Recuerdo sus ojos. Parecía una hermosa
estatua grecorromana que cobraba vida, pero esos ojos delataban que
había un alma tras esos rasgos perfectos y esa piel marmórea.
Habitaba un ser que sufría aún hoy el pecado de su mala conciencia,
que poseía la virtud del conocimiento y el poder de la oratoria.
Guardaba grandes silencios, de vez en vez, y sonreía tímidamente
ante mis estúpidas intervenciones. Creo que es la única vez que he
visto sereno a Marius, pues la mayoría de las veces lo he encontrado
agitado por todos los desastres acumulados a mi alrededor. Supongo
que no he sido su mejor alumno, que el único maestro que se siente
plenamente orgulloso de mí soy yo.
Jamás pensé que podría encontrarlo
de ese modo. Él me rescató de un dolor, una pena y una agonía que
no podía dejar de sentir latiendo en mi corazón. Mi alma se
retorcía sólo de pensar que estaba solo, que Gabrielle me había
abandonado y Nicolas ya no existía. Me torturé a mí mismo con el
recuerdo de ambos, de mi familia totalmente calcinada y de mi padre
aguardando en Nueva Orleans. Todo lo que una vez había conocido se
había ennegrecido, olía a cenizas. ¡Qué estúpido! Aún existía
mis creencias, la virtud de un Don tenebroso y la verdad en cada una
de mis palabras.
Había estado pintando los muros de los
edificios, dejando constancia de mi viaje. Quería conocerle. Yo
sabía que no podía estar muerto. Armand habló de él como un
demonio virtuoso que pintaba ángeles. Un ser que poseía un don
maravilloso para la pintura. Sí, un mecenas y un artista. Un hombre
que lo había poseído todo y a la vez lo había perdido. No fue
hasta que lo conocí cuando comprendí que en tres ocasiones había
reconstruido los pedacitos que habían quedado de él.
La primera vez fue cuando era un humano
convencional y fue privado de su libertad. Para él había algo más
que la vida mundana, pues le prepararon para ser un Dios. Pero no un
dios cualquiera, los celtas lo retenían conversando con él para que
conociera sus costumbres, la religión y la supuesta verdad que yacía
bajo la corteza ennegrecida de un enorme árbol. Un dios moría, para
que naciera otro. Era ley de vida, quizá. Si bien, él se reveló y
luchó contra todos sus oponentes. Logró escapar justo después de
ser convertido en un supuesto dios, pero lo que era, sin duda alguna,
difería de la idea convencional de un ser divino. Él era un
vampiro.
La segunda vez fue aún peor. Recuperó
el corazón de una mujer que amó desde que ella era una niña, la
muchacha con la cual quiso comprometerse y nadie se lo permitió. Su
hermosa Lydia apareció para él como un rayo de esperanza, pero este
se apagó en mitad de las brumas de una tormenta terrible. Él perdió
el amor de su vida, quedando tocado de nuevo.
La tercera vez se convirtió en un
infierno de fuego. Se enamoró de un muchacho de cabellos cobrizos y
ojos almendrados. Era casi un niño cuando lo secuestraron y lo
llevaron de un lugar a otro como esclavo sexual. Él lo rescató, le
besó las heridas y sanó su alma. Estoy hablando, por supuesto, de
Armand. Un chico que le robó la cordura y que lloró cuando creyó
que se lo arrebataba un terrible veneno. Pero lo salvó, lo hizo su
hijo y lo convirtió en su mejor obra. Una obra mejor que los frescos
y lienzos que pintaba noche tras noche. No obstante ese paraíso
quedó reducido a cenizas, humo y dolor cuando Santino, su enemigo y
líder de una secta religiosa para vampiros, se lo arrebató todo.
Sin embargo, ahí estaba. Me salvó la
vida, me llevó a su casa, me abrazó y besó como si fuera un padre
amoroso. Vio en mi la fuerza que él tenía. Todas esas heridas que
le habían convertido en un monstruo no estaba, pues había sanado y
recuperado su belleza. El fuego era sólo un recuerdo doloroso. Quise
besarlo durante toda la noche, como un niño inocente, pero él
prefirió contarme parte de su vida.
Por eso aún recuerdo esos ojos
clavados en los míos... Sólo por eso...
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