El silencio de su voz es un pequeño fic que ha hecho Arion como regalo a Petronia pues desea sacarle una pequeña sonrisa, por tímida que sea. Así que espero que lo lean ya que se ha hecho con sumo cariño.
Lestat de Lioncourt
Había decidido darle el suficiente
espacio como para que notara mi ausencia. Manfred seguía deseando
jugar a las cartas o el ajedrez todas las noches. Podía ver en sus
ojos la ilusión contenida, pues el juego era lo único que le hacía
olvidar a Virginia Lee. Aquella pobre mujer, la cual lo amó con
pasión y pureza, había dejado este mundo hacía décadas y él aún
la lloraba. Ese hecho me provocaba cierta tristeza y meditaba sobre
el amor de mi vida, la cual se hallaba encerrada en su despacho
volcándose en los nuevos productos que había conseguido para ella.
—Parece muy ocupada—comentó
recogiendo las cartas para barajarlas lentamente. Tocaba sus filos,
contaba cada una de ésta y se deleitaba con el sonido que hacían al
rozarse unas con otras.
—Así es—dije con la mirada perdida
en aquellas manos achacosas, las cuales tenían las arrugas y manchas
de un hombre de ochenta años, que se movían con aquella parsimonia
digna de un caballero.
—¿Y no está enfadada
contigo?—preguntó mirándome con una leve sonrisa que mostraba sus
dientes algo amarillos, mal amontonados y unos colmillos puntiagudos
dignos de cualquier inmortal.
—No—respondí encogiéndome de
hombros.
—Si una mujer se encierra, sea la
mujer que sea, y no quiere hablar con su pareja termina siendo porque
está molesta o preocupada—dijo acomodándose en la silla— ¿Otra
partida?
—No. Si eso es así debo hablar con
ella—me levanté dirigiéndome a la puerta y noté como él se
levantaba también.
Posiblemente él saldría y yo me
enfrentaría a su mirada. La mirada de aquella fiera que se quedaba
sentada durante horas en la mesa, encorvada y con la frente arrugada.
Tenía los labios fruncidos posiblemente y farfullaba sobre el nuevo
elemento a usar en sus pequeñas obras de arte.
Sin embargo cuando llegué a la puertas
de hojas dobles, las cuales podría abrir con facilidad, sentí
cierto temor. Si ella me rechazaba, abofeteaba o maldecía sabría
que Manfred tenía razón. No había sabido observar en ella esos
sutiles cambios y a veces la trataba como un igual, más que como una
mujer que posee ciertos cambios más importantes que los hombres.
Ellas son más expresivas y sienten con mayor poder sus problemas,
pues a veces meditan más sobre su vida que nosotros los hombres. Sin
duda son criaturas mágicas y asombrosas que comparten con nosotros
un mundo que hace mucho que dejó de tener fascinación para mí,
pero ella me hace seguir vivo y cerca, muy cerca, vigilando cada uno
de sus movimientos con cierta preocupación.
Opté por marcharme a mi pequeño
despacho, uno que no compartía con ella, y saqué varios folios para
redactar una carta. Dejé en ella todo mi corazón y cada uno de los
pensamientos que ella me evocaba. Los sentimientos que teníamos
entrelazados, con un poderoso lazo, eran tan fuertes que habían
durado hasta el presente viniendo desde antes de la caída de Roma.
Doblé el papel por la mitad y añadí
mi firma en el dorso en blanco, así como un pequeño dibujo de un
camafeo, uno que posiblemente haría para ella. Creí que con ese
detalle podría iniciarse una conversación entre ambos. Aquella hoja
guardaba frases de amor que podían sonar a sonetos de otra época,
versos de un poeta herido o cualquier cursilería que puede
encontrase hoy en día dentro y fuera de Internet.
El pasillo estaba solitario, el
servicio que ella poseía se había marchado a descansar hacía
algunas horas. Las grandes columnas de mármol provocaban que
pareciese uno de mis antiguos, y amados, templos. Allí podía
sentirme sobrecogido por la belleza, el silencio y el frescor que
aliviaba el sofocante calor que podía sentirse en Atenas. No
obstante era Nápoles y uno de los palazzo más hermosos que podía
haberse construido jamás. Petronia estaba al otro lado del pasillo,
encerrada aún en su labor, y cuando mis pasos se escucharon por el
limpio suelo de mármol temblé.
Decidido apreté el papel contra mi
pecho y rogué que no gritara. Si bien cuando pasé el papel por
debajo de la puerta no hubo reacción. Esperé durante media hora y
allí ni siquiera se escuchaba el sonido de su pequeño cincel. Toqué
a la puerta y no contestó. Me alarmé entonces intentando sentirla
en la casa y allí estaba, tras la puerta y en completo silencio. Por
ese motivo entré abriendo ambas hojas y encontrándola tumbada sobre
el escritorio.
El cansancio de días sin ingerir
siquiera un trago de sangre, el esfuerzo por crear una colección
entera y la furia que había intentado contener, la habían agotado
con pequeñas lágrimas bordeando sus mejillas. En un camafeo había
hecho un pequeño volcán, el cual aún aparecía en sus peores
pesadillas abrasando todo, y en otra su rostro cubierto de dolor. La
colección era un homenaje a aquellos días, los días previos a su
transformación.
—Querida mía—susurré
aproximándome a ella para secar sus lágrimas, sin embargo ya
estaban secas, y acabé por tomarla entre mis brazos.
Tan agotada que ni siquiera tenía la
guardia alta. Podía haber sido presa de cualquier infeliz que osara
tocarla más allá de la punta de sus botas. Su rostro era el de una
niña, pues para mí eso era en ocasiones. Una niña que había
tenido una vida dura y que no podía escapar de ella, pues le
perseguía, vivía encerrada en el deseo de crear arte con una
belleza sin límites.
Besé su mejilla y su frente para
llevarla a la cama que se hallaba allí, en un pequeño rincón,
donde a veces descansábamos. Era una cama mullida y pronto la acogió
gustosamente. Retiré sus botas y también su chaleco, dejándola con
una camiseta sin mangas y unos pantalones que abrí indiscretamente.
Después de contemplarla durante unos largos segundos, con una
sonrisa amarga en mis labios, la cubrí con algunas mantas y me
marché.
No obstante, antes de irme, tomé la
carta haciéndola añicos. Ella no estaba molesta conmigo, como había
pensado Manfred, sino llena de horrores como siempre he creído. El
amor que le profeso ella lo conoce y comprende, incluso lo comparte,
pero el horror de aquellos días sólo ella puede decir que lo vivió
en primera persona. A veces me gustaría arrancarle esos
pensamientos, secuestrar cada recuerdo que aún la destroza, y
sumergirla en la inocencia. Sin embargo su carácter es así gracias
a sus vivencias y es ruin pensar que podría cambiar su pasado sin
cambiarla a ella.
Hace unas horas he ido a buscarla.
Estaba en la cama meditando con la mirada perdida y las manos juntas,
pero en una pose relajada, y recargada contra la pared. Sus cabellos
largos, sedosos y oscuros caían revueltos sobre sus hombros. Se veía
hermosa y cansada.
—Petronia—dije apoyado en el marco
de la puerta.
—¡Qué!—rugió con furia.
—Te amo—susurré esbozando una
tenue sonrisa.
—¿Y qué quieres? ¿Un premio?
¡Lárgate con ese idiota a jugar a las cartas o al ajedrez! ¡Hazlo
y déjame en paz! ¡Hazlo o te tiro una bota a la cabeza!—gritó
girando su rostro hacia mí mientras yo sonreía.
Ella era así de fiera, pero también
melancólica y humana. No es el monstruo que Tarquin en muchas
ocasiones pinta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario