Bueno yo a ella no la conocí, pero sí al fantasma de Julien. Asumo que no era tan mal hombre, sin embargo lo quiero mejor lejos.
Lestat de Lioncourt
Fuera diluviaba. Era la segunda noche
en la cual llovía de ese modo. Temía que fuese el advenimiento de
una tragedia. Las veces que Nueva Orleans se cubría de ese modo, que
sentía la furia huracanada de una tormenta en sus calles, alguien en
mi familia moría. Aún era joven, pero recordaba como había llovido
cuando mi abuela partió en busca de una paz distinta, nueva y dulce.
Ya no tendría que escuchar a los músicos entonando como grillos
canciones absurdas para mantener a raya al Impulsor.
Estaba apoyado en la chimenea de mi
habitación encendiéndome una pipa. Sobre mi despacho había una
taza de chocolate caliente y algunos folios amontonados. Mi letra esa
noche era casi ilegible. Tan sólo eran palabras sueltas llenas de
reproche. Me culpaba a mí mismo de todo lo que estaba sucediendo en
la habitación opuesta a la mía. El pasillo se escuchaba algo
intranquilo. Una enfermera iba y venía buscando al servicio para
conseguir toallas limpias. El doctor cerraba de inmediato la puerta y
se acercaba a la cama de mi hermana. Podía escuchar en las
habitaciones restantes a mis sobrinos llorando. Debí ir a buscarlos,
subirlos a mis piernas y confesarles que todo lo que iba a ocurrir
era un milagro.
Entonces di una calada a mi tabaco y me
acerqué a mi silla, di un sorbo al chocolate y me dije a mí mismo
que era un condenado a muerte. La niña que pronto saldría de su
vientre, llorando y agitándose como un pescado recién capturado,
era mía y fruto de un incesto. Aún así sabía por Lasher que no
era la primera vez que eso sucedía.
Miré a mi alrededor cuando lo sentí
muy cerca de mí. Sonreía satisfecho. Había logrado que yo me
condenase al infierno. Aún así yo no le increpé esta vez. Tan sólo
eché mi espalda hacia atrás y pensé en mi madre, mi abuela, los
libros de la biblioteca de la vieja casa cercana al pantano, la
primera vez que asumí el riesgo de coquetear con “el diablo” y
bailar con él pagando el precio más caro...
—Ve a ver a tu hija—me susurró en
un tono que podría decirse dulce, pero también demasiado burlón.
—¿Cómo has logrado que hiciese tal
cosa?—pregunté tembloroso—. Ni siquiera me atraen las mujeres...
Siento un profundo respeto por ellas, pero...
—Deja de buscarle sentido a todo y ve
a verla. Madre e hija te necesitan—respondió marchándose.
Me quedé allí unos minutos hasta que
un relámpago me sobresaltó y escuché con más fuerza el llanto de
mi hija. No dudé en ir a verla. No dudé en asumir mi condena otra
vez.
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