Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

miércoles, 19 de febrero de 2014

El silencio de su voz

El silencio de su voz es un pequeño fic que ha hecho Arion como regalo a Petronia pues desea sacarle una pequeña sonrisa, por tímida que sea. Así que espero que lo lean ya que se ha hecho con sumo cariño.


Lestat de Lioncourt


Había decidido darle el suficiente espacio como para que notara mi ausencia. Manfred seguía deseando jugar a las cartas o el ajedrez todas las noches. Podía ver en sus ojos la ilusión contenida, pues el juego era lo único que le hacía olvidar a Virginia Lee. Aquella pobre mujer, la cual lo amó con pasión y pureza, había dejado este mundo hacía décadas y él aún la lloraba. Ese hecho me provocaba cierta tristeza y meditaba sobre el amor de mi vida, la cual se hallaba encerrada en su despacho volcándose en los nuevos productos que había conseguido para ella.

—Parece muy ocupada—comentó recogiendo las cartas para barajarlas lentamente. Tocaba sus filos, contaba cada una de ésta y se deleitaba con el sonido que hacían al rozarse unas con otras.

—Así es—dije con la mirada perdida en aquellas manos achacosas, las cuales tenían las arrugas y manchas de un hombre de ochenta años, que se movían con aquella parsimonia digna de un caballero.

—¿Y no está enfadada contigo?—preguntó mirándome con una leve sonrisa que mostraba sus dientes algo amarillos, mal amontonados y unos colmillos puntiagudos dignos de cualquier inmortal.

—No—respondí encogiéndome de hombros.

—Si una mujer se encierra, sea la mujer que sea, y no quiere hablar con su pareja termina siendo porque está molesta o preocupada—dijo acomodándose en la silla— ¿Otra partida?

—No. Si eso es así debo hablar con ella—me levanté dirigiéndome a la puerta y noté como él se levantaba también.

Posiblemente él saldría y yo me enfrentaría a su mirada. La mirada de aquella fiera que se quedaba sentada durante horas en la mesa, encorvada y con la frente arrugada. Tenía los labios fruncidos posiblemente y farfullaba sobre el nuevo elemento a usar en sus pequeñas obras de arte.

Sin embargo cuando llegué a la puertas de hojas dobles, las cuales podría abrir con facilidad, sentí cierto temor. Si ella me rechazaba, abofeteaba o maldecía sabría que Manfred tenía razón. No había sabido observar en ella esos sutiles cambios y a veces la trataba como un igual, más que como una mujer que posee ciertos cambios más importantes que los hombres. Ellas son más expresivas y sienten con mayor poder sus problemas, pues a veces meditan más sobre su vida que nosotros los hombres. Sin duda son criaturas mágicas y asombrosas que comparten con nosotros un mundo que hace mucho que dejó de tener fascinación para mí, pero ella me hace seguir vivo y cerca, muy cerca, vigilando cada uno de sus movimientos con cierta preocupación.

Opté por marcharme a mi pequeño despacho, uno que no compartía con ella, y saqué varios folios para redactar una carta. Dejé en ella todo mi corazón y cada uno de los pensamientos que ella me evocaba. Los sentimientos que teníamos entrelazados, con un poderoso lazo, eran tan fuertes que habían durado hasta el presente viniendo desde antes de la caída de Roma.

Doblé el papel por la mitad y añadí mi firma en el dorso en blanco, así como un pequeño dibujo de un camafeo, uno que posiblemente haría para ella. Creí que con ese detalle podría iniciarse una conversación entre ambos. Aquella hoja guardaba frases de amor que podían sonar a sonetos de otra época, versos de un poeta herido o cualquier cursilería que puede encontrase hoy en día dentro y fuera de Internet.

El pasillo estaba solitario, el servicio que ella poseía se había marchado a descansar hacía algunas horas. Las grandes columnas de mármol provocaban que pareciese uno de mis antiguos, y amados, templos. Allí podía sentirme sobrecogido por la belleza, el silencio y el frescor que aliviaba el sofocante calor que podía sentirse en Atenas. No obstante era Nápoles y uno de los palazzo más hermosos que podía haberse construido jamás. Petronia estaba al otro lado del pasillo, encerrada aún en su labor, y cuando mis pasos se escucharon por el limpio suelo de mármol temblé.

Decidido apreté el papel contra mi pecho y rogué que no gritara. Si bien cuando pasé el papel por debajo de la puerta no hubo reacción. Esperé durante media hora y allí ni siquiera se escuchaba el sonido de su pequeño cincel. Toqué a la puerta y no contestó. Me alarmé entonces intentando sentirla en la casa y allí estaba, tras la puerta y en completo silencio. Por ese motivo entré abriendo ambas hojas y encontrándola tumbada sobre el escritorio.

El cansancio de días sin ingerir siquiera un trago de sangre, el esfuerzo por crear una colección entera y la furia que había intentado contener, la habían agotado con pequeñas lágrimas bordeando sus mejillas. En un camafeo había hecho un pequeño volcán, el cual aún aparecía en sus peores pesadillas abrasando todo, y en otra su rostro cubierto de dolor. La colección era un homenaje a aquellos días, los días previos a su transformación.

—Querida mía—susurré aproximándome a ella para secar sus lágrimas, sin embargo ya estaban secas, y acabé por tomarla entre mis brazos.

Tan agotada que ni siquiera tenía la guardia alta. Podía haber sido presa de cualquier infeliz que osara tocarla más allá de la punta de sus botas. Su rostro era el de una niña, pues para mí eso era en ocasiones. Una niña que había tenido una vida dura y que no podía escapar de ella, pues le perseguía, vivía encerrada en el deseo de crear arte con una belleza sin límites.

Besé su mejilla y su frente para llevarla a la cama que se hallaba allí, en un pequeño rincón, donde a veces descansábamos. Era una cama mullida y pronto la acogió gustosamente. Retiré sus botas y también su chaleco, dejándola con una camiseta sin mangas y unos pantalones que abrí indiscretamente. Después de contemplarla durante unos largos segundos, con una sonrisa amarga en mis labios, la cubrí con algunas mantas y me marché.

No obstante, antes de irme, tomé la carta haciéndola añicos. Ella no estaba molesta conmigo, como había pensado Manfred, sino llena de horrores como siempre he creído. El amor que le profeso ella lo conoce y comprende, incluso lo comparte, pero el horror de aquellos días sólo ella puede decir que lo vivió en primera persona. A veces me gustaría arrancarle esos pensamientos, secuestrar cada recuerdo que aún la destroza, y sumergirla en la inocencia. Sin embargo su carácter es así gracias a sus vivencias y es ruin pensar que podría cambiar su pasado sin cambiarla a ella.

Hace unas horas he ido a buscarla. Estaba en la cama meditando con la mirada perdida y las manos juntas, pero en una pose relajada, y recargada contra la pared. Sus cabellos largos, sedosos y oscuros caían revueltos sobre sus hombros. Se veía hermosa y cansada.

—Petronia—dije apoyado en el marco de la puerta.

—¡Qué!—rugió con furia.

—Te amo—susurré esbozando una tenue sonrisa.

—¿Y qué quieres? ¿Un premio? ¡Lárgate con ese idiota a jugar a las cartas o al ajedrez! ¡Hazlo y déjame en paz! ¡Hazlo o te tiro una bota a la cabeza!—gritó girando su rostro hacia mí mientras yo sonreía.


Ella era así de fiera, pero también melancólica y humana. No es el monstruo que Tarquin en muchas ocasiones pinta.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt