Lestat de Lioncourt
—¿Qué haces? ¿Acaso estás tan
ocupado para no percatarte de mi presencia?—preguntó con marcada
insolencia.
Hacía más de diez minutos que
deambulaba por aquella cumbre escarpada. Me había subido a una de
las montañas más peligrosas de este mundo para resguardarme de
todos y todo. Sólo quería ver gran parte de la creación a mis pies
sintiendo el frío helado mi cuerpo. El infierno no es cálido, sino
frío. Es el purgatorio donde las almas se consumen en lava porque es
parte de los volcanes activos, de este mundo de caos. Es una puerta
tan sólo, una grieta, que atraviesa dos realidades. Si bien, el
Infierno no está bajo nuestros pies sino en otro plano junto al
Cielo.
—Intento ignorarte porque he
pospuesto demasiado mis labores aquí—respondí con una sonrisa.
Intentaba molestarlo, pero también
decirle una verdad incómoda. Nunca he sido bueno mintiendo. Si bien,
es cierto que jamás me he propuesto mentir. Hay quienes tienen una
habilidad pasmosa para ello, pero yo soy incapaz.
—¿Soy una distracción?—dijo tras
una carcajada que hizo eco por todo el lugar. Después sentí sus
brazos rodeándome mientras su pequeño pectoral se pegaba a mi
espalda. Su aroma me envilecía y terminaba agitando cada uno de mis
cimientos.
—Siempre lo has sido; aunque no me
quejo—susurré con una sonrisa mordaz.
—Pues ahora esto suena a
queja—contestó. Su tono de voz me hizo pensar que tenía el ceño
fruncido y los labios apretados. Se había molestado. Podía apreciar
como su alma vibraba como las cuerdas de una guitarra al ser tocada.
Sí, así vibraba.
—Padre me necesita, Samael—suspiré
pesadamente intentando girar mi rostro, pero temía ver esa mueca de
profundo desagrado en sus hermosas facciones.
—Mi opuesto, mi hermano, mi idiota
favorito... —murmuró apartándose de mí como si le quemase mi
figura—. Anda, permite que la diversión siga—dijo antes de
aparecer entre mis brazos. Era más menudo y pequeño que de
costumbre. Él podía hacer el cuerpo que quisiera, pues incluso
aparecía como mujer soberbia para encandilar a los más ilusos.
—¿Me estás tentando?—pregunté
mirándolo a los ojos. Unos ojos oscuros, profundos como la noche
misma, que rápidamente brillaron como si fueran gemas.
—Lucifer, soy un demonio ¿acaso no
debo tentar?—dijo mi viejo nombre, ese que me impuso mi creador,
para luego carcajearse.
—No eres un demonio, eres el padre de
todos—respondí.
—Soy oscuridad, soy destrucción y
creación, soy atracción y reacción... Soy...
—Eres quien me convence para que no
busque almas para salvar de este calvario—intervine a su monólogo
de Dios Oscuro, para luego escuchar como estallaba en carcajadas
tomándome del rostro con sus manos suaves, frías y de dedos
delgados.
—Rey del Purgatorio, Príncipe del
Destierro y la Luz en la Oscuridad. ¿No entiendes?—murmuró
acercando su rostro al mío, dejando que su aliento rozara mi boca y
provocara un escalofrío—. Tú eres luz en mi oscuridad, en mis
profundas oscuridades, donde aún sigo creando y destruyendo.
—Un día me destruirás a mí y a ti
conmigo—sentencié.
—Deja que disfrute de ti...—contestó
para besarme.
El atardecer rojo, como la sangre
derramada por cientos de creyentes de las diversas religiones,
parecía una llama intensa como la pasión que él liberaba. Una
pasión que caldeó mi piel y la suya. La misma que hizo que
desapareciéramos de ese idílico paraje para retozar por el prado
más cercano. La creación no fue del todo obra de Dios, como tampoco
soy el más perverso de sus hijos y el primer caído.
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Dedicado a mi Satanás
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