Recuerdo cuando besé tu rostro por
primera vez después de aquel escalofrío al contemplarte. Eras una
de esas bellezas extrañas que ni siquiera necesitaban maquillaje
para dar profundidad y belleza a tus ojos, marcar tus pómulos o
realzar tus labios. Tenías el cabello corto, ondulado perfectamente
como si tuvieses una estrategia sobre ello, y era dorado. Te veías
hermosa con aquella ropa seria, simple y oscura a pesar que deseaba
contemplar tu cuerpo sin atadura alguna.
Supongo que era el poder de una bruja
lo que tanto pánico y alerta me provocaba, sin embargo me enamoré
profundamente y sentí que era la primera vez que me quedaba atónito,
hechizado, preocupado y desesperado ante un ser humano. Sin embargo,
tú no naciste humana y la doble hélice dormida en tus genes lo
demostraban. Habías parido dos de esos monstruosos niños que
caminan.
No era la primera vez en la cual nos
teníamos cerca, pero sí era la primera vez en la cual nos
presentábamos como dos seres arrebatadoramente hermosos como si
fuéramos ángeles. Los mismos ángeles que caían en los infiernos
más apetecibles. Nos contemplábamos como si fuéramos de escarcha y
tuviésemos miedo de caer derretidos por el calor que sentíamos.
Te besé. Cubrí tu rostro de besos.
Incluso quería besar tus orejas. Besé cada trozo de tu rostro y tus
manos. ¡Ah! ¡Besé todo lo que pude a la mujer más increíble que
jamás había conocido! Caí postrado ante ti y me pregunté que era
eso que sentía. Por primera vez habían dejado mudo y atónito al
vampiro que yo era. ¡Y qué vampiro era y sigo siendo! Comprendí quizás entonces, aunque algo tarde y tras siglos, que era el amor más puro que jamás podría sentir.
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