los vampiros.
Si estoy contándote esto es porque me
parece interesante y necesario. Hay cientos de científicos que como
Jekyll inyectan y modifican su cuerpo, es decir, experimentan con
ellos mismos. Es peligroso, pero a veces la ciencia sólo avanza de
este modo. También hay mentes enfermas, o supuestamente enfermas,
que pasan años encerrados en centros, que para mí son
penitenciarías, para enfermos mentales y da la casualidad que esos
monstruos, esos seres terribles y deformes, no son parte de su
torturada mente. Son parte de una verdad incómoda y ellos son
sensitivos. No siempre es así, pero a veces ocurre.
Hace unos años conocí a un científico
al cual se le había tildado de loco. Estaba en su celda rodeado de
la nada, del más auténtico vacío, aunque él decía que sus viejos
pacientes le visitaban para torturarlo. Había estado experimentando
a espaldas de ellos, usando sus cuerpos aún jóvenes y sanos, porque
no entendía otra forma de avanzar. Los chimpancés se habían
quedado inservibles y las ratas no eran idénticas a los resultados
que se podía dar en el cuerpo humano. Ni siquiera los cerdos. Para
él era necesario de la confianza y fe ciega de personas enfermas, a
las cuales condenó a una muerte más rápida y dolorosa. Los
medicamentos probados eran para la tuberculosis y otras afecciones
pulmonares serias.
Quería salvar vidas usando el tiempo
restante de otras. Condenó a decenas. Y, según él, ellos le
visitaban torturándoles. Hablaba en voz baja pidiendo perdón y a
veces, que no siempre, gritaba arrepentido por sus malos actos. Sus
lágrimas parecían sinceras, igual que sus ojos llenos de miedo.
Todos creyeron que su mala conciencia le habían hecho entrar en ese
estado. No. No fue su mala conciencia.
Lestat estaba arrojado en la capilla
tras el evento con Memnoch y Pandora estaba terminando de escribir
sus memorias esa noche. Merodeaba el centro, pues estaba en las
afueras de Londres, y escuchaba a los guardias comentar sobre el
caso. Si podía inmiscuirme en Talamasca, con una seguridad más
elevada, podía rondar los pasillos de la institución como si fuese
un joven aprendiz de psiquiatría. Me coloqué una bata blanca y eché
a caminar bajo los flexos fluorescentes de los distintos pasillos.
Olía a muerte, a insalubridad, pese al aroma predominante de
antisépticos.
Al llegar a su celda abrí la ventana y
lo vi gimoteando. A su alrededor había varias mujeres, un niño y un
muchacho larguirucho. Todos le maldecían y gritaban por su muerte,
por la esperanza de vivir algunos años más, por el horror a la hora
de llegar el último estertor y este rogaba morirse. Prefería la
muerte a seguir vivo.
Los rumores eran ciertos, aunque no
como los guardias pretendían creer. Aquel hombre no estaba loco,
sino que estaba siendo carne de fantasmas. Se merecía esa tortura y
por eso yo no intervine. Sólo observé con mis ojos castaños el
dolor y la miseria que habitaban en su alma. Así que se puede decir
que la muerte se vengaba de su vida constantemente.
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