Siempre me ha fascinado el Centro
Médico Mayfair. El hospital de los brujos que tantos momentos han
compartido conmigo, y con aquellos que han leído mis aventuras, es
seductor. Los pasillos están decorados con exquisita belleza y
llenos de pequeños detalles de obras de arte. Sin duda no tiene la
apariencia fría de un hospital. Realmente no sientes esos extraños
escalofríos recorrer por tu columna vertebral, cosquillear tu
cerebro y finalmente estallar en un pavor intenso. No huele a
antiséptico, el equipo de enfermería es gentil y siempre posee una
sonrisa en sus labios, los médicos no parecen estar alejados de la
realidad y las habitaciones son amplias, con hermosas vistas a los
diversos jardines.
No obstante las noches las vivo lejos
de aquella marabunta de pisadas, voces agitadas, lágrimas debido a
enfermedades imposibles de curar y sonrisas de niños enfermos. Rowan
a penas permite mis visitas debido a mi comportamiento. Su
temperamento frío en ocasiones se quiebra y muestra a una mujer
apasionada, enojada o simplemente con deseos de pulverizarme por mis
comentarios fuera de lugar.
No niego que mi forma de ser sea
demasiado resuelta, fresca y descarada. Soy un hombre con múltiples
encantos y cualidades, por ese mismo motivo muchas mujeres, y a veces
hombres, se acercan a mí con el ánimo de coquetear. En más de una
ocasión me he visto entre la espada y la pared. Las proposiciones
indecorosas me maravillaban hasta que ella entró en mi vida. Desde
que Rowan apareció detesto ser tan libertino. He intentado que mi
carisma se aplaque, pero ahí voy otra vez brillando en la oscuridad
con palabras seductoras, pasos medidos y una sonrisa divertida que
provoca el suspiro de cualquier jovencita.
Hace unas noches decidí que debía ir
a visitar a Rowan. Necesitaba verla trabajar rodeada de su equipo de
brujos, humanos comunes y Taltos. No hay que olvidar que los nietos
de Mona siguen bajo guarda y custodia del Hospital Mayfair y de la
propia Rowan. Ellos son sus mejores aprendices logrando junto a ella,
por supuesto, dar algo de esperanza a quienes ya ni siquiera tienen
motivos para ellos.
Me había despertado sin ella, con la
cama revuelta y el aroma de su cuerpo impregnado incluso en mis
dedos. Deseaba rodear su cuerpo en este mismo momento y sin embargo
estaba a kilómetros de distancia, posiblemente en el quirófano. La
pequeña Hazel comenzó a llorar en su cuna, sus pequeños brazos se
agitaban y sus dorados cabellos de perfectos rizos rozaban su frente.
Tenía prácticamente un año. Habíamos conseguido a la niña
gracias al hospital y los hallazgos genéticos que habíamos logrado
ambos. Yo me había sometido a sus experimentos y ella puso su
inteligencia, pasión y sueños. Fue madre gracias a un vientre de
alquiler y nuestros genes unidos en perfecta armonía.
—Hazel... —dije incorporándome
precipitadamente.
Cualquier llanto para mí era una nueva
emoción que brotaba de mí, estallaba y me hacía caer de rodillas
en la locura. Tenía miedo por mi hija. Había numerosas razones y
entre ellas la peligrosa figura de Claudia, la cual había surgido de
las tinieblas tomando más fuerza que nunca gracias a la imprudencia
de Louis y la intromisión de Memnoch.
La pequeña calló su llanto al ver mi
rostro y notar mis manos acariciando sus redondas mejillas. Sus
pequeñas manos se estiraban hacia el techo. Rowan solía
contemplarla durante horas en silencio, no obstante desde hacía
varias semanas había recuperado el ritmo de trabajo. La niña
parecía extrañar aquellos ojos grises que la observaban como si
fuera un milagro, pues así era.
Debía traer de vuelta a Rowan de la
clínica. Ambos necesitábamos su presencia. Era algo egoísta por
nuestra parte pero éramos Lioncourt y los Lioncourt siempre miran
por su propio interés. Por ese motivo decidí tomar un baño con
ella. Entre mis brazos parecía aún más frágil y en ocasiones me
hacía estallar en carcajadas. Me preguntaba si Claudia algún día
me perdonaría, pues en ocasiones al ver las pequeñas muñecas que
adquiría para Hazel pensaba en ella. Aquella niña de rizos dorados
y ojos penetrantes, tan madura y a la vez tan niña.
—¿Me odiarás algún
día?—preguntando al notar que ella se quedaba callada, con sus
enormes ojos fijos en mí y sus diminutas manos acariciando mi
rostro.
—Papá—dijo echándose a reír de
forma tan contagiosa que cualquier atisbo de pena, dolor o temor se
había evaporado.
Durante más de media hora dudé que
conjunto sería el apropiado para semejante damita. Ella poseía una
fuerza arrolladora y un encanto indiscutible. Tenía mi sonrisa y la
mirada de su madre. Tan hermosa y tan fuerte a la vez. Hacía que me
sintiera hechizado por su inocencia y su dulzura, pero también por
el talento que poseía. Sabía que pronto mostraría su fuerza como
ser por encima del bien y del mal. No obstante era una niña y como
niña tenía ropa acorde a ella.
Opté por un hermoso traje azul pastel
con encajes blancos, un abrigo de paño color marfil y un pequeño
gorro de lana a juego. Sus pies estaban calzados por pequeños
zapatos de charol. Por mi parte tomé conciencia que debía visitar
un elegante hospital, el cual poseía incluso un restaurante de moda
en la ciudad, y por lo tanto decidí que mi traje azul marino sería
el apropiado con una corbata aguamarina y una camisa blanca. Mis
zapatos eran italianos y tan limpios que brillaban. El cabello de
ambos quedó suelto mostrando una pose leonina.
Cuando bajé al garaje vi mis hermosos
vehículos y deseé llevar todos, pero luego recordé que llevaba a
la pequeña entre mis brazos. No podía conducir de forma alocada,
pues temía que sufriéramos algún percance. Suspiré pesadamente y
regresé al interior de la vivienda. El chofer de la limusina se
hallaba de descanso, en la cocina, conversando con su pareja.
Era uno de esos chicos cuyo mestizaje
le daba una gracia especial. Sus ojos eran algo rasgados, pero su
nariz no era ancha ni chata. Tenía una boca jugosa sin ser demasiado
grande, los pómulos marcados y un cabello poco rizado. Su piel no
era color chocolate, sino algo parecido al caramelo. Sí, tenía un
aspecto increíble y aún más con esos ojos verdes tan intensos.
Ella era una chica blanca de cabellos castaños, largas pestañas
rizadas y labios en forma de corazón. Una pareja insólita pero
común. En New Orleans las mezclas siempre fueron comunes.
—Necesito que trabajes para mí—dije
serio y apresurado—. Tienes que llevarme al Hospital Mayfair.
—¿Ocurre algo?—comentó dejando el
plato que había tomado de la encimera.
Estaba dispuesto a tomar una pequeña
cena, pues como era habitual siempre los invitaba a cenar si lo
deseaban. Él me miró con aquellos ojos profundos y se echó a reír
bajo. El aspecto que tenía, y la pequeña aferrada a mi corbata,
explicaba el motivo de tanta prisa sin demasiada persuasión por mi
parte.
—De acuerdo. Sólo deje que meta en
una bolsa el bocadillo—su voz era agradable y tenía musicalidad.
Los restantes empleados me miraban con
cierto temor, pues sabían que era a la perfección, y a la vez
descubría en ellos una fascinación indescriptible. Me admiraban y
temían del mismo modo que me servían sin plantear demasiados
contratiempos o excusas. Eran diligentes, atentos y tan serviciales.
Durante el viaje no dudé en tomar a la
pequeña entre mis brazos, estrechándola con ternura, a pesar que
sabía que debía ir en su silla. Era imposible no desear tener su
cuerpo tierno y cálido contra el mío. La vida que brotaba de ella
era como una fuente en medio de un desierto. Mis pulgares acariciaban
sus mejillas mientras balbuceaba. Con sus pequeñas manos tiraba de
mi corbata y reía. Su risa estaba llena de inocencia.
El trayecto duraba algo más de media
hora. La ciudad se convertía en una sucesión de rostros, luces de
colores, voces anónimas y un sinfín de sonidos que podía
estremecer a cualquiera. Los barrios más ricos eran los más
silenciosos, pero algunos barrios de clase obrera estaban llenos de
ecos de programas de televisión, tecleo compulsivo de ordenadores o
simplemente bares atestados de trabajadores ciertamente cansados.
Decidí buscar música en la emisora y
ciertas bandas de rock comenzaron a surgir, como si fueran zombies de
un viejo cementerio, y me provocaron una especie de melancolía que
hizo que comenzara a cantar bajo, muy bajo, como si no quisiera
hundir esas voces con la mía. Ella aplaudía con sus minúsculas
manos de dedos rápidos. Estaba arrugando y llenando de babas mi
corbata, pero no me importaba en lo más mínimo.
Al llegar al centro médico eché un
vistazo hacia la fachada. En la puerta se hallaba Miravelle, una de
las hijas de Morrigan y Ashlar. Se encontraba enfundada en un hermoso
traje negro, con una encantadora falda, el pelo lo llevaba recogido
en un moño alto y tenía lentes falsas, casi diminutas, que
adornaban la punta de su nariz. Parecía una doctora común y
corriente, con cierto encanto debido a su belleza, y con los brazos
cruzados mirando a la nada. Parecía pensativa, posiblemente perdida
en el historial de algún paciente.
—Hola encanto—dije descendiendo del
vehículo mientras me acercaba a ella.
Hice que saliera de su mágico
encantamiento y me mirara con aquellos ojos profundos. Tenía una
mirada similar a la de Mona, pero a la vez era radicalmente distinta.
Sus labios, algo carnosos, se arquearon en una leve sonrisa cuando
observó que iba conmigo la pequeña Hazel.
—¿Qué haces aquí? ¿Rowan ya te
levantó el castigo?—preguntó estirando sus brazos para tomar a la
niña entre ellos.
Miravelle no quería rodar por el mundo
como si fuera un desecho. Ella quería echar raíces, vivir una vida
plena y aprender de todo lo que había a su alrededor. Era sin duda
la más centrada. Hazel parecía disfrutar en su compañía y yo
suspiré levemente tranquilo.
—Quiero hablar con ella para que
regrese a casa. Necesito que lo haga—comenté en un murmullo
provocando que ella riera a carcajadas—. ¿Es complicado?
—Tiene un par de casos muy
interesantes entre sus manos—respondió con una suave sonrisa
mientras acariciaba el cabello de la pequeña, colocaba mejor el
gorro y besaba sus diminutas mejillas.
—¿Podrías quedarte con
ella?—pregunté con un tono ciertamente seductor mientras ella me
miraba de soslayo.
Sabía que uno de sus grandes amores
eran los niños. Todo Taltos ve un niño humano como si fueran un
pequeño milagro, cuando el gran milagro de por si es crecer en pocas
horas convirtiéndose en una mujer adulta. Miravelle era
extremadamente hermosa, tenía aún la piel de un bebé y parecía de
porcelana.
—Acepto—respondió con una sonrisa
pintada en sus sensuales labios.
Ambos nos dirigimos hacia la puerta de
acceso, la cual se abrió por el dispositivo de movimiento. La
limusina se marchó al aparcamiento, donde seguro que Emil engulliría
aquel bocadillo como si fuese un plato sacado de un gran y cuidado
banquete de lujo.
Los tacones de Miravelle sonaban sobre
las baldosas de mármol. Algunos pacientes parecían esperar su turno
con cierto nerviosismo debido a las afecciones que tenían. Varios
tenían huesos rotos, otros eran problemas pulmonares debido a sus
múltiples alergia, había un pequeño que sufría de cefaleas
continuas y un par de chicos con problemas gástricos.
—Antes que te vayas—dijo Miravelle
tomándome del brazo izquierdo por la zona del codo—. Necesito que
me asegures que no vas a motivar revuelo alguno.
—Prometido—respondí con una ancha
sonrisa.
—¿Por qué será que me temo lo
peor?—susurró casi derrumbada.
—¿Sabes en qué planta se
encuentra?—necesitaba saberlo para poner en marcha mis ideas, las
frases apropiadas y el encanto que tanto me gustaba derrochar.
Entonces apareció un séquito de
enfermeras que me rodearon saludándome como de costumbre. Alguna me
había abrazado y besado las mejillas, las más jóvenes se
atrevieron a pellizcarme y hubo alguna que me miraba con ojos de
loba dulce a punto de saltar con la restante jauría. Todas ellas
vestían pantalones cómodos, zapatillas con suela de goma
antideslizante y unas camisetas que realzaban su busto, pero que no
dejaban a la vista escote alguno. No había pequeños sombreros como
en algunas películas y viejos disfraces, pero sí tenían todas un
peinado similar y muy poco maquillaje.
—Señor Lioncourt—dijo una de ellas
de unos cuarenta años—. Que milagro verlo por aquí...
—Vine a visitar a mi esposa con
nuestra pequeña. Aunque no es lugar para una niña—respondí de
forma cortés notando como aún había manos que me tocaban—. Es un
place ver que todas están perfectamente.
—Nos alegra mucho tu visita—susurró
una de las más tímidas, con sus mejillas coloreadas y sus ojos
verdes tan intensos que sofocarían a cualquier hombre. Tímida pero
coqueta con una extraña combinación de seductora discreta y un
cuerpo bien moldeado. Aún así yo amaba a mi mujer y por mucho que
mirara no había comparaciones posibles. Rowan ganaba a todas por
goleada.
—Susan, Marie, Cecile, Juliete, Anne
y Loreto—recordaba sus nombres, caras y voces. Había mulatas y
mestizas, también blancas de piel de aspecto invernal, con los ojos
más o menos rasgados... pero todas con la misma ropa y ansias de
saludarme.
—Te estaré esperando—dijo
Miravelle quedando con la pequeña entre sus brazos.
Era hermosa y la pequeña parecía
notarlo. Tal vez pensaba que estaba con un ángel, y en realidad
cualquiera que viera a un Taltos así lo creería. Ángeles y santos
parecían todos ellos con esas sonrisas suaves y sus miradas
profundas.
Me dirigí al ascensor y pulsé el
tercer piso. El sonido de las poleas siempre me excitaba. Iba a estar
con Rowan en unos minutos. Imaginé su cuerpo entre mis brazos, sus
labios contra los míos y un sí rotundo a regresar. Pero una vez se
abrieron las puertas del ascensor, el cual dejé atrás, la vi
agitada de un lado a otro.
—Rowan—dije abriendo los brazos y
ella pasó automáticamente de mí.
Llevaba el pelo suelto cayendo por su
espalda, pues había decidido dejarlo largo desde hacía algunos
años, el vestido azul marino terminaba justo en las rodillas y sus
tacones no eran muy altos. Los médicos especialistas podían llevar
su propia ropa, siempre que no fuese excesiva y guardara el decoro.
El cuello barco que llevaba evitaba que pudiese ver bien su
canalillo.
—Dios santo... —susurró
exasperada—¿Qué haces aquí?—frunció el ceño y yo suspiré.
—Quiero verte—sonreí atrapándola
entre mis brazos para que no huyera, pero ella me apartó y me miró
aún más confusa.
—¡Tendrías que estar cuidando a
Hazel!—me regañó alzando la voz mientras me apartaba.
—Eso hago. He traído a la niña.
Está con...
—¡Cómo se te ocurre! Y seguro que
en ese deportivo rojo que tanto amas—sus ojos se entrecerraron
esperando que yo dijera la verdad, la cual no era para nada como ella
se lo imaginaba.
—Emil me trajo en limusina—aquel
comentario hizo que ella se relajara—. La pequeña está con
Miravelle—sonrió cuando dije el nombre de aquella hembra Taltos.
Sabía bien que no corría peligro mientras la joven no se alejara de
ella.
—Dame veinte minutos y estoy
contigo—dijo besándome la mejilla—. Quédate aquí.
Se marchó por el pasillo buscando una
habitación y al entrar yo salí por la ventana del fondo del
pasillo. No tenía miedo a las alturas y como bien saben ustedes,
sean quienes sean los que leen estas memorias, se volar a la
perfección. El viento agitó mi cabello aún más, dejándolo algo
revuelto, y al mirar hacia el suelo vi la fuente con el fondo verde,
como si fueran esmeraldas, y aquellas hermosas figuras que
representaban a niños jugando con los pequeños chorros. A ambos
lados de la fuente se hallaban algunos bancos, al fondo pude
distinguir los setos, los enormes árboles y las distintas
estructuras que se habían alzado con el paso de los años. Una vez
fuera volé hasta donde se encontraba. Sin pensarlo mucho me pegué
al cristal para observarla.
Se veía hermosa con aquella ropa. Me
excitaba pensar que podía pasear para mí la bata sin nada debajo,
ni siquiera lencería. Sus largas piernas se movían nerviosas por la
habitación mirando los distintos archivos. El anciano que estaba
postrado en la camilla no debía tener más de sesenta años, lo cual
se considera joven en ésta época moderna, y entonces me vio.
En sus ojos pude ver que volvía a
estar enfadada, pero se le pasó rápido. Mi aspecto quizás era
horrible al estar pegado al cristal, con las manos sudorosas por el
nerviosismo que me provocaba. Mis labios estaban contra la
superficie, mis ojos se fijaban en toda la habitación y con cuidado
me echó. Al volver al pasillo ella me abrazó, besó y abofeteó.
—¡No vuelvas a hacerlo!—gritó
para luego recordar que estaba aún en el centro—. No uses tus
poderes para eso.
Aquella noche logré que dejara el
hospital y pasara con nosotros la noche. Estuvimos abrazados
besándonos y con Hazel de testigo entre nosotros en la cama. Fue sin
duda una noche que no puedo olvidar, porque la ternura que despierta
mi hija y la sensación de felicidad que me ofrece Rowan, hace que me
sienta vivo. Porque a veces me he sentido vacío, prácticamente
muerto aunque tuviese el Don Oscuro, ya que no había encontrado el
lugar donde descansar de mis múltiples peripecias.
—Te amo—susurró apoyada en mi
hombro mientras me rodeaba junto a nuestra pequeña—. Te amo,
Lestat.
—Je t'aime ma cherie—respondí
buscando sus labios para ofrecerle un corto beso.
Aún corro mil aventuras en esta ciudad
que parece no querer dormir jamás. No obstante busco el confort del
hogar de una forma que antes no lo hacía. Simplemente me siento
dichoso y feliz porque ella es una gran parte de mi vida y mis
sueños. Y sin duda, amigos míos, estoy embarcado en la mayor
aventura de todas que es el amor.
Lestat de Lioncourt
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