Lestat de Lioncourt
Mi amor por él seguía en mi pecho, en
las profundas ruinas donde ya creí que el amor no se hallaría. El
único consuelo que he tenido todos estos años han sido mis
esperanzas. No obstante las esperanzas no son eternas y el mundo
termina consumiendo éstas como si fueran velas. Su vida jamás ha
girado entorno a mí y tampoco la mía ha podido girar a su
alrededor, pues alguien me arrebató el privilegio de ser feliz y
mantenerme a salvo entre sus fuertes brazos. Santino me llevó lejos
y me arrastró a la demencia. Tuve que observar como Riccardo, y
otros muchachos, morían en una pira. Soporté ese dantesco
espectáculo porque él volvería a mí, pero pasaron los años y se
convirtió en un sueño.
En la era moderna, es decir en las
últimas décadas, él se ha presentado ante mí hablando de
justicia, amor y respeto. Me ha concedido su amor en raras ocasiones
y en una de sus muestras, según él más sinceras y explícitas,
transformó a Benji y Sybelle, dos jóvenes mortales, en vampiros
como él y como yo.
Si visitaba Venecia sabía que lo
hallaría, posiblemente en su Palazzo disfrutando de sus pinturas y
de nuevos lienzos por usar. Sin embargo, yo esperaba que me buscara y
decidiera desnudar mi alma del mismo modo que mi cuerpo. Él no
parecía tener gran interés sobre mí y mis sentimientos. Parecía
que la pasión que ambos desbordamos en sus sábanas de seda e hilo
de oro quedaron allí, entre los finos y caros tejidos de otra época.
Mis lágrimas han bañado mil veces mi rostro y he torturado mis
noches pensando que algún día se arrepentiría.
A veces sueño que soy parte de sus
esculturas, y que el mármol de mi rostro se ha agrietado hasta
quedar cubierto por una pátina de dolor incalculable. Mis manos
alzadas hacia el techo, como si quisiera que me tomara en brazos, es
sin duda símbolo de mi amor por él. Un amor puro y desesperado que
ya no tiene cabida en sus enormes salones y ni mucho menos en sus
alegres jardines, allí donde la primavera parece vibrar con fuerza.
Soy un hermoso ángel al cual ya nadie reza o suplica por su belleza.
No obstante tomé la decisión de
viajar hasta Italia y dejar que mis recuerdos se soltaran, como
cuando un niño suelta una cometa esperanzado que llegue hacia los
cielos, y finalmente lo único que sentí fue que mi corazón se
estremecía cuando comprendía que estando en aquel país era sufrir
terriblemente. Cuando llegué a la ciudad de Venecia tuve que
soportar el hedor del agua estancada, la cual a penas era apreciable
gracias a la limpieza reciente de algunas zonas, y permití que los
hermosos edificios, en pie desde hacía siglos, me saludaran y
transportaran a otra época.
Me descubrí a mí mismo en el mercado,
corriendo con aquellas calzas celestes y los pantalones azul marino
con la chaquetilla a juego. Mis cabellos rizados y rojizos destacaban
entre la muchedumbre. Riccardo me seguía intentando averiguar que
pretendía. Mis piernas eran hábiles, pero no demasiado rápidas.
Siempre tenía aquel guardián a mis espaldas, abrazándome y
observándome con meticulosidad, amor y respeto. Recuerdo sus besos
en mi cuello y sus palabras amables. Él quería que comprendiera la
gracia y el poder de Venecia, la cual era cuna de grandes artistas,
como lo era Nápoles. Sin embargo yo sólo quería buscar el poder
que se hallaba en el cuerpo cincelado del maestro. Marius desaparecía
de día, pero en las noches me aguardaba otorgándome las caricias
más profanas que pudiesen obsequiársele a un joven como yo. Me
había quedado embriagado con su aroma masculino, el virtuosismo de
sus caricias y la majestuosidad de su miembro justo antes de
ofrecérmelo.
Desperté de mi ensoñación cuando la
barca chocó contra el embarcadero. Allí me apeé tras pagar algunas
monedas al joven que me había llevado hasta el palazzo de Marius.
Había conseguido uno más ostentoso que en su época de esplendor.
Las altas ventanas se alzaban mágicamente por todo el lugar, la
belleza de las flores que ya brotaban, aunque aún escasas, de los
balcones era terriblemente excitante. Podía ver pétalos de diversas
variedades y todos rojos, como a él le solía entusiasmar. Dentro se
hallarían las más maravillosas obras que jamás mostraría, no más
allá de sus criados y algún viejo conocido. Eran para su deleite
como si fuera un extraño morboso que disfruta con su propio desnudo.
El pórtico tenía dos enormes y fieros
leones, en sus bocas tenían dos aros de hierro muy pesados. Debía
golpear para que me escuchara el servicio, pero preferí aguardar
unos segundos jugando con aquellas criaturas. Deslicé mis dedos por
sus espesas melenas, acaricié su hocico con cautela y finalmente
llamé sintiendo que mi corazón se dividía. Mi mente gritaba que
huyera, pero mis latidos acelerados rogaban porque fuese él quien me
abriera.
—¿Qué desea?—preguntó un hombre
menudo que había abierto con dificultad la puerta.
Su aspecto era enfermizo y sus cabellos
eran blancos como la espuma del mar. Tenía unos ojos negros y
diminutos, los cuales se perdían entre tanta arruga, y en su nariz,
casi en la punta de ésta, se hallaban unas pequeñas gafas. El traje
era negro, como los zapatos y la camisa, extremadamente pulcro y
perfectamente entallado. En sus manos largas, y muy huesudas, había
un anillo de oro con un rubí.
—¿Mi maestro se encuentra en
casa?—mi voz tembló, pues temía miedo de haberme confundido y ni
siquiera recordar donde podría hallarse el hombre que aún amaba.
Sin embargo sentí su presencia. Una
presencia arrolladora y firme. Bajaba posiblemente por las escaleras
pues pude escuchar sus pasos. Contuve el aliento, aunque ya ni
siquiera necesitamos respirar como los meros mortales, y agaché la
cabeza intentando ocultar el pánico al rechazo. La sutil colonia de
Marius taladró mi mente así como su voz.
—Tonio, él es uno de mis viejos
discípulos—dijo secamente—. Al cual ya ni se le esperaba ni se
deseaba esperar.
—Maestro...
—Lamento que hayas hecho tan larga
travesía para encontrarme, pero parto en unas horas y prometo que no
tendrás que escuchar de nuevo mi nombre de labios de otros—habló
tan rápido y frío que mis piernas flaquearon.
El hombre se marchó, pude escuchar sus
rápidos pies por la sala hasta perderse por uno de los pasillos de
la nave central de la casa. Aquel lugar debía tener incluso una
capilla. Pensé que era mucho mayor en tamaño que las habituales
residencias de los viejos nobles, por lo tanto había sido una
adquisición cara y por puro capricho. Él no necesitaba una mansión
tan grande, pues ya no tenía jóvenes a su cargo ni un séquito de
empleados.
—¡Maestro, por favor!—grité
alzando el rostro hacia él.
Había comenzado a llorar y a penas
podía ver más allá del líquido sanguinolento que tenía por
lágrimas. Mi pequeño cuerpo, en comparación con el suyo, temblaba
de rabia y dolor. Las ropas que llevaba habían sido confeccionadas
tal y como recordaba. El carnaval había cesado el día anterior,
pero aún así decidí tomar unas prendas de época y llevarlas ante
él.
—¡He venido para estar
contigo!—balbuceé estirando mis brazos, pero él alejó su
figura—. Al menos dame unas horas. Haz que olvide todo lo que ha
pasado. ¿Ya no deseas curar mi alma? ¿Ya soy un recuerdo más al
que debieron lanzar al fuego?—pregunté con voz trémula—. Soñé
con este encuentro desde hacía meses, pero no me atreví a venir
porque...
—Porque pensabas que yo me movería
por ti—dijo tajante—. ¡Qué equivocado estabas! ¿No te apena
ese error?
—¿Por qué eres así conmigo?
Maestro...—caí de rodillas frente a él llevándome dramáticamente
la mano derecha al pecho, mientras con la zurda estiraba mi brazo
para tozar su túnica.
Túnica roja y sandalias, como si fuera
aún ese patricio romano al cual le gustaba regodearse con el vino y
las mujeres. Un hombre lleno de virtudes que quisieron convertir en
Dios o Santo. Sin duda uno de los vampiros más antiguos que se
conocen y un ser drástico. Me sentía impúdico y estúpido al
desear que él me volviera a recoger entre sus brazos.
—¿Harás que muera de desesperación?
¿Podrás tener eso en tu conciencia?—pregunté notando entonces
como sus manos, grandes y frías, se colocaron en mis hombros
estrechos.
Pude ver como sus rodillas se clavaban
en el suelo, sus brazos me estrechaban y su cabello rozaba la punta
de mi nariz. La fragancia de Marius llenó mis pulmones y sus besos
rozaron mi rostro con ternura. Suspiró negándose a sí mismo,
culpándose de cada una de sus acciones y posiblemente fustigándose
hasta el cansancio por haber cedido.
—¿Qué deseas de mí?—preguntó
con voz cansada mientras me estrechaba con cariño.
—Amor—respondí simple y rápido,
sin bacilar ni un segundo.
Pude sentir como me tomaba del suelo y
como se cerraba la puerta tras sus anchas espaldas. Mis brazos
rodearon su cuello y mis piernas quedaron colgando, notando su brazo
izquierdo bajo la corva de mis rodillas, mientras apoyaba mi espalda
en el brazo derecho y su enorme mano. Miré hacia su rostro, el cual
estaba surcado por dudas y una seriedad imposible de describir. Sus
labios algo finos, marcados por los puntiagudos colmillos que
ocultaba, tenían un aspecto seductor.
Quise enredar mis dedos en sus largas
hebras doradas, pero tan sólo jugué con los mechones más cortos de
su nuca. Percibía el olor a incienso, óleo, aguarás y velas.
Seguramente estaba pintando, como solía hacer antaño, sin necesidad
de medios modernos. La calidad de su arte era innegable y
sobrecogedora. Sin duda yo quería ser amado como él amaba sus
obras. A veces sospechaba que amaba más sus cuadros que a mí,
Pandora o cualquiera de sus creaciones.
Desconocía hacia donde nos dirigíamos,
pero no subimos por la intrincada escalera de mármol. Era una
escalera de caracol, con una exquisita alfombra granate con bordados
de hilo dorado. Había hermosas lámparas de época iluminando cada
rincón de ésta, pero no era para nosotros. Jamás había estado en
aquel Palazzo y siempre que nos habíamos vuelto a ver el sexo era
frío, violento y desesperado por mi parte. Buscaba la forma de
sentir su amor y el aliento de su boca pegado a mi nuca.
—Te amo—dije rozando su mentón con
mi nariz, buscando con mis labios su manzana de Adán para besarlo
allí. Mis labios se deshacían sobre aquella piel fría, blanquecina
y llena de aromas que parecían convertirlo en un cuadro viviente.
Él era mi mundo. El mundo donde yo era
nuevamente un chiquillo carente de inocencia, por supuesto, que
buscaba sus atenciones con poemas y dibujos que en ocasiones sentía
que eran patéticos. Él era la figura de un padre y de un amante,
pues el respeto y el amor que sentía por él era similar.
Esperé pacientemente alguna respuesta
por su parte. Las palabras eran importantes para mí, pues con ellas
Marius podía derrumbarme tirándome a los infiernos o encumbrarme al
paraíso. Sin embargo más doloroso era el silencio que guardaba. Sus
ojos azules eran tan fríos que los sentía como daga y rápidamente
deseé bajarme.
—Si vas a obsequiarme con tu silencio
prefiero marcharme—murmuré antes de quedar atónito con la sala
que se abrió ante mí.
Entramos en una habitación enorme
llena de pinturas que me recordaban a pasajes de la biblia. Era una
capilla con imágenes de santos, ángeles, Jesús, la virgen María y
los apóstoles. Me bajé de inmediato para recorrer cada rincón con
fervor. Caminé por aquel lugar observando el pan de oro, los
numerosos frescos y las esculturas de ángeles que se encontraban en
las esquinas, con sus alas alzadas hacia los techos mientras blandían
sus espadas.
—¿Qué hace un descreído como tú
con una capilla?—pregunté mirando los hermosos ángeles de la
bóveda.
El arte lo apasionaba. Había pintado
anteriormente motivos religiosos, aunque no de tan elaborada belleza.
Al parecer había decidido restaurar toda la capilla, usar sus
mejores pinceles y el espíritu de un apasionado artista que ya
parecía estar en el fondo de los canales. Él había resucitado con
su maravilloso pincel hacía muchos años, pues creí que estaba
muerto. Sin embargo jamás pude contemplar de cerca su nuevo estilo.
Era tan renacentista como hermoso y real. Sentí que mi corazón se
paralizaba de inmediato.
—Es arte—dijo aproximándose a mí—.
Te daré amor frente a tus santos y vírgenes—dijo en un tono
seductor—. Descubrirás el amor de tu propio dios.
Sus manos se deslizaron por los encajes
de la camisa y el bordado de la delicada chaquetilla. Aquellas ropas
eran exactas a la que una vez usé con él para una fiesta con
Bianca. Cayó el pequeño sombrero que llevaba y alborotó mis
cabellos al deslizar sus dedos entre ellos, dejando que los mechones
de mi cabeza cayeran desordenados y confiriendo a mi rostro una
belleza prodigiosa.
Besó mi cuello y mi nuca, pues echó
hacia el lado derecho mi melena. Sentía su aliento pegado a mi piel
y sus dedos hábiles acariciando por encima de la ropa. Con presteza,
y sin pudor, me arrancó la ropa dejándome desnudo. Las calzas
quedaron hechas añicos y los zapatos arrojados a un lado de la sala.
—No hay canto más maravilloso que el
de un ángel perdiendo sus alas ¿es cierto?—preguntó tirándome
al suelo de mármol.
Sacó, de entre las telas de su túnica,
un látigo el cual hizo estallar contra mi espalda. No fue una
ocasión sino más de diez. Podía escuchar como cortaba el aire,
golpeaba mi espalda y marcaba esta salpicando su rostro y el suelo
con mi sangre. Las heridas se cerraban rápidamente, pero el
puntiagudo dolor era excitante. Me abrí de piernas quedando a gatas.
Mis codos se clavaron en el mármol frío y pronto mi pecho se
recostó inclinándose hacia las baldosas, mis tetillas se erizaron
por el contraste y mis piernas flaquearon. Pude notar como mi sexo se
erguía con prodigiosa celeridad. Su carácter explosivo, la belleza
del lugar y mis anhelos me jugaban una mala pasada.
Comencé a gemir dejando que estos se
dispersaran por toda la capilla. Las vírgenes, los ángeles, los
apóstoles y cada uno de los rostros de los frescos o esculturas,
parecían escrutar en mi alma enviándome al infierno. Sin embargo no
me importó. Gemía moviendo mis caderas mientras él jugaba a ser
violento conmigo. Pero no pudo controlarlo. Arrojó el látigo a un
lado y se quitó la túnica descubriendo su cuerpo desnudo, salvo por
las sandalias.
—¿Qué me harás?—pregunté algo
ronco.
De inmediato vi sus manos atraparme.
Sus dedos se enredaron en mis cabellos y me alzó del suelo dejándome
arrodillado frente a él. Su miembro ya estaba dispuesto y yo tan
sólo tenía que dejarme. La sumisión era un juego que sabía usar
con él. Disfrutaba en exceso viéndome llorar por el placer que él
me provocaba y el dolor que sesgaba cada uno de los poros de mi piel.
Su sexo entró en mi boca y yo lo
recibí apretándolo con mis labios, ocultando mis filosos dientes,
para ofrecerle las caricias más sensuales con mi húmeda lengua.
Cada trozo de su miembro tenía un sabor ligeramente salado y un
aroma viril que me electrocutaba. Podía sentir el hormigueo recorrer
mi columna vertebral, pegarse a mi nuca y obligarme a mover mi cabeza
desesperadamente. Sus manos estaban a ambos lados de mis sienes y sus
uñas aplastaban mi cráneo sin piedad. Podía notar como el vello
púbico, espeso y rubio, rozaba mi nariz y también sus testículos
chocar contra mi mentón. Mis ojos se habían cerrado momentáneamente
para saborear aquel instante como si fuera un logro. El olor a sangre
y sexo me excitaban visiblemente. Mis manos se aferraron a sus
caderas mientras mis párpados se levantaban. Lo miré a los ojos
bañado en lujuria, tanto en la mirada como perlando mi piel.
—Detesto saber que has sido de
otro—dijo tomándome de la nuca para hacerme sentir toda su
virilidad—. Sé que has sido de David y otros hombres. Te has
comportado como una auténtica puta ¿y me pides amor?—murmuró
tirándome al suelo mientras me abría las piernas—. Las fulanas
sólo necesitan que las dominen.
—Yo te amo—respondí entre jadeos
con una voz trémula y sensual. Mi aspecto era el de un ángel roto,
destrozado por la ira divina, en medio de una congregación de
divinidades, grandes y pequeñas, donde me juzgarían para lanzarme a
los infiernos. Y el mismísimo Dios, en todo su apogeo de belleza y
magnificencia, me abría las piernas para penetrarme atormentándome
con palabras viles y terribles—. Te amo.
—¿Ese será tu único
salmo?—preguntó impulsándose dentro de mí.
Mi torso se pegó contra las hermosas
losas de mármol, las cuales ya eran de color rosado por mi sudor
sanguinolento y las heridas que me había abierto, mis caderas se
alzaron y mi boca emitió un doloroso quejido. Su miembro de gran
envergadura había entrado en mí, sin remordimientos o titubeos,
para arrancarme los gemidos más violentos que yo pudiese recordar.
Sus penetraciones eran firmes y
constantes, el ritmo era elevado y bombeaba con precisión. Aquella
deliciosa mezcla de dolor y placer provocó que eyaculara manchando
las baldosas. Él de inmediato salió y me giró para abofetearme,
golpearme y volver a penetrarme pero esta vez con mi rostro girado
hacia el suyo, la adolorida espalda sobre el piso y sus enormes manos
pellizcando con furia mis pezones.
—¡No te di permiso!—bramó
mientras yo tan sólo temblequeaba por mi reciente orgasmo.
—Te amo—balbuceé con el labio
inferior roto por un reciente puñetazo, también tenía una de mis
costillas hundidas y mis manos se hallaban llenas de arañazos.
Maltratarme hasta la degradación había
sido parte de las sutiles muestras de amor, celos y coraje de mi
atractivo tirano. Sus dientes se clavaron en mi cuello, para
proporcionarme mayor tormento, y succionó algunas gotas de sangre.
Mis manos buscaron la esclavitud de su piel, pues una vez que tocaba
su figura quedaba intoxicado por la textura sedosa que poseía.
Mi mente se transportó a las tórridas
noches de verano donde su cama se abría para mí, sus manos me
tocaban como si fuera un espécimen único y me decía las palabras
más hermosas. Mi mundo se había derrumbado como un mugriento telón
en aquel teatro. Sí, sin duda ya no quedaba nada. Sin embargo yo me
aferraba a los tiempos en los cuales él no me golpeaba tanto, ni me
humillaba y tampoco permitía que mi amor fuese a parar a las manos
de otro hombre. El placer que me ofreció a su lado aún lo recuerdo
y es el que surge en cada beso, lamida o caricia.
Sus embestidas cada vez eran más
violentas, sus golpes más certeros y sus manos terminaron tomando el
látigo nuevamente. Sentí como el cuero se pasaba entorno a mi
cuello, como si fuera una corbata o un collar, y lo tensó. Percibí
entonces su lengua rozar mi mentón, subir hacia mi mejilla y acabar
aquel trato con un mordisco en mi oreja derecha. Mis cabellos estaban
empapados en sudor sanguinolento y mis manos ya no se aferraban a él,
sino que arañaba el suelo dejando que mis uñas se quebraran.
Noté como la punta de mis pies se
pegaba a las losas, mis piernas se arqueaban y mi espalda se elevaba.
Terminé con los ojos cerrados sintiendo como me aprisionaba mientras
vaciaba su esperma en mí. Eyaculó con un rugido similar al de un
animal salvaje y me tiró al suelo bruscamente, retirándose de mi
presencia y dejándome a solas con el arte que dominaba aquella
capilla. Yo también había llegado, pero ni siquiera se detuvo para
comprobar si aún jadeaba agitado su nombre.
Quise llorar pero ya no había lágrimas
suficientes. Mi cuerpo quedó tirado de mala forma y al despertar el
silencio golpeó mis tímpanos. La oscuridad era cegadora y a penas
distinguía mis manos. A pesar de mi buena vista me había convertido
en un ser sin instinto. Llamé a Marius, pero él no acudió. Nadie
del servicio detuvo mis gritos.
Al salir de la capilla noté que la
casa había sido vaciada, aunque aún quedaban algunas obras
cubiertas por telas de cortinas viejas. No quedaba rastro de él y no
había dejado dirección alguna. Me había dejado desnudo e
insatisfecho, pues aunque mi cuerpo gozó mi alma quedó hundida en
los canales con nuestro pasado y cualquier esperanza. Me dejó atrás,
como ya hizo una vez, provocando que cayera de rodillas incapaz de
moverme. Aún tenía el olor de su cuerpo impregnado con el mío, la
sensación de sus sensuales manos recorriendo cada mechón de mi
cabeza y sus labios susurrando palabras crueles.
—¡No me amas! ¡Si me amaras me
habrías mantenido a tu lado! ¡Tirano! ¡Déspota! ¡No volveré a
caer en tu trampa!—grité a sabiendas que nadie me escucharía y
que nunca cumpliría mis desafiantes palabras.
1 comentario:
Es atractiva la forma tan directa en el cual reflejas el poder de Marius sobre Armand. Debo admitir que esta relación siempre me pareció un poco mas sutil, menos directa en sus interacciones lo cual le daba cierto encanto. Sin embargo es una visión un poco mas desesperada y por tanto bastante emotiva. Me encantó.
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