Todos sabemos que el instrumento, junto con alguna joya, apareció tras un falso muro en la vieja habitación de Julien... ¿pero hemos escuchado alguna vez la versión de su fantasma? No.
Lestat de Lioncourt
Llovía vorazmente como si jamás
hubiese caído una gota. El cielo se había cubierto de una densa
oscuridad. El murmullo de los árboles agitando sus ramas, de los
carruajes pasando por la avenida y la vida, toda la vida de esa
ciudad, se convirtió en un susurro grotesco de rezos y cánticos.
Estaba en mi cama y observé la lluvia. Me pregunté si estaba a
punto de morir o ya había muerto. Si bien, lo supe cuando él
apareció lloroso, con el pelo negro y rizado tan revuelto como el
mío, con esos ojos azules tan llamativos y un rostro familiar. Él
era yo, yo era él. Era como mirarse a un espejo.
—Está muerto—anunció.
—Bien, bien—respondí.
—Estás mojándote ahí fuera—susurró
de improviso.
Entonces me di cuenta que la ventana
estaba ligeramente abierta y mi cuerpo estaba doblado hacia fuera,
con los brazos colgando hacia el suelo y el pijama empapado. Él no
era el hombre anciano en el que me había transformado con el paso
del tiempo, sino el joven apuesto y diligente lleno de sueños que yo
había sido. Me pregunté cuántos sueños dejé atrás por adularlo,
por convencerlo, por escucharlo, por no molestarlo y por miedo. Por
el miedo que todos sentimos en nuestros pechos agitándose, como una
palmera en mitad de un huracán. Deseé volarme la tapa de los sesos,
pero yo ya estaba muerto. ¡Cuán cruel la ironía! ¿Era esa la
desesperación de los muertos? ¿De aquellos que acaban de morir?
Me pregunté cómo acabaría aquel
libro, el que estaba en mi mesilla desde hacía casi una semana, y si
algún personaje moría trágicamente al final de este. Los buenos
libros son los que poseen las cosas fundamentales de la vida, y la
más fundamental es la muerte. Suspiré acomodándome en la cama,
como si realmente estuviese sobre ella, cerré los ojos arropándome
porque tenía frío, y entonces escuché el griterío de mi familia.
El llanto de Stella me sobresaltó, pero entonces no pude moverme.
Cuando el control sobre mí mismo regresó ya habían pasado décadas,
ella estaba muerta y mi victrola estaba sobre mi vieja mesa haciendo
sonar mi disco favorito.
—¿Y dices que pertenecía a Julien
Mayfair?—preguntó un hombre de unos cuarenta años, tez
ligeramente bronceada por trabajar duro bajo el sol, con una voz muy
viril, unos ojos intensamente azules y un porte similar al de mi
padre. Creí estar viendo la fotografía que mi madre, incluso en sus
peores momentos, observaba quizá preguntándose cómo no pudo amarlo
como él lo hizo.
—Sí, Michael—suspiró una anciana
tocando ligeramente el borde de aquella joya—. Aún puedo verlo
moviéndose de un lado a otro bailando esa música.
—Abuela Evy, ¿es cierto que Julien
murió aquí?—dijo una adolescente de ojos verdes intensos, tan
hermosos como las esmeraldas, y un cabello de fuego típico de una
bruja poderosa. Tenía la nariz salpicada de graciosas pecas y poseía
la figura de Stella, Evelyn y todas las mujeres, todas las chicas
jóvenes, de la familia que yo amaba, adoraba y cuidaba de ese
maldito desgraciado de Lasher.
Mi corazón dio un vuelco. Había
llamado abuela a esa anciana, pero sobre todo la había llamado
“Evy”. Mi Evelyn estaba consumida, olía a muerte y naftalina.
Sus ojos, llenos de vida en otro tiempo, parecían apagados y estaban
llenos de arrugas. ¿Dónde estaban sus hermosas y largas pestañas?
¿Qué había pasado con su sedoso cabello? Ahora parecía áspero y
era blanco como la nieve.
—Has hecho un buen trabajo aquí—dijo
ella suspirando largamente—. Lamento mucho lo de tu mujer.
—Rowan volverá, volverá—respondió
con esperanza, pero también con dolor.
—Tío Mich, ¿si no vuelve puedo
cuidarte yo?—preguntó la pelirroja.
—Tú siempre podrás cuidarme, Mona.
¡Mis descendientes! ¡Supe que eran
mis descendientes! No necesitaba pruebas genéticas. Verlos a ellos
era ver a todos los brujos y brujas de la familia. ¡Dios santo! Creo
que me volví loco en ese momento y di gracias a desvanecerme justo
antes que la joven, esa muchachita de llamativos cabellos cobrizos,
se diese la vuelta para verme a mí: un fantasma lloroso.
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