Bonjour
Armand me ha pedido que suba esta conversación con Sybelle. Esperamos que la disfruten.
Lestat de Lioncourt
—No recuerdo el momento en el cual
dejé que mi alma se desprendiera. Mi cuerpo ha quedado sumergido en
un lugar donde no tengo acceso y mi espíritu es torturado por la
demencia de un amor que no existe. Me evaporo sin dejar huella en
aquellos que he amado con todo mi corazón, pues éste ya sólo son
cenizas acumuladas en el asfalto. He amado, pero no me han amado lo
suficiente. No comprendo como llegué a esta situación, pero ni el
sol es tan doloroso cuando toma contacto con mi piel. Así me
siento—dije sentado en la oscuridad mientras escuchaba sus dedos
deslizarse por las teclas del piano.
Ella lucía un elegante y vaporoso
vestido blanco. Sus ojos eran diamantes en la penumbra, sus labios
gruesos arquearon una sonrisa aunque creo que quería llorar, sus
hombros redondos y perfectos se encogían y relajaban al ritmo de la
música y su cuello se alzaba mostrando cierta seducción. Tenía
unos pechos pequeños y redondos que se elevaban en un busto
exquisito con aquel escote. Sybelle estaba arrebatadora aquella
noche.
—Yo te amo—respondió dejando de
tocar para colocar sus manos sobre la falda de su vestido—. Benji
te ama.
—Es lo único que me retiene—repuse—.
Lo único.
—¿Tanto te duele que él no te
ame?—preguntó frunciendo el ceño—. ¿Vives por su amor?
—Muero por su amor—murmuré.
—¿Se lo has dicho?—se levantó del
piano y caminó hacia mí para tomarme del rostro—. Tú que eres
como un ángel para Benji y para mí, pero como un pequeño diablillo
para el resto. El mismo hombre que camina por las noches y se oculta
de día, pero que lo hace a sabiendas que el sol puede matarlo y no
porque otros se lo han dicho. Tú quien lleva quinientos años viendo
el mundo. Eres fuerte, eres inteligente y a la vez eres como un niño.
¿Quién no podría amarte?—era el discurso más largo que Sybelle
había hecho en muchos años. Ella era de frases cortas y de guardar
silencio.
—Él—balbuceé llorando antes de
abrazarla—. Marius.
Noté su preocupación, pero también
sus manos despojándome de mi camisa y palpando mi torso. Ella
buscaba que olvidara el dolor y me entregara a la seda de sus dedos.
Mis ojos se cerraron y permití que sus labios besaran mi rostro,
recorrieran mi cuello y dejaran un último beso en el lugar donde se
hallaba mi corazón. Después nos sentamos ambos en el sofá más
grande del salón, uno tapizado en cuero, y nos recostamos mientras
murmurábamos la Appassionata observando a lo lejos el piano.
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