Amor puro
—¿De modo que ahora dejaré de verte?—preguntó—. ¿Te marcharás lejos de mí?
—Quizá de vez en cuando—respondí—, pero nunca durante mucho tiempo. Velaré por ti, Rowan. Puedes contar con ello. Y llegará una noche en que podremos compartir la sangre. Te lo prometo. Te entregaré el don oscuro.
Me puse en pie. Tomé su mano y la ayudé a levantarse.—Debo irme, amor mío. La luz es mi enemigo mortal. Ojalá pudiera contemplar contigo el amanecer. Pero no puedo.La abracé súbita y violentamente, besándola con inusitada voracidad.—Te amo, Rowan Mayfair—dije—. Soy tuyo. Siempre seré tuyo. Nunca estaré muy lejos.—Adiós, amor mío—murmuró Rowan. Una leve sonrisa animó su rostro—. ¿Me quieres de veras?—musitó.—Con todo mi corazón—respondí.
Recordar estas líneas que yo mismo
escribí, con mi puño y letra, me hace recordar que los límites de
Blackwood Farm fueron durante un tiempo los límites de mi alma. Me
sobrecogía la sola idea de verla envejecer pues no estaba preparada
¿o quizás era yo quien no estaba aún acostumbrado a amar de esa
forma? Un amor tan puro podía desintegrar cualquier creencia y
humildemente estaba desencantado con el mundo, pero ella hizo que
todo se convirtiera en algo más intenso y profundo. Supongo que
quería meditar mis motivos y aceptar mis errores.
Los siguientes años fueron trágicos.
Vivía con David y Louis. Ambos parecían haber cambiado radicalmente
desde que Merrick falleció. Louis parecía más oscuro, frío y
terco que nunca. Ya la soledad no le daba ese encanto que tanto
maldecía, sino que era un cínico y un mentiroso letal. Meditaba sus
actos como antes, pero ya no era un ser tan reflexivo sino más bien
un imbécil que subyugaba a todos con su belleza y poder. David, en
cambio, estuvo meses intentando aceptar la muerte de la mujer que
había amado. Aún creo que se repone. Supongo que la eternidad te
muestra el camino hacia una existencia con sinsabores mucho más
intensos que cuando estás vivo. Él ya los conoce bien y ahora los
degusta despacio, meditando sobre sus años en Oak Heaven y como
director de la organización de detectives de lo sobrenatural llamada
“Talamasca”. Pero ese no es el asunto que nos ocupa. El asunto
que nos centra en la historia es mi promesa.
Había conocido los secretos de una
familia que dominaba gran parte de los negocios y las finanzas en la
ciudad. Mi hermosa New Orleans rendían tributo a los Mayfair desde
que llegaron invadiéndolo todo con su encantador discurso de poder,
su elegancia y sobre todo con la belleza de todos y cada uno de sus
miembros. Julien Mayfair seguía apareciéndose, aunque de forma
menos intensa, y era Stella quien reía como loca a veces cuando
encendía mi equipo de música. Me acostumbré a ellos como me
acostumbré a los dolorosos recuerdos de Rowan.
Rowan me había mostrado un lado que yo
desconocía. Abrió la caja de los truenos dispuesta a romperme el
corazón dejándome allí, deseando ver aquel amanecer a su lado y
porque yo se lo pedí. Pude contemplar a la mujer que amaba durante
algunos años. A veces la visitaba si importarme nada en absoluto. Su
esposo se encontraba dentro de la mansión, observando furioso mi
entrada triunfal. El amor de ambos se había disipado y quedaba en
ella un cariño, respeto y comprensión hacia Micahel Curry.
Dejen que les diga que no tengo nada en
contra de Michael. Incluso admiro a ese hombre. Él logró sacar la
belleza escondida de aquella mansión y la restauró antes que se
consumiera en el olvido. Un hombre cuyas manos pueden ser
consideradas la de un dios por su bondad y milagros con la madera. No
puedo decir nada malo de él. Cuidó a Mona durante los años que
estuvo postrada en una cama, amó a Rowan con todo su corazón y
permitió que el misterio de los Taltos fuera desvelado en medio de
una tormenta de dolor que casi le hizo sucumbir. No. No puedo odiar a
un hombre cuyos rasgos me recuerdan a los de mi hermanito, aunque
mucho más varoniles y robustos. Imposible. No puedo. He intentado
hacerlo pero no he podido. Soy nulo para odiar. Ni siquiera odio a
todos aquellos que se quejan insufriblemente todavía por mi ida y
venida de los infiernos. Aún así, creo que él sí ha llegado a
odiarme. Supongo que es algo que no se puede controlar. Él tiene
motivos, pero no yo.
Durante algunos años estuve
visitándola con asiduidad. Una o dos veces al mes, a veces incluso
algo más. No quería importunar ni romper su calma. Ella era
importante para mí, pero sabía que Mayfair Medics era tanto o más
importante que yo. Su trabajo siempre la había apasionado, incluso
antes de conocer su verdadero poder. Solía enviar ramos de flores
diversas, a veces tan sólo rosas, para que ella supiera que la
extrañaba y que vigilaba de cerca sus progresos, sus interesantes
investigaciones y su felicidad.
—Otra vez vienes de ver a esa
bruja—me había dicho cierta noche Louis.
—No la llames así—respondí
indignado.
—Es lo que es—dijo sin mover ni un
músculo. Su libro de Kafka ocultaba parte de su rostro, hasta sus
cejas perfectamente delineadas, mientras sus cabellos negros y
ondulados caían en libres cascadas sobre sus hombros rozando su
chaleco y camisa.
—Tú lo haces con tono despectivo—mis
ojos brillaban llenos de ira.
—¿Has visto a tu joven amigo? Ese
muchacho que vive en el pantano rodeado de caimanes—preguntó David
reclinado sobre el bureau plat que usaba como escritorio.
Antes de proseguir dejen que les hable
de ese mueble. Amaba ese mueble. Era una mesa rectangular que servía
como escritorio y a su vez era un elemento decorativo en sí. Tenía
una marquetería impresionante y poseía acabados en bronce y
sobredorados en patas, cajones y perfiles. ¡Ah! ¡Qué maravilla! Me
costó casi un año hallar con uno en tan buen estado. David, Louis y
yo mismo disfrutábamos de aquella joya.
—Hoy no—dije con una leve sonrisa
de enamorado.
—Fue a ver a esa imbécil. Seguro que
la contempló tras el vidrio y susurrándole poemas de amor que ni
siquiera sabe apreciar—aquello me hervía la sangre y en ocasiones
me hacía desear haberlo dejado carbonizado—. Olvídalo. Sólo
haces el ridículo.
—¡Tú si que eres ridículo!—grité.
Aquella noche Louis y yo discutimos. El
bureau salió ardiendo, junto a importantes documentos de David, y
los tres decidimos que era el momento de abandonar la convivencia.
Louis se alejó de mí precipitadamente, sin echar la vista atrás y
juró que no volvería a dirigirme la palabra. David decidió recoger
sus cosas mientras me echaba largos vistazos. Sabía que no me odiaba
ya aunque admito que también tenía conocimiento de su negativa a
ver como me destruía por un amor que no sabía soportar, que quería
a su vez y que podía ser una llama en medio de la oscuridad que
quemara mi alma.
—Amas a una Mayfair—dijo claro y
tajante—. Las Mayfair pueden amarte y desearte. Una Mayfair puede
llevarte al culmen de la felicidad. Sin embargo, también te recuerdo
que salvo sonadas excepciones, como la de Beatrice Mayfair, las
mujeres Mayfair se casan con hombres Mayfair. No hay más.
—¿Por qué eres así?—pregunté
molesto.
—Intento que los pájaros que tienes
se vayan rápido—explicó.
Después de aquello quedé solo. La
casa se hacía cada vez más insufrible. Me dolía decir que
extrañaba a Louis y sus palabras de odio arremetiéndose contra mí,
hundiéndome y avivándome a la vez. Quería llorar y lo hice. Las
siguientes noches las pasé llorando junto a los restos de bureau. Al
tercer día, cuando me sentí menos dolido, decidí tomar un baño e
intentar hundir en la bañera todos mis pensamientos. Deseaba que se
ahogaran, pero acabaron flotando.
Encerrado en aquel baño rodeado de
espejos, grifos de oro y losas de mármol recordé todas mis
vivencias. Intenté pensar si amé tanto a Louis como lo hacía con
Rowan y finalmente llegué a la conclusión que eran dos amores
distintos. A Louis lo amé de forma egoísta, pero con Rowan no pude
serlo.
—Lestat, mon fils—escuché
girándome hacia el fondo del pasillo.
Allí estaba él con su traje blanco
perfecto, sus cabellos canos y su sonrisa burlona que a veces se
asemejaba a la de un gato. Sus ojos eran profundos, a pesar de ser
claros. Era rematadamente atractivo aunque se apareciera con unos
setenta años. Podía haber elegido cualquier momento de su vida,
pero él rondaba siempre los sesenta o setenta años. Tal vez porque
era el momento vital en el cual tuvo más poder y quizás también
felicidad.
—No estoy de humor para
soportarte—dije alto y claro.
—Tú nunca estás de humor para mis
visitas—comentó caminando hacia el baño mientras yo echaba la
cabeza hacia atrás en el borde.
Sus pasos se podían escuchar por las
losas de mármol blanco. Creo que era una representación demasiado
viva. No sabía aún porque seguía buscándome y atormentándome.
Comprendía que estuviera disgustado porque Mona no se fue con él,
pero debía comprender que de haber estado en su lugar él también
me hubiese pedido estar vivo, joven y fuerte para siempre.
—Abandona tu desdicha—susurró
tomando asiento en la silla que siempre tenía en el baño.
Siempre he tenido una silla en ese
baño. Tal vez porque carece de percheros suficientes para dejar mis
prendas limpias. No lo sé. No es algo que tenga porque destacar
demasiado.
—Prometí que la visitaría y
vigilaría—dije dejando que mis rizos cayeran sobre mi frente al
intentar incorporarme para verlo.
—Tus extrañas y estrafalarias
visitas sólo provocan que la deses aún más—comentó cruzándose
de piernas de forma elegante y masculina. Sus ojos eran un desafío.
A veces no soportaba verlo por la sola
idea de saber que era sólo humo. No podía palparlo ni sentir sus
manos. Sin embargo era real. Para mí al menos era tan real como el
agua que calentaba mi frío cuerpo y la punzada de sed que sentía
recorriendo de pies a cabeza.
—No quiero que crea que le he
mentido—dije haciendo una breve pausa mientras intentaba no romper
a llorar—. Realmente la amo—mi voz se quebró en esa frase y mis
lágrimas volvieron a bailotear por mis mejillas hasta mi garganta.
—Pero ella no te ama a ti—comentó
con un tono indiferente.
—¿Por qué dices eso?—pregunté
girándome del todo hacia él.
—Sigue en First Street porque la
nueva heredera así lo ha decidido y porque ella ha aceptado. Está
vinculada a la familia y a su esposo. Deja de atormentarla y
atormentarte a ti mismo—cuando uno es inmortal cree que nada le
hace daño, pero esas palabras fueron como profundos cortes en mi
cuerpo—. Mon fils, la vida para ti es larga pero para ella es
corta. Permite que viva tranquila sin tu presencia.
—¿Me estás llamando incordio?—no
me asombré en absoluto por sus palabras, pero sí por la forma en la
cual se desenvolvía con aquel encanto—. ¡Demonios! ¡Tú me estás
llamando incordio!—vociferé escuchando entonces cierta
reverberación. Él sonrió ante el fenómeno y jugueteó con sus
dedos sobre sus piernas. Tenía un toque reflexivo, pero sin duda se
estaba divirtiendo de lo lindo.
—Es una forma rápida de definir lo
que eres—dijo encogiéndose de hombros.
—¡Eres tú quien se presenta sin ser
invitado!—grité furioso.
—Admite que le doy un toque
encantador a tus noches—su sonrisa se ensanchó haciéndome enojar
todavía más.
—¡Eres insufrible! ¡Vete de aquí!
¡Vete con el demonio!—dije agitando los puños en vano, pues sólo
se burlaba y disfrutaba viéndome de esa forma.
—¿Desde cuando un aspirante a santo
blasfema de ese modo?—preguntó levantándose de la silla para
pasear con elegancia por el baño.
—¡Olvídame!—no podía contener mi
ira. Era imposible de contener.
—Olvídate de Rowan—susurró
sosegado—. Permite que sea feliz a su modo.
—¿Feliz?—murmuré frunciendo mis
cejas mientras me aferraba al borde de la bañera.
—Dices amar de forma pura—hizo un
dramático silencio acercándose hasta donde me encontraba, justo al
borde, y se inclinó para que viera bien su rostro con aquellas
arrugas producto de su expresividad. ¡Ah! Hubiese deseado que fuese
horrible y grotesco para no tener en cuenta sus palabras. Pero era
profundamente atractivo y su presencia a veces era aceptable—.
Entonces, permite que sea feliz—se incorporó acomodando el pañuelo
de su ojal y empezó a disiparse su imagen—Deja de buscarla,
Lestat.
Cuando se fue quedé en silencio
acompañado nada más por las suaves luces del baño, con el espejo
empañado, la ventana abierta hacia la ciudad que se hallaba en
primavera y con aquella espuma que habían hecho las sales de baño.
Olía a magnolias, jazmín y rosas. Podía sentir el Jardín Salvaje
llamándome para otra aventura fuera de New Orleans. Tenía que
marcharme y dejar todo atrás para reencontrarme y quizás olvidarme
que existía una mujer que me había secuestrado el corazón.
Pasadas unas noches me encontraba en
New York persiguiendo algunos delincuentes y hundiéndome en los
suburbios. Después estuve en distintos países que aún no había
visitado. Me dejé extasiar por los grandes museos, leí sobre
avances científicos y vi la televisión en más de diez idiomas
distintos. Los libros fueron buenos compañeros de viaje cuando
decidía usar el transporte público para comprender el motivo de las
quejas más mundanas. Y tras dos años regresé a New Orleans.
Nada había cambiado. Era como si ni
siquiera hubiese ocurrido mi partida. Mi vivienda seguía igual
aunque con alguien más. Louis había regresado y decidí que volver
a ser compañeros no era tan insoportable. David me había estado
mandando correo desde Londres. Decidió estar cerca del universo al
cual siempre perteneció y en contacto con Yuri Stefano, el cual
según él era el último amigo humano que poseía. Tarquin y Mona
seguían discutiendo cada noche. El resto de mortales los fui
visitando, viendo con mis propios ojos y conversando con ellos
aquellos días. No obstante nada más regresar sentí la bofetada
directa de los Mayfair.
Julien apareció nuevamente ante mí.
Tras el suceso en mi baño no me había honrado con su presencia. Tan
sólo fueron unos minutos quizás recordándome que no debía
acercarme a Rowan o tal vez recordándome mi amor por ella. Fuese
como fuese unas noches más tarde desaparecí. Louis quedó en la
vivienda leyendo pausadamente tumbado en uno de los sofá y yo salí
a buscar a la mujer que amaba.
—¡No!—gritó Julien
interponiéndose entre la entrada a la mansión y yo.
—¡Sí! ¡Maldita sea! ¡Sí! ¡Voy a
verla!—dije sintiendo como tiraba de mis ropas, pero era sólo aire
para mí.
Entré en el jardín sintiendo los
dondiegos en flor. Era verano, por si no lo he comentado, y vestía
como un chiquillo más en aquella ciudad sin Dios. Unos tejanos, unas
botas bajas de punta en color oscuro, camiseta negra sin adornos y el
pelo revuelto. La humedad era insoportable así que había comenzado
a sudar, aunque eran tan sólo gotitas de sudor que a penas se
apreciaban.
—¡Rowan!—grité por el camino de
gravilla—¡Rowan!
Las luces del dormitorio de invitados
rápidamente se encendieron. Dolly Jean apareció abriendo la ventana
para verme mientras se apoyaba con cuidado. Una mujer que parecía de
hierro pese a su alcoholismo. Llena de vida, como una niña, con una
sonrisa radiante.
—¡Se lo advertí! ¡Sabía que
volverías!—dijo apartándose de la ventana mientras escuchaba
cierto escándalo.
—No—escuché por parte de Julien—.
Ella lo ha superado.
—¡Un cuerno!—grité golpeando el
aire mientras me aproximaba a la puerta que abrió súbitamente
Michael Curry.
Había envejecido. Tenía algunas canas
más y su expresión se había vuelto más fría hacia mí. Sabía
que me odiaba y no me esperaba. Posiblemente había vivido tranquilo
al respecto. Seguro que estaba embutido en sus nuevos proyectos de
remodelación de alguna de las casas de barrios más humildes o
simplemente leyendo por distracción. Él no tenía puesto pijama,
pero sí ropa cómoda de esa que te pones para estar por casa.
—¿Qué vienes a buscar?
Márchate—dijo mirándome con aquellos poderosos ojos azules.
—A Rowan—respondí con franqueza.
—Márchate—volvió a decirme
aquello pero con mayor firmeza—. ¡Largo!
La puerta se cerró en mis narices
cuando quise tocar el pomo. Me quedé allí de pie mirando la
cerradura y deseando que ella la abriera. Sabía que estaba al otro
lado. Podía sentir su presencia. Estaba allí. Posiblemente le había
pedido a él que me echara o quizás era cosa suya. No quería leer
sus mentes porque era ser un ingrato con ellos.
Escuché claramente una discusión y
después silencio. Sus pasos hacia la puerta me hicieron sentir como
un niño que está a punto de ser descubierto en una travesura. Sí,
ese nerviosismo insano y agradable a la vez. Un cosquilleo que me
hizo temblar. La puerta se abrió, quise hablar pero lo que tuve de
regreso fue un fuerte bofetón por su parte y un nuevo portazo.
Esa noche regresé sin ánimos mientras
Julien reía a carcajadas. Se destornillaba por mi dolor y paseaba a
mi lado con elegancia y las manos metidas en los bolsillos. Las luces
de la ciudad se veían como luciérnagas erráticas y cosmopolitas.
El calor era insoportable, o quizás la humedad, y el zumbido de los
insectos como los grillos creaban cierta magia. Noche de primavera y
desolación, así podía titular este capítulo de mi vida, que me
hizo arrastrar por las calles las botas mientras intentaba no llorar.
Al llegar a casa me encontré a Louis
mirándome con aquellos ojos acusadores, saboreando las palabras
venenosas que podía ofrecerme y la crueldad de sus caricias. Dejó a
un lado el libro que leía, se acomodó el cabello dejando que rozara
su camisa blanca de puro algodón y me abrazó. Permití que su
rostro se hundiera en mi cuello y me besara como una quinceañera,
para después escuchar en un susurro su cruel sentencia.
—La amas más que a mí. La amas más
que a ti. La amas como yo te he llegado a amar. ¿Ves el dulce
castigo de la vida? Tú sufres todo lo que yo he sufrido como regalo
y a consecuencia de todos tus estúpidos actos—dijo apartándose de
mí para luego echar a caminar de nuevo hacia su sofá y recitar un
poema que para nada había sido escogido al azar.
“Mírame.
Estoy derrotado de nuevo.
No he sabido jugar, lo siento.
Sé que al demonio se lo debo.
Mírame.
Hundido en la miseria del ayer
y loco por querer tocarte
pero a sabiendas que es veneno su piel.
Mírame.
Ya no puedo amarte ni quererte
porque tú me odias desde lo profundo
como si fuera la propia muerte.”
Quise odiarlo. En realidad deseé
destruirlo. Tal vez debí hacerlo. Siempre pienso en hacerlo y
después recuerdo los momentos que hemos vivido. Es un maldito cínico
y un hipócrita calculador. Sabe jugar bien sus cartas y mostrarse
con una belleza superior a la de cualquier otro. Tan humano en
apariencia y con un alma perra.
A la noche siguiente busqué a la
persona que se había hecho cargo de Mojo. Tenía descendencia y
posiblemente varios cachorros. La chica que me vio dijo recordar que
su madre cuando era joven vio a mi padre, pues no podía decir que
era el mismo tipo que dejó ese perro a su cuidado, y que ambos nos
parecíamos según recordaba como ella le narraba el hombre que se
marchó llorando sangre.
—Sí, mi madre se acuerda de su
padre—dijo con una bonita sonrisa—. ¿Qué desea?
—Me gustaría quedarme con un
cachorro—comenté—. Seré responsable—aseguré.
Ella decidió dármelo y le puse Mojo.
Era Mojo II, pero teniendo en cuenta el tiempo que había pasado
decidí que tan sólo sería Mojo. Simplemente Mojo. Él me daría
suerte y consuelo. Al menos me daría una excusa perfecta para
pasearme frente a First Street. Pasear a mi perro, dejar que los
buenos tiempos volvieran a mi mente o quizás tan sólo buscarlo
porque se había perdido. Sí, una excusa y a la vez una necesidad.
El verano llegó y se marchó sin
novedades. Rowan no me perdonaba en absoluto el haberme ido sin
siquiera una nota. Ni siquiera me di cuenta de ese error. No me había
despedido. Simplemente me esfumé. Dejé de mandarle chocolates,
escribir poemas o simplemente mandar una rosa o varios ramos a su
despacho. Era como si me hubiese tragado la tierra. El gran Lestat
dejó sólo recuerdos o quizás ni eso.
Era invierno cuando decidí abrigarme
bien en medio de una ventisca. Estaba a punto de empezar a llover.
Michael no estaba. Posiblemente había ido a San Francisco a buscar
inspiración o simplemente para despejarse. Ella estaba sola en casa.
Dolly Jean no estaba allí. Sola. Repito estaba sola. Era mi
oportunidad de oro.
—Vete—dijo apareciendo de la nada—.
Te va a echar.
—Hazle caso al tío Julien—la voz
alegre de Stella me cautivaba igual que su imagen.
—Dejadme en paz—dije aproximándome
a la casa con grandes zancadas.
No tuve llamar porque ella abrió.
Posiblemente me sintió o escuchó como les hablaba a ese par de
fantasmas. Cuando la vi, porque en la anterior vez no logré verla
demasiado bien, me sobrecogí. No había logrado verla tan de cerca
desde la última vez. Ni siquiera sabía cuantos años habían pasado
ya.
—Han sido cuatro años—dijo
mirándome con aquellos ojos que tenían ciertas arrugas.
—Rowan...
—Olvídate de zalamerías y ve al
grano—comentó buscando una cajetilla de cigarros en su bata, la
cual estaba mal abrochada, para encenderlo frente a mi cara y darle
una calada—. Dilo rápido.
—Serás feliz me dijo la vida, pero
primero te haré fuerte—respondí.
—Bonita frase ¿es tuya?—interrogó
con un tono monocorde y frío, por no decir gélido.
—No—negué con la cabeza aunque no
era todo lo que tenía que decir.
—Como suponía vienes con
zalamerías—tomó el pomo de la puerta para cerrarla y supe que me
cerraría perdiendo la oportunidad.
—¡Espera!—grité colocando la
palma de la mano derecha sobre esta.
—¿Qué?—dijo altiva.
—Serás feliz me dijo la vida, pero
primero te haré fuerte. Y sin duda me hizo fuerte. Tuve que
comprender que era la muerte para entender el milagro de la vida. La
oscuridad me rodeó y me iluminó la tragedia. Soporté la soledad,
acepté la muerte de aquellos que amé alguna vez y tuve que caminar
por ciudades desconocidas—apreté mi puño izquierdo mientras ella
me miraba.
Esos ojos grises que parecían
arrancarme el corazón y retorcerlo, el humo del cigarro entre sus
largos dedos y esa pose insufrible de mujer firme, cautivadora y que
me retaba. Me estaba retando. Me retaba a decir todo lo que sentía
para quizás romperme en mil pedazos.
—Creí saber que era el amor, el
calor de la familia y una vida cómoda—me encogí entonces de
hombros y seguí hablando—. Sin embargo mis ansias de conocimiento,
mi deseo desesperado por la aventura y los acontecimientos más
trágicos me mostraron que todo es efímero y que la fortuna no dura
más de unos años—pude ver en ella un quiebro, pero se mantuvo
firme cosa que me quebró a mí.
—Hay que ser infeliz para saber
valorar una sonrisa. Y tú, Rowan, has sabido valorar la mía tanto
como yo he aprendido a valorar la tuya. Lamento que estos años no
haya podido verla y te haya causado tan sólo miserias—dije notando
como Stella me miraba en silencio pero Julien no dejaba de
murmurar—¡Cállate ya maldito!—grité girándome hacia él.
—¡Cállate tú!—respondió.
—¿Y eso también es de otro?—dijo
acomodando su bata.
—No, eso es mío—dije dejando que
algunas lágrimas salieran sin poder controlarlo.
—Ensayado. No olvido que fuiste actor
como me dijiste una vez—comentó con frialdad.
—¡Maldita sea Rowan! ¡Son cosas que
me han salido ahora!
—¡Pero no te salieron cuando tuviste
que irte!—ahí estalló rompiendo ella a llorar.
—Rowan te amo—intenté acercarme
pero retrocedió y cerró la puerta—. ¡Cariño no me iré! ¡Aunque
tenga que ver el amanecer calcinándome de nuevo!
Permanecí allí gritando su nombre y
provocando que algunos vecinos acudieran. No iba a calmarme ni
callarme aunque viniese la policía. Podía incluso escribir un libro
si me llevaban a calabozo: La increíble historia del vampiro preso.
Ya veía el titular. Sin duda una historia de dolor para mí y que
arrancaría una carcajada a más de uno. Así sois de miserables.
Seguro que os estáis riendo por como me cierra la puerta. Seguro.
Estoy convencido de ello.
Pero, mucho antes de alertar a la
policía, me abrió la puerta y se alejó marchándose hacia la
planta superior. Yo la seguí cerrando la puerta mientras la
perseguía completamente hipnotizado. Aunque podría decir que iba
igual que cualquier idiota que está enamorado. Sí, igual que un
perro faldero contento y feliz porque su ama le dejará estar sobre
sus rodillas.
Entró en el dormitorio que compartía
con Michael y se sacó la bata. La bata no lo he dicho pero era de
algodón algo gruesa, como si fuera un albornoz. Pero bajo ella sólo
había un sujetador que recogía sus pechos con un encaje muy
detallado, lleno de flores con diversa ornamentación, y un tanga a
juego en color negro. Sí, su ropa interior era negra y en esa piel
clara destacaba.
Quedé bajo el marco de la puerta
mirándola como un adolescente. Mis ojos observaban su hermoso
conjunto y ella parecía mirarme con el amor de otros tiempos. A
pesar que habían pasado algunos años su cuerpo estaba firme y
terso. Ella no dejaba de hacer ejercicio y de cuidarse para
mantenerse de esa forma, tal vez esperando mi promesa o quizás mera
vanidad.
Me aproximé a ella tomándola entre
mis brazos. La estreché con cuidado como si fuese a romperse y besé
sus clavículas. Ella llevó sus manos a mis cabellos acariciándolos
mientras notaba el tacto de mis ropas de cuero. Había decidido ir
como si fuera un joven común, sin uno de mis hermosos trajes. Sólo
llevaba la chaqueta de cuero con forro de cordero, un jersey negro
con cuello tortuga y unos tejanos oscuros con unas botas militares.
Vestía como un idiota de no más de veinte años, lo cual con
sinceridad aparento.
Ella jugaba con sus dedos entre mis
cabellos y dejaba que sus labios rozaran mis pómulos. Quería
arrancarle la escasa ropa que llevaba, pero había estado tanto
tiempo sin ella que necesitaba recrearme. Mis dedos jugaron con el
borde de su tanga tirando del elástico antes de hacerlo caer,
deslizándolo hasta sus tobillos. No me fijé hasta ese momento que
estaba descalza y se podían ver sus bonitos pies. Sin embargo lo que
más me llamaba la atención eran sus senos. Deseaba beber de ellos.
Morder su pezón y succionar un poco de su sangre.
—Necesito morderte—dije acariciando
su vientre mientras notaba la pesada mirada de Julien.
—Hazlo—me invitó con un suave tono
de voz seductor y enloquecedor. Tenía una voz con un timbre a veces
algo masculino debido a su dureza y temperamento, pero en la cama
podía desarrollar una forma muy sensual.
Sus cabellos habían crecido y ya no
eran tan cortos. Caían sobre sus hombros en ondas perfectas. Tenía
un aspecto de Venus salida del mar insufrible para cualquiera que
quisiera permanecer sereno. Y sin medirme, pues no acostumbro a ello,
le arranqué el sujetador y mordí su pezón derecho para tomar unas
cuantas gotas de sangre. Se quejó en un principio, pero terminó
gimiendo allí mismo.
Cerré su herida con unas gotas de la
mía y seguí estimulado aquella zona tan erógena. Mi mano izquierda
agarraba su otro pecho acariciándolo, pellizcando el pezón y
dejando caricias suaves. Ella mientras caminaba hacia atrás
llevándome hacia la cama, tropezando con el borde y permitiéndome
caer en la cama sobre su cuerpo. Esa figura delicada de proporciones
perfectas me estaba excitando.
Tomó mi zurda y la llevó a su sexo,
el cual no tenía ni una muestra de su vello púbico, para que lo
acariciara y hundiera dos de mis dedos en ella. Su largas piernas se
abrieron mientras con mi mano derecha la rodeaba por la cadera,
levantándola un poco del colchón y permitiendo acomodarla sobre
éste. Sus manos fueron rápidas e intentaron tirar de mi cinturón y
terminar quitándomelo.
Me dejé desnudar mientras su mirada y
sus jadeos me convertían en algo similar a un zombie. No podía
pensar con claridad porque mi mente estaba revuelta, llena de
recuerdos y lujuria. Mis dedos la estimulaban acariciando su clítoris
y hundiéndose a la vez en su vagina, pues de aquellos dos dedos
iniciales terminaron siendo tres.
Ni siquiera me fijé en lo hermosa que
estaba la cama con aquel edredón rojo de plumas, pues tan sólo la
veía a ella. Quería hacerla mía de una vez. Sin embargo me apartó
para quedar de nuevo de pie y quitarme el resto de las prendas. Mis
ropas quedaron desperdigadas por la habitación aunque estaba más
pendiente a sus ojos grises, sus rosados pezones y su depilada
vagina.
De inmediato se arrodilló frente a mí
tomando mi sexo con su mano derecha para masturbarme, deslizando
suavemente sus dedos desde la base a la punta y luego desde la punta
a la base. Pellizcaba el glande apretándolo, rozándolo con sus
labios con pequeños besos y finalmente lamiéndolo. Cuando al fin se
lo llevó a la boca dejé que tan sólo abarcara el inicio de éste,
pero ella estaba dispuesta a llevárselo al completo. ¿Y qué puedo
decir? Logró hacerlo. Sus deliciosos labios apretaban cada trozo de
mi sexo y finalmente la base de éste. Su lengua se enroscaba y
acariciaba cada vena marcada y centímetro. Pude sentir su aliento
cálido rozando mi vello rubio mientras llevaba ambas manos a su
cabeza.
Tomé control de la situación para que
aquel acto de placer la excitara de sobremanera. Rowan era libre,
fiera y fuerte pero en la cama deseaba ser guiada de la misma forma
que ella guiaba su vida. Recogí sus cabellos en un pequeño moño
alrededor de mi mano derecha y con la izquierda la tomé del mentón,
levantando su rostro. Sus ojos grises se fundieron con los míos con
tonalidades que iban desde el azul al violeta. Ambos nos mirábamos
encendidos por la pasión y la belleza que poseíamos. Yo lo sabía.
Por eso mismo quería ver su rostro antes de empezar a arremeter con
estocadas firmes y desesperantes.
En un arrebato la aparté tirándola a
la cama y arremetiendo contra ella. Había entrado de una sola vez.
Me hundí en el placer por su calidez y su humedad. Sus piernas se
fueron entorno a mis caderas y empecé a embestir con fuerza. Gemía
y yo la acompañaba. Ambos gemíamos mientras jadeábamos nuestros
nombres. Pude notar como se encendía como una llama y como sus manos
buscaban arañarme, tirar de mi cabello rubio y buscar mayor
profundidad al tomarme de las nalgas y pegándome a ella. Sin duda el
sexo salvaje se daba paso a una noche de desesperación para mí.
Creí que jamás volvería a tenerla y allí estaba abierta para mí,
buscando mi boca con la misma ansiedad que yo buscaba la suya y
dejando que mi cuerpo se fundiera al suyo.
Me apoyé en el cabezal de la cama para
poder tener más impulso, pero a pesar que quise usar mi fuerza
humana no pude. Ella me rodeaba de una forma tan placentera que acabé
rompiéndolo. La cama se quejaba mientras golpeaba contra la pared y
ella se abría mucho mejor para mí. Sus ojos estaban encendidos ante
el estímulo y yo estaba encendido ante su amor. Ambos unidos en una
sola imagen de dos cuerpos fundidos en un demencial ritual.
Pude sentir como llegaba al orgasmo
cuando levantó su pelvis debido a los espasmos que notaba, como
agradables calambres en su vientre hasta sus piernas que se aflojaron
y tensaron. Sus uñas se clavaron en mis brazos y los dedos de sus
pies se cerraron apoyando los talones en la cama. Decidí que era el
mejor momento para terminar dentro de ella. Mirándonos ambos con los
labios abiertos con unas ganas terribles de besarnos mientras
gritábamos por el placer. La lujuria nos había vencido una vez más
derrumbando cualquier muro.
Minutos más tarde estaba aferrado a
ella besando su cuello y sus hombros, hundiendo mi rostro en sus
pechos y deseando que me amase de ese modo hasta que el mundo llegase
a su fin. Sin embargo, la mañana estaba a punto de llegar y tuve que
huir a mi refugio.
—Debo irme—dije apartándome para
recoger la ropa y vestirme—. Pero vendré mañana.
—Prométeme que no te irás nunca
más—se incorporó mirándome con los ojos llenos de lágrimas—.
Por favor.
—No lo haré y buscaré la forma de
hacerte mía para el resto de la eternidad—le aseguré acercándome
a ella para dejar un tierno beso en su frente.
Juro por todo lo que he amado en este
mundo, por todo, que cuando regresé decidí que tenía que encontrar
a David y convencerlo. Él debía ayudarme. No podía darle su sangre
para que no me detestara. Él lo haría por mí. Yo la llevaría al
borde de la muerte y él le daría su sangre. Y lo hice. Como bien
hemos dicho en más de una ocasión. Ella ahora es inmortal y Julien
me odia mucho más.
Lestat de Lioncourt
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