Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

viernes, 21 de febrero de 2014

Una noche a su lado

Siempre me ha fascinado el Centro Médico Mayfair. El hospital de los brujos que tantos momentos han compartido conmigo, y con aquellos que han leído mis aventuras, es seductor. Los pasillos están decorados con exquisita belleza y llenos de pequeños detalles de obras de arte. Sin duda no tiene la apariencia fría de un hospital. Realmente no sientes esos extraños escalofríos recorrer por tu columna vertebral, cosquillear tu cerebro y finalmente estallar en un pavor intenso. No huele a antiséptico, el equipo de enfermería es gentil y siempre posee una sonrisa en sus labios, los médicos no parecen estar alejados de la realidad y las habitaciones son amplias, con hermosas vistas a los diversos jardines.

No obstante las noches las vivo lejos de aquella marabunta de pisadas, voces agitadas, lágrimas debido a enfermedades imposibles de curar y sonrisas de niños enfermos. Rowan a penas permite mis visitas debido a mi comportamiento. Su temperamento frío en ocasiones se quiebra y muestra a una mujer apasionada, enojada o simplemente con deseos de pulverizarme por mis comentarios fuera de lugar.

No niego que mi forma de ser sea demasiado resuelta, fresca y descarada. Soy un hombre con múltiples encantos y cualidades, por ese mismo motivo muchas mujeres, y a veces hombres, se acercan a mí con el ánimo de coquetear. En más de una ocasión me he visto entre la espada y la pared. Las proposiciones indecorosas me maravillaban hasta que ella entró en mi vida. Desde que Rowan apareció detesto ser tan libertino. He intentado que mi carisma se aplaque, pero ahí voy otra vez brillando en la oscuridad con palabras seductoras, pasos medidos y una sonrisa divertida que provoca el suspiro de cualquier jovencita.

Hace unas noches decidí que debía ir a visitar a Rowan. Necesitaba verla trabajar rodeada de su equipo de brujos, humanos comunes y Taltos. No hay que olvidar que los nietos de Mona siguen bajo guarda y custodia del Hospital Mayfair y de la propia Rowan. Ellos son sus mejores aprendices logrando junto a ella, por supuesto, dar algo de esperanza a quienes ya ni siquiera tienen motivos para ellos.

Me había despertado sin ella, con la cama revuelta y el aroma de su cuerpo impregnado incluso en mis dedos. Deseaba rodear su cuerpo en este mismo momento y sin embargo estaba a kilómetros de distancia, posiblemente en el quirófano. La pequeña Hazel comenzó a llorar en su cuna, sus pequeños brazos se agitaban y sus dorados cabellos de perfectos rizos rozaban su frente. Tenía prácticamente un año. Habíamos conseguido a la niña gracias al hospital y los hallazgos genéticos que habíamos logrado ambos. Yo me había sometido a sus experimentos y ella puso su inteligencia, pasión y sueños. Fue madre gracias a un vientre de alquiler y nuestros genes unidos en perfecta armonía.

—Hazel... —dije incorporándome precipitadamente.

Cualquier llanto para mí era una nueva emoción que brotaba de mí, estallaba y me hacía caer de rodillas en la locura. Tenía miedo por mi hija. Había numerosas razones y entre ellas la peligrosa figura de Claudia, la cual había surgido de las tinieblas tomando más fuerza que nunca gracias a la imprudencia de Louis y la intromisión de Memnoch.

La pequeña calló su llanto al ver mi rostro y notar mis manos acariciando sus redondas mejillas. Sus pequeñas manos se estiraban hacia el techo. Rowan solía contemplarla durante horas en silencio, no obstante desde hacía varias semanas había recuperado el ritmo de trabajo. La niña parecía extrañar aquellos ojos grises que la observaban como si fuera un milagro, pues así era.

Debía traer de vuelta a Rowan de la clínica. Ambos necesitábamos su presencia. Era algo egoísta por nuestra parte pero éramos Lioncourt y los Lioncourt siempre miran por su propio interés. Por ese motivo decidí tomar un baño con ella. Entre mis brazos parecía aún más frágil y en ocasiones me hacía estallar en carcajadas. Me preguntaba si Claudia algún día me perdonaría, pues en ocasiones al ver las pequeñas muñecas que adquiría para Hazel pensaba en ella. Aquella niña de rizos dorados y ojos penetrantes, tan madura y a la vez tan niña.

—¿Me odiarás algún día?—preguntando al notar que ella se quedaba callada, con sus enormes ojos fijos en mí y sus diminutas manos acariciando mi rostro.

—Papá—dijo echándose a reír de forma tan contagiosa que cualquier atisbo de pena, dolor o temor se había evaporado.

Durante más de media hora dudé que conjunto sería el apropiado para semejante damita. Ella poseía una fuerza arrolladora y un encanto indiscutible. Tenía mi sonrisa y la mirada de su madre. Tan hermosa y tan fuerte a la vez. Hacía que me sintiera hechizado por su inocencia y su dulzura, pero también por el talento que poseía. Sabía que pronto mostraría su fuerza como ser por encima del bien y del mal. No obstante era una niña y como niña tenía ropa acorde a ella.

Opté por un hermoso traje azul pastel con encajes blancos, un abrigo de paño color marfil y un pequeño gorro de lana a juego. Sus pies estaban calzados por pequeños zapatos de charol. Por mi parte tomé conciencia que debía visitar un elegante hospital, el cual poseía incluso un restaurante de moda en la ciudad, y por lo tanto decidí que mi traje azul marino sería el apropiado con una corbata aguamarina y una camisa blanca. Mis zapatos eran italianos y tan limpios que brillaban. El cabello de ambos quedó suelto mostrando una pose leonina.

Cuando bajé al garaje vi mis hermosos vehículos y deseé llevar todos, pero luego recordé que llevaba a la pequeña entre mis brazos. No podía conducir de forma alocada, pues temía que sufriéramos algún percance. Suspiré pesadamente y regresé al interior de la vivienda. El chofer de la limusina se hallaba de descanso, en la cocina, conversando con su pareja.

Era uno de esos chicos cuyo mestizaje le daba una gracia especial. Sus ojos eran algo rasgados, pero su nariz no era ancha ni chata. Tenía una boca jugosa sin ser demasiado grande, los pómulos marcados y un cabello poco rizado. Su piel no era color chocolate, sino algo parecido al caramelo. Sí, tenía un aspecto increíble y aún más con esos ojos verdes tan intensos. Ella era una chica blanca de cabellos castaños, largas pestañas rizadas y labios en forma de corazón. Una pareja insólita pero común. En New Orleans las mezclas siempre fueron comunes.

—Necesito que trabajes para mí—dije serio y apresurado—. Tienes que llevarme al Hospital Mayfair.

—¿Ocurre algo?—comentó dejando el plato que había tomado de la encimera.

Estaba dispuesto a tomar una pequeña cena, pues como era habitual siempre los invitaba a cenar si lo deseaban. Él me miró con aquellos ojos profundos y se echó a reír bajo. El aspecto que tenía, y la pequeña aferrada a mi corbata, explicaba el motivo de tanta prisa sin demasiada persuasión por mi parte.

—De acuerdo. Sólo deje que meta en una bolsa el bocadillo—su voz era agradable y tenía musicalidad.

Los restantes empleados me miraban con cierto temor, pues sabían que era a la perfección, y a la vez descubría en ellos una fascinación indescriptible. Me admiraban y temían del mismo modo que me servían sin plantear demasiados contratiempos o excusas. Eran diligentes, atentos y tan serviciales.

Durante el viaje no dudé en tomar a la pequeña entre mis brazos, estrechándola con ternura, a pesar que sabía que debía ir en su silla. Era imposible no desear tener su cuerpo tierno y cálido contra el mío. La vida que brotaba de ella era como una fuente en medio de un desierto. Mis pulgares acariciaban sus mejillas mientras balbuceaba. Con sus pequeñas manos tiraba de mi corbata y reía. Su risa estaba llena de inocencia.

El trayecto duraba algo más de media hora. La ciudad se convertía en una sucesión de rostros, luces de colores, voces anónimas y un sinfín de sonidos que podía estremecer a cualquiera. Los barrios más ricos eran los más silenciosos, pero algunos barrios de clase obrera estaban llenos de ecos de programas de televisión, tecleo compulsivo de ordenadores o simplemente bares atestados de trabajadores ciertamente cansados.

Decidí buscar música en la emisora y ciertas bandas de rock comenzaron a surgir, como si fueran zombies de un viejo cementerio, y me provocaron una especie de melancolía que hizo que comenzara a cantar bajo, muy bajo, como si no quisiera hundir esas voces con la mía. Ella aplaudía con sus minúsculas manos de dedos rápidos. Estaba arrugando y llenando de babas mi corbata, pero no me importaba en lo más mínimo.

Al llegar al centro médico eché un vistazo hacia la fachada. En la puerta se hallaba Miravelle, una de las hijas de Morrigan y Ashlar. Se encontraba enfundada en un hermoso traje negro, con una encantadora falda, el pelo lo llevaba recogido en un moño alto y tenía lentes falsas, casi diminutas, que adornaban la punta de su nariz. Parecía una doctora común y corriente, con cierto encanto debido a su belleza, y con los brazos cruzados mirando a la nada. Parecía pensativa, posiblemente perdida en el historial de algún paciente.

—Hola encanto—dije descendiendo del vehículo mientras me acercaba a ella.

Hice que saliera de su mágico encantamiento y me mirara con aquellos ojos profundos. Tenía una mirada similar a la de Mona, pero a la vez era radicalmente distinta. Sus labios, algo carnosos, se arquearon en una leve sonrisa cuando observó que iba conmigo la pequeña Hazel.

—¿Qué haces aquí? ¿Rowan ya te levantó el castigo?—preguntó estirando sus brazos para tomar a la niña entre ellos.

Miravelle no quería rodar por el mundo como si fuera un desecho. Ella quería echar raíces, vivir una vida plena y aprender de todo lo que había a su alrededor. Era sin duda la más centrada. Hazel parecía disfrutar en su compañía y yo suspiré levemente tranquilo.

—Quiero hablar con ella para que regrese a casa. Necesito que lo haga—comenté en un murmullo provocando que ella riera a carcajadas—. ¿Es complicado?

—Tiene un par de casos muy interesantes entre sus manos—respondió con una suave sonrisa mientras acariciaba el cabello de la pequeña, colocaba mejor el gorro y besaba sus diminutas mejillas.

—¿Podrías quedarte con ella?—pregunté con un tono ciertamente seductor mientras ella me miraba de soslayo.

Sabía que uno de sus grandes amores eran los niños. Todo Taltos ve un niño humano como si fueran un pequeño milagro, cuando el gran milagro de por si es crecer en pocas horas convirtiéndose en una mujer adulta. Miravelle era extremadamente hermosa, tenía aún la piel de un bebé y parecía de porcelana.

—Acepto—respondió con una sonrisa pintada en sus sensuales labios.

Ambos nos dirigimos hacia la puerta de acceso, la cual se abrió por el dispositivo de movimiento. La limusina se marchó al aparcamiento, donde seguro que Emil engulliría aquel bocadillo como si fuese un plato sacado de un gran y cuidado banquete de lujo.

Los tacones de Miravelle sonaban sobre las baldosas de mármol. Algunos pacientes parecían esperar su turno con cierto nerviosismo debido a las afecciones que tenían. Varios tenían huesos rotos, otros eran problemas pulmonares debido a sus múltiples alergia, había un pequeño que sufría de cefaleas continuas y un par de chicos con problemas gástricos.

—Antes que te vayas—dijo Miravelle tomándome del brazo izquierdo por la zona del codo—. Necesito que me asegures que no vas a motivar revuelo alguno.

—Prometido—respondí con una ancha sonrisa.

—¿Por qué será que me temo lo peor?—susurró casi derrumbada.

—¿Sabes en qué planta se encuentra?—necesitaba saberlo para poner en marcha mis ideas, las frases apropiadas y el encanto que tanto me gustaba derrochar.

Entonces apareció un séquito de enfermeras que me rodearon saludándome como de costumbre. Alguna me había abrazado y besado las mejillas, las más jóvenes se atrevieron a pellizcarme y hubo alguna que me miraba con ojos de loba dulce a punto de saltar con la restante jauría. Todas ellas vestían pantalones cómodos, zapatillas con suela de goma antideslizante y unas camisetas que realzaban su busto, pero que no dejaban a la vista escote alguno. No había pequeños sombreros como en algunas películas y viejos disfraces, pero sí tenían todas un peinado similar y muy poco maquillaje.

—Señor Lioncourt—dijo una de ellas de unos cuarenta años—. Que milagro verlo por aquí...

—Vine a visitar a mi esposa con nuestra pequeña. Aunque no es lugar para una niña—respondí de forma cortés notando como aún había manos que me tocaban—. Es un place ver que todas están perfectamente.

—Nos alegra mucho tu visita—susurró una de las más tímidas, con sus mejillas coloreadas y sus ojos verdes tan intensos que sofocarían a cualquier hombre. Tímida pero coqueta con una extraña combinación de seductora discreta y un cuerpo bien moldeado. Aún así yo amaba a mi mujer y por mucho que mirara no había comparaciones posibles. Rowan ganaba a todas por goleada.

—Susan, Marie, Cecile, Juliete, Anne y Loreto—recordaba sus nombres, caras y voces. Había mulatas y mestizas, también blancas de piel de aspecto invernal, con los ojos más o menos rasgados... pero todas con la misma ropa y ansias de saludarme.

—Te estaré esperando—dijo Miravelle quedando con la pequeña entre sus brazos.

Era hermosa y la pequeña parecía notarlo. Tal vez pensaba que estaba con un ángel, y en realidad cualquiera que viera a un Taltos así lo creería. Ángeles y santos parecían todos ellos con esas sonrisas suaves y sus miradas profundas.

Me dirigí al ascensor y pulsé el tercer piso. El sonido de las poleas siempre me excitaba. Iba a estar con Rowan en unos minutos. Imaginé su cuerpo entre mis brazos, sus labios contra los míos y un sí rotundo a regresar. Pero una vez se abrieron las puertas del ascensor, el cual dejé atrás, la vi agitada de un lado a otro.

—Rowan—dije abriendo los brazos y ella pasó automáticamente de mí.

Llevaba el pelo suelto cayendo por su espalda, pues había decidido dejarlo largo desde hacía algunos años, el vestido azul marino terminaba justo en las rodillas y sus tacones no eran muy altos. Los médicos especialistas podían llevar su propia ropa, siempre que no fuese excesiva y guardara el decoro. El cuello barco que llevaba evitaba que pudiese ver bien su canalillo.

—Dios santo... —susurró exasperada—¿Qué haces aquí?—frunció el ceño y yo suspiré.

—Quiero verte—sonreí atrapándola entre mis brazos para que no huyera, pero ella me apartó y me miró aún más confusa.

—¡Tendrías que estar cuidando a Hazel!—me regañó alzando la voz mientras me apartaba.

—Eso hago. He traído a la niña. Está con...

—¡Cómo se te ocurre! Y seguro que en ese deportivo rojo que tanto amas—sus ojos se entrecerraron esperando que yo dijera la verdad, la cual no era para nada como ella se lo imaginaba.

—Emil me trajo en limusina—aquel comentario hizo que ella se relajara—. La pequeña está con Miravelle—sonrió cuando dije el nombre de aquella hembra Taltos. Sabía bien que no corría peligro mientras la joven no se alejara de ella.

—Dame veinte minutos y estoy contigo—dijo besándome la mejilla—. Quédate aquí.

Se marchó por el pasillo buscando una habitación y al entrar yo salí por la ventana del fondo del pasillo. No tenía miedo a las alturas y como bien saben ustedes, sean quienes sean los que leen estas memorias, se volar a la perfección. El viento agitó mi cabello aún más, dejándolo algo revuelto, y al mirar hacia el suelo vi la fuente con el fondo verde, como si fueran esmeraldas, y aquellas hermosas figuras que representaban a niños jugando con los pequeños chorros. A ambos lados de la fuente se hallaban algunos bancos, al fondo pude distinguir los setos, los enormes árboles y las distintas estructuras que se habían alzado con el paso de los años. Una vez fuera volé hasta donde se encontraba. Sin pensarlo mucho me pegué al cristal para observarla.

Se veía hermosa con aquella ropa. Me excitaba pensar que podía pasear para mí la bata sin nada debajo, ni siquiera lencería. Sus largas piernas se movían nerviosas por la habitación mirando los distintos archivos. El anciano que estaba postrado en la camilla no debía tener más de sesenta años, lo cual se considera joven en ésta época moderna, y entonces me vio.

En sus ojos pude ver que volvía a estar enfadada, pero se le pasó rápido. Mi aspecto quizás era horrible al estar pegado al cristal, con las manos sudorosas por el nerviosismo que me provocaba. Mis labios estaban contra la superficie, mis ojos se fijaban en toda la habitación y con cuidado me echó. Al volver al pasillo ella me abrazó, besó y abofeteó.

—¡No vuelvas a hacerlo!—gritó para luego recordar que estaba aún en el centro—. No uses tus poderes para eso.

Aquella noche logré que dejara el hospital y pasara con nosotros la noche. Estuvimos abrazados besándonos y con Hazel de testigo entre nosotros en la cama. Fue sin duda una noche que no puedo olvidar, porque la ternura que despierta mi hija y la sensación de felicidad que me ofrece Rowan, hace que me sienta vivo. Porque a veces me he sentido vacío, prácticamente muerto aunque tuviese el Don Oscuro, ya que no había encontrado el lugar donde descansar de mis múltiples peripecias.

—Te amo—susurró apoyada en mi hombro mientras me rodeaba junto a nuestra pequeña—. Te amo, Lestat.

—Je t'aime ma cherie—respondí buscando sus labios para ofrecerle un corto beso.


Aún corro mil aventuras en esta ciudad que parece no querer dormir jamás. No obstante busco el confort del hogar de una forma que antes no lo hacía. Simplemente me siento dichoso y feliz porque ella es una gran parte de mi vida y mis sueños. Y sin duda, amigos míos, estoy embarcado en la mayor aventura de todas que es el amor.  


Lestat de Lioncourt

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Lestat de Lioncourt