Fanfic de Arion x Petronia donde las discusiones vuelven. No se lo pueden perder.
Lestat de Lioncourt
Odio y amor
La cuaresma cristiana era una de las
fechas en las cuales más arduamente trabajábamos. A pesar de ser
una religión que había nacido frente a nosotros, alzándose primero
como un pequeño brote y convirtiéndose en un Edén para aquellos
que tienen fe, no la compartíamos. Pese a los rumores y el libro que
creó Lestat, sobre su visión del cielo y el infierno, para nosotros
Dios es una criatura desconocida a la cual no rogamos favores o
virtudes.
Había cientos de encargos especiales.
En ocasiones meditaba durante largo rato sobre aceptarlos o
rechazarlos. No podía centrarme en numerosas colecciones y
realmente, pese a todo, éramos creadores de sueños. La fantasía
estaba incluida en cada una de las joyas. Los anillos, pedrería y
camafeos estaban realizados con meticulosidad y en ocasiones era la
piedra la que hablaba. Sin embargo los encargos llegaban y decidía
aceptar algunos.
Aquella noche estaba situado frente al
ordenador, sosteniendo entre mis manos mi último boceto y recordando
las piezas que poseía. Aquella hermosa imagen de Cristo coronado con
brutales espinas, sintiendo como la sangre corría por su frente y
sus cabellos se empapaban por el sudor, era escalofriante. Sin lugar
a dudas era una de los bocetos más realistas que había hecho en
algunos siglos. Se debía a la música que había elegido para
inspirarme y entregarme a la fiesta. Las trompetas, redobles de
tambores y las voces unidas en un rezo me hicieron recordar por un
instante el sentimiento que arrancaba de los corazones de cada
verdadero cristiano.
Sin embargo el trabajo no comenzaría
aquella misma noche. Había decidido que debía descansar durante
unas horas. Manfred se hallaba fuera. La noche apareció cargada de
estrellas y no de nubes. Era una de esas noches que todos disfrutamos
por las calles de Nápoles, observando a los transeúntes y
uniéndonos a ellos en los bares que cierran a altas horas. No
obstante por mi parte deseaba quedarme en casa, acompañar a Petronia
y, si era posible, trenzar su cabello.
La luz del monitor se apagó y
lentamente el murmullo continuo, el cual provenía de la torre de
alimentación, cesó. La pequeña biblioteca quedó a oscuras con las
enormes cristaleras a mis espaldas, las cuales permitían a la escasa
luz penetrar e iluminar parcialmente los objetos, mientras que al
frente estaba la puerta encajada.
Dejé el escritorio algo revuelto, los
documentos estaban esparcidos por la mesa y el ordenador a un lado.
Era viejo, pero el portátil tan sólo lo utilizaba cuando me hallaba
lejos de la residencia habitual. Las estanterías y pequeños podios,
los cuales tenían urnas de cristal, estaban repletos de nuevas joyas
en representación a la pasión, resurrección y muerte de Cristo.
Nada sospechaban mis clientes que estaban elaborados por un inmortal,
alguien que vivió mucho antes de su nazareno, y que sabía que había
prodigios aún mayores hechos por otros vampiros que por un Dios poco
piadoso.
El largo pasillo se convirtió en un
peregrinaje lleno de oscuridad y preocupaciones. Petronia a penas me
hablaba en los últimos días, ella había decidido entregarse a su
labor más allá de lo acostumbrado. Sus diestras manos acariciaban
los rubíes, el marfil o las piezas de oro con tanto mimo que incluso
me provocaba celos. Mi cuerpo temblaba al imaginar que su mente
estuviera completamente atestada de arte y no hubiese ni un momento,
por breve que fuese, que me recordara o pensara en hablarme.
Ciertamente extrañaba los días en los
cuales las noches tan sólo eran nuestras, pero Manfred llegó a
nuestras vidas y el Santuario fue todo un hecho. Petronia se fue
alejando de mí, como un barco a la deriva buscando puerto, y yo
aguardé su regreso sin esperanzas. Sin embargo ella aparece en
ocasiones, siendo la misma mujer de la cual me enamoré, seduciendo
mi corazón y provocando que mis manos acaricien su piel suavemente
sin prisas. Cuando la tengo en mis brazos soy un hombre literalmente
libre, pero a la vez soy esclavo de la felicidad que derrochen sus
labios y mirada.
El pasillo se convirtió en una
peregrinación de varios segundos, los cuales me parecieron décadas.
Al tocar los pomos de la puerta, la cual era de doble hoja, sentí un
mal presentimiento. Sabía que no debía interrumpir su trabajo ni
sus breves descansos. Sin embargo la necesidad silenció a la razón
y la pasión bulló por todo mi cuerpo. Me tensé y relajé al mismo
tiempo que accionaba el mecanismo, abría las puertas y me encontraba
con una escena que me hizo hervir de celos.
Se hallaba recostada en la cama, sin a
penas ropa, con el cabello revuelto y el rostro cansado. Varios de
sus sirvientes la acompañaban. Había silfos hermosos entre sus
favoritos, los cuales tenían el cabello negro y la tez clara con
unos rasgos algo femeninos. La belleza de los muchachos era evidente
y mi molestia se convertía en ira. Tan sólo llevaban las túnicas
que ella les disponía para estar en el palazzo y servirla, igual que
hubiesen hecho con la mujer de un patricio. La cama se hallaba
revuelta, pero con las sábanas de seda grana rozando suavemente la
piel de sus muslos y piernas. Los jóvenes se hallaban despiertos,
aunque recostados a su alrededor. Eran tres muchachos delgados, dos
morenos y uno de cabello muy rizado y dorado.
—Fuera—dije manteniendo la mirada
en el más joven de todos, Paolo, que a penas había llegado a los
diecinueve años.
Era un muchacho venido de Venecia de
cabellos rubios como el propio trigo, y repleto de bucles, con ojos
llenos de ternura color aguamarina. Sin duda parecía que Apolo había
bajado de su carro y hubiese tomado la feminidad de su hermana Diana.
Su expresión poseía la magia de una muñeca de porcelana pero las
lágrimas, las cuales bordearon sus mejillas hasta sus labios, le
concedieron una imagen que deseaba destrozar.
—¡Fuera!—estallé provocando que
incluso ella se despertara.
Los jóvenes se incorporaron a toda
velocidad. Tonio, el mayor de los tres, tropezó con sus sandalias y
cayó de bruces frente a mis pies. Mi aspecto era imponente tal vez
por mis ropas sobrias, de hombre de negocio, que me dotaban de un
aspecto serio y fuerte. El muchacho se incorporó pidiendo disculpas,
corriendo hacia la puerta y marchándose con el resto.
—¡Cómo te atreves!—me gritó aún
en el colchón con los puños cerrados y sus dedos aferrados a las
sábanas.
—¡Eso debería decirte a ti!—le
respondí señalándola con el dedo índice de la diestra—¡Yo a
ti! ¡No tú a mí!
—¡Estaban haciéndome compañía!—dijo
aproximándose al borde de la cama para bajarse de esta, caminar
hacia mí con paso firme y una mirada amenazadora.
—¡En nuestra cama! ¡Estás
desnuda!—exclamé al ver que a penas se apreciaba su ropa íntima,
la cual estaba llena de encajes y satén, que únicamente quedaba
parcialmente oculta por una enorme camisa de algodón blanco.
—¡Tengo mi ropa interior y una de
tus camisas!—sus ojos eran dos continentes cubiertos por las
cenizas de un volcán que entraría en erupción.
—¡Y qué!—respondí antes de ver
como ella se sacaba la camisa y me la tiraba a la cabeza.
—¡Me dejas sola todas estas noches
para que trabaje como si fuera tu esclava! ¡Me olvidas por completo
y vienes a reclamarme! ¡Estoy seguro que incluso has ido a caminar
con esa ropa tan elegante! ¡Posiblemente a uno de esos tugurios
donde va la élite a beber, hablar de negocios y acariciar entre las
piernas de fulanas de lujo!—eran lugares frecuentados por Manfred y
que en algún momento, aunque no me siento orgulloso, he ido para
buscar una víctima fácil y rápida.
—¡No voy a esos locales!—grité
tomando la camisa del suelo, pues había caído a los pies de mis
zapatos de cuero italiano.
—¡No te creo!—dijo antes de
abofetearme duramente.
La pelea tan sólo había comenzado. A
pesar de todo no iba a tener una noche agradable. Hubiese sido mucho
mejor para mí haberme quedado en el despacho. Observar sus ojos
furiosos sobre mí, como se formaban pequeñas arrugas de expresión
en su ceño y su boca se fruncía, era un espectáculo que yo no
deseaba apreciar jamás. Sin embargo era frecuente observar como ella
terminaba furiosa, estallando, rompiendo todo a su paso y
golpeándome. Porque los golpes también llegaban uno tras otro sin
importarle nada.
—¡Desgraciado!—rompió a llorar
dándome un empujón, el cual hizo que retrocediera unos pasos hacia
la puerta.
—¡Sabes que no soy así!—intenté
en vano sujetar sus brazos, tomarla por la cintura y acariciar su
despeinada cabeza. Aquella mata de pelo negro parecía cobrar vida,
del mismo modo que lo hacía la escasa ropa que llevaba y cualquier
rasgo que en ella pudiese parecer frágil.
Era fuerte, muy fuerte, pero también
tenía un alma volátil. Iba de la pena a la rabia. Viajaba en una
montaña rusa que no sabía detenerse. En ese momento, cuando estiré
mis brazos hacia ella, me mostró la rabia y el odio. Me abofeteó
fuertemente y después me encajó un puñetazo de izquierdas que me
hizo caer al suelo.
El golpe fue terrible. Mi mandíbula
quedó desencajada y mi cuerpo rompió la puerta que había quedado
encajada. Las astillas se clavaron en mi camisa blanca de algodón,
traspasando mi gruesa piel y dura musculatura, mientras mis
pantalones se arrugaban y salpicaban por las gotitas que caían de mi
labio inferior. Ella me miró completamente fuera de sí y me propinó
una patada.
—¡Piensas siempre mal de mí! ¡Estoy
cansada!—dijo con un tono de voz gélido a pesar de su apariencia
endemoniada.
—Me voy—dije levantándome mientras
sentía como comenzaban a curarse mis heridas.
—¿Dónde vas a ir? ¡Seguro que a
esos lugares! ¡Del mismo modo que me dejas sola tantas noches! ¡Te
marchas con Manfred!—sus ojos estaban al borde del llanto, pero no
fui a protegerla entre mis brazos.
De inmediato crucé el pasillo y me
encerré en mi despacho, pero ella abrió la puerta de un golpe y me
siguió por toda la habitación. Escuchaba como lloraba, sin embargo
yo no la miraba. Ver sus ojos llenos de aquellas lágrimas
sanguinolentas, las mismas que corrían por su cuello hasta sus
pechos, sería un espectáculo dantesco y sobrecogedor. Petrononia
tenía unos pechos escasamente formados, como si fueran los de una
adolescente, aunque con unos pezones excitantes demasiado tentadores.
—¡No puedes irte!—sus palabras
eran atropelladas y el tono quebradizo.
Las bolsas de cuero, las cuales solía
usar en mis largos viajes a las ciudades donde teníamos algunos
negocios, se llenaban de joyas, catálogos e información de
transacciones. Realmente me estaba marchando. Sin ropa, pero con toda
la fortuna que había acumulado en mis años de orfebre. Sus pequeñas
manos, pues en comparación con las mías eran diminutas finas, se
aferraban a mis brazos mientras yo ejercía una fuerza muy superior a
la suya.
—¡Arion!—gritó desgarrada cayendo
de rodillas, pues había empujado su cuerpo para poder tomar la
última bolsa—. ¡Arion! ¡Maestro! ¡Maestro!
—Buscaré alguien que desee aprender
y obedecer—mis palabras sonaron frías, serias y cortantes. Mis
ojos la divisaron como un pequeño montón de carne trémula llena de
belleza deslumbrante. Sus cabellos caían revueltos, su rostro estaba
empañado en lágrimas y a penas había ropa que cubriera su piel de
satén—. Alguien menos violento y que esté dispuesto a ofrecerme
todo su ser.
—¡No puedes! ¡No debes! ¡No tienes
porque hacerlo! ¡Si lo haces convertiré a Paolo!—dijo
enérgicamente a pesar que aún lloraba.
—Hazlo—respondí con una sonrisa
traviesa en mis labios—. Hazlo y fracasarás.
—¡Puedo hacerlo!—intentaba
incorporarse, pero el nerviosismo le impedía en ese momento hacerlo.
Sin mucho cuidado me giré por
completo, dejé los maletines en el suelo y la incorporé. Noté
entonces que de su cuello colgaba algo. Era una cadena muy fina, la
cual parecía prácticamente un hilo, de oro blanco de la cual
colgaba un exquisito colgante de camafeo que yo había realizado. Era
el casco de un gladiador. El casco estaba en relieve y miraba hacia
el frente, el borde era de oro blanco y tenía algunas piedras
preciosas de gran valor.
Había creado aquel colgante como
muestra de mi sincero respeto hacia ella, mi profundo amor y el deseo
de ser parte de su vida por siempre. El colgante tenía más de un
siglo. Fue un regalo en una noche cualquiera, más allá de alguna
fecha concreta, donde renové mis votos de amor hacia ella. Me
arrodillé en el mismo balcón que nos daba la espalda, abrí la
pequeña caja y lo mostré con cuidado para que ella lo viera. Aún
recordaba como sus mejillas se iluminaban y su rostro pasara de ser
un ángel de piedra, aunque extremadamente hermoso, a lucir con la
felicidad de las Gracias de Rubens.
—Lo haré—dije bajando mis manos
por sus brazos hacia sus codos—. Tú me has obligado—después le
quité el colgante y lo guardé en mi bolsillo—. Te libero de este
amor que ya no deseas.
—¡No puedes quitarme ese camafeo!
¡Es mío! ¡Tú lo hiciste para mí!
—Lo hice para mi corazón y mi
corazón esta noche se ha quebrado. Has apreciado su funeral mucho
menos lujoso que el de una valkiria en tiempos de paz—susurré
inclinándome para rozar sus labios, aunque no llegué a tocarlos
sino que me paré para mirarla a los ojos—. Cuídate.
Me aparté de inmediato y tomé mis
bolsas, las cuales serían mi único equipaje, junto a mi portátil.
La escalera de mármol me esperaba tan enroscada como siempre. Ella
iba detrás intentando pararme los pies, empujándome y tirando de
mí. Sin embargo llegué a la puerta y ella se interpuso entre la
salida y yo.
—Déjame pasar—mi voz era gruesa e
hizo eco aquella formidable estancia.
La entrada de nuestro palazzo era para
mí una obra de arte. Poseía numerosos ventanales, una enorme puerta
y algunas columnas con capitel jónico y corintio. El mármol se
extendía por el suelo, subía por las escaleras y se dejaba seducir
por el oro. Un lugar donde un príncipe viviría con todos los lujos
propios.
—¿Ya no soy tu musa? ¿Vas a dejar a
tu musa?—preguntó mirándome directamente a los ojos. Quizás
buscaba enternecerme con aquel tono de voz y su delicado cuerpo
expuesto con aquel hermoso juego de ropa interior.
—Puedes tomar a otro para que sea tu
héroe—susurré con una leve sonrisa.
La mitología siempre nos había
acompañado. El amor por nuestra cultura no se había dilapidado,
pero además buscábamos en otras inspiración de forma recurrente. Y
aún así, pese a todo, lo único que funcionaba realmente para
invitarme a crear era ella.
—¡Arion no puedes irte!—estalló
tomándome de los hombros, los cuales aún tenía algunas astillas
incrustadas.
—Aparta, mujer—susurré tocando el
hierro de la pesada puerta, la cual poseía una vidriera
impresionante que representaba el Vesubio entrando en erupción.
—Mujer... fuiste el primero en
tratarme como una y aún eres el único—su expresión dulce y
sosegada, aunque estaba cubierto su rostro de numerosas lágrimas,
tenía un aspecto hermoso. Ella sabía como conmoverme, pero aquella
vez sería realmente la última.
—Aparta—me agarró del cuello de la
camisa y me inclinó hacia ella para besarme.
—¡No!—grité antes de saborear sus
labios.
Un beso lleno de furia y dolor. Mi boca
aún sabía a sangre y eso la excitó. Su lengua se movía
rápidamente dentro de mi boca, contaba cada uno de mis dientes con
descaro y podía sentir sus pechos subiendo y bajando debido a la
agitación.
No dudé ni por un momento en
estrecharla contra mí y comenzar a besar su rostro. Cada lágrima
fue reemplazada por las sutiles caricias de mis labios, los cuales
temblaban afectados por la rabia que había contenido y el dolor. Mis
manos tocaron su cintura con miedo y acabaron perdiéndose en su
espalda. Recorrí cada milímetro de su columna marcándolo con mis
dedos, con cuidado y cariño. Temía que aquel momento se
desvaneciera y nos convirtiéramos ambos en dos continentes
separados.
Sus labios se pegaron a mi cuello y
buscó mi oreja derecha para dejar una plegaria. Me sentí un santo
escuchando los deseos puros de una joven. Ella era delicada como las
vírgenes de los santuarios cristianos y a la vez tan fuerte,
apasionada e invicta como un arcángel. Su belleza y su fuerza me
tenían obnubilado y aún enamorado.
—Me quedaré—susurré notando como
ella se apartaba y caminaba con gracia femenina hacia la escalera—.
¿Dónde vas?
—Voy a prepararte un baño,
maestro—su sonrisa provocó que me encendiera.
La rabia, el momento de dolor y
cualquier mal pensamiento quedó en nada. Todo era ella. Ella era
todo lo que deseaba. Me arrastraba a la desesperación y al deseo
rápidamente. Quería hundirme entre sus largos brazos, que me
rodeara con sus piernas haciéndome sentir sus cálidos muslos y sus
manos en mis cabellos enredándose en la espesa mata rizada que
poseía.
Subí tras ella dejando las maletas en
la puerta. El servicio la subiría a mi despacho y yo terminaría por
colocarla en cada vitrina, estantería o hermosa caja de terciopelo
azul, rojo o negro. Amaba las cajas que a veces conseguíamos para
las joyas más delicadas, las más hermosas o simplemente aquellas
que se deseaban conservar ocultas como inversión. Me olvidé por
completo de las joyas e incluso de aquella que estaba en mi bolsillo.
Las escaleras me parecieron eternas
pues deseaba atraparla entre mis brazos, pegarla a mi cuerpo y
fundirme con el suyo deleitándome de la fragancia que poseía su
cabello. Sus pasos cada vez eran más provocadores y sus largas
piernas estaban torneadas de sensualidad. La puerta del baño se
abrió y ella entró, dejando que yo pasara para echar sus brazos
alrededor de mi cuello. Me sonrió entonces de una forma tímida. Sus
mejillas se llenaron de un color rojizo que estallaba en su cara
dándole un enorme contraste. Por primera vez en mucho tiempo dejaba
que la máscara cayera.
—Petronia—dije en un balbuceo antes
de sentir como sus labios rozaban mis mejillas, abandonaban caricias
en mi mentón y se perdían por mi pecho mientras abría mi camisa—.
Petronia...
—Maestro—susurró apartándose—.
Permíteme.
Con una feminidad que había olvidado,
pues ella a veces buscaba ese lado masculino y cruel para enmascarar
su verdad, se desplazó hacia la enorme bañera que reinaba justo en
el centro del baño. En aquel lugar pasábamos largas horas cuando
Manfred no se hallaba con nosotros y a pesar de no tener los lujos
modernos, con una bañera mucho mayor y que prácticamente se llenaba
sola, éramos felices.
El mármol cubría suelo y paredes, los
grifos eran de oro al igual que las llaves de paso, el retrete no
existía y en su lugar había una pequeña fuente. En un lado de la
habitación había un enorme espejo que cubría desde el suelo hasta
el techo y el reflejo era perfecto, a pesar que muchas veces se
empañaba. Las toallas y albornoces estaban situados en unas baldas
especiales, al igual que el jabón y los utensilios para el
acicalamiento.
Ella vertió las sales, encendió la
bañera y se marchó dejándome un beso en la mejilla. Estaba seguro
que iba a prepararse para tal acontecimiento. Por mi parte no había
problema alguno si quería hacerse desear.
Mis manos quitaron los botones
restantes, me deshice de mi pantalón, los calcetines, la ropa
interior y por supuesto los zapatos. En mi espalda quedaba alguna
astilla y logré quitarlas tras varios intentos. Mi cuerpo desnudo
frente al espejo se mostraba grotesco. La espalda ancha, los músculos
marcados, algo de vello rizado en mi torso y el pequeño hilo de mi
ombligo hasta el pubis donde nacía mi miembro que ya tenía algo de
forma. Era un espectáculo al cual ya me había acostumbrado. Jamás
envejecería, nunca sabría lo que era ver una arruga o cana, y eso
era sobrecogedor y hermoso a la vez. Vería el fin de los tiempos y
posiblemente un nuevo amanecer distinto, tal vez más terrible o
quizás más atractivo.
Mientras divagaba ella regresó y lo
hizo con aquella cadena. La había robado mientras la abrazaba. Tenía
los dedos ágiles y una soltura increíble. Su hermoso rostro estaba
encajado en una melena leonina por culpa de aquella pelea. Tenía un
brillo triste en los ojos que quise hacer desaparecer de un plumazo,
por eso me acerqué a ella y la besé.
Su boca se abrió y sus brazos fueron a
rodear mis caderas, mis manos acariciaban sus mejillas y dejaba que
hicieran círculos sobre sus pómulos. Se veía tan atractiva como el
primer día en el cual los malos tratos habían cesado sobre su
cuerpo. A pesar de todo era espigada, con las manos finas y la nariz
perfecta encajando en unos pómulos marcados. El rostro de una hembra
con rasgos varoniles. Y aunque ella me mostrara dos sexos, en vez de
uno, para mí era una mujer seductora que me había hecho caer en
redondo.
Entre besos y caricias ambos nos
introdujimos en el agua. El grifo se cerró y permitimos que aquella
enorme bañera, la cual estaba destinada para cinco ocupantes, nos
sedujera con sus burbujas, calor y aromas. Sus manos se deslizaron
por mi torso hacia el cuello, ella mientras se acomodaba sobre mi
cuerpo y sus muslos rodeaban mis caderas. Me besó la boca con una
ternura inusitada en ella y permitió que mis caricias fueran cada
vez más eróticas.
Mis manos acariciaban sus senos
conteniendo estos con facilidad en mis manos, estrechándolos entre
mis dedos y masajeándolos. Su cuerpo oscilaba sobre el mío y mis
besos se convirtieron en pequeñas mordidas. Ambos inspeccionábamos
nuestra anatomía como si fuese la primera vez. El agua estaba llena
de espuma, con un color aguamarina debido a las sales y una fragancia
similar a los lirios y claveles. Había pasión, pero se controlaba.
Mis dedos acabaron acariciando sus
muslos, deslizándose desde la rodilla hasta las ingles, con caricias
sutiles pero eróticas. Pronto dos de los dedos de mi mano diestra
acabaron dentro de su vagina, acariciando su clítoris y penetrándola
suavemente. Ella gimió echando la cabeza hacia atrás. Mi nombre se
convirtió en salvo y versículo de una nueva religión basada en el
placer y el deseo. Yo la miraba completamente obnubilado por su
belleza. Siempre había visto a Petronia como una mujer hermosa, pero
con aquel colgante me demostraba que mi corazón no sólo era suyo.
El corazón de Petronia me pertenecía. Ella me amaba y me lo
demostraba con aquel gesto sencillo, espontáneo y lleno de
simbolismo.
Noté entonces como sus manos
acariciaban mi torso y bajaban hasta mi pelvis. Cuando pude tener
conciencia de lo que estaba pasando me hallaba con la cabeza echada
hacia atrás, mi cuerpo completamente subyugado por sus caricias y la
tibieza del agua. Mi miembro se endurecía bajo el sometimiento de
sus caricias, cada vez más firmes y desconsideradas. Mi boca buscó
la suya con intranquilidad y mis jadeos eran fuertes, como gruñidos
y leves gemidos que acabaron siendo ahogados por palabras de amor.
Ella misma se penetró llegado el
momento. Un gesto de dolor cruzó su rostro durante unos segundos,
pero se desvaneció dejando a la luz una mirada perversa. Comenzó a
gozar desde la primera estocada. Mis manos fueron a su cintura para
ayudarla, pues el ritmo cada vez era más firme y yo cada vez deseaba
más. El agua comenzó a salpicar el suelo e incluso inundarlo. Mi
ropa, la cual aún tenía sangre fresca, comenzó a empaparse y mis
zapatos se estropearon porque salpicó bastante sobre ellos.
—¡Mi buen maestro! ¡Maestro!—gritó
cabalgando libre sobre mí, pues había decidido sostenerse aferrada
a mis hombros. Mostraba sus pechos agitados, con sus pezones color
tierra ofreciéndomelos prácticamente. No dudé en atraparlos con mi
boca y succionarlo mientras ella gemía.
—¡Petronia! ¡Mi amada Petronia! ¡Mi
hija de sangre!—alcé la voz al apartar sus pechos de mí, la miré
a los ojos y la tomé del rostro.
Quería ver su expresión al llegar al
orgasmo. Sabía que ella iba a llegar pronto. Su vientre se contraía
y podía ver como sus piernas flaqueaban. Era posible que ardiera su
sexo, como si el roce de la fricción de mi miembro la rompiera. Sus
ojos se cerraron, sus labios se abrieron y pude sentir sus uñas
clavarse en mis hombros y arañar mis brazos. El olor de la sangre,
la presión de sus músculos vaginales y su expresión facial me hizo
llegar al culmen.
Ella cayó agotada lamiéndose los
labios y buscando la calma. No obstante yo no estaba calmado. Me
había golpeado duramente y había aceptado aquel trato como si no
importara nada. En ese mismo instante, en el cual las aguas quedaron
tranquilas, la saqué de la bañera, la envolví en una toalla y la
llevé a la cama.
Aún estaba revuelta, tal y como la
había visto con ella rodeada de sus sirvientes. Su cuerpo encajó en
ella a la perfección. Ella me miró confusa sin comprender que
pretendía. Tomé la toalla y lavé su sexo, retirando mi esperma,
antes de comenzar a lamer su clítoris. Sus piernas se cerraron por
inercia, pero rápidamente fueron abiertas por mis manos evitando que
la cerraran. Mi lengua se colaba como una serpiente penetrándola.
—Arion... no... —decía mientras la
escuchaba gemir cada vez más alto.
Tiraba de las sábanas, las arrugaba
dentro de sus manos convertidas en puño y temblequeaba. Podía oír
como suspiraba y sollozaba por el placer que le ofrecía. Su vagina
era una deliciosa cavidad que deseaba perforar una vez más. No iba a
permitir que volviese a jugar conmigo.
—Te enseñaré quien es el dominante,
Petronia—dije con la voz ronca surgiendo de entre sus piernas.
Sin cuidado alguno la coloqué de
rodillas frente a mí. Tenía una expresión confusa, sobre todo
cuando la tomé de la nuca e introduje mi miembro en ella. Cada trozo
de aquella carne dura, con hermosas venas y piel sensible entró en
ella. Desde la punta, la cual rozaba la campanilla en cada estocada,
hasta la base. Mis testículos chocaban en su mentón y ella
intentaba dar lo mejor de sí.
—Yo soy tu amo, tu padre, tu maestro
y tu amante. Me debes obediencia, Petronia—mi voz sonaba
contundente de igual modo que cuando ella me pedía consejo.
Sus ojos ya no tenían un brillo de
tristeza, sino de júbilo. Aquella parte de mí, la cual solía
ocultar, la estaba sacando en aquel preciso instante. Saqué el pene
de su boca y lo rocé por sus mejillas.
—Harás lo que yo te ordene—ella
jadeó y abrió su boca para poder recibirme nuevamente—. No.
La incorporé como si no pesara nada y
la arrojé a la cama, de espaldas a mí, para penetrarla. Sus pechos
quedaban en el colchón, pero no sus rodillas. Sus piernas temblaban
y su garganta se llenaba de gemidos cada vez más altos. Sentía que
todo el mundo nos escuchaba. Era posible que los jóvenes que habían
compartido horas de descanso con ella, los cuales detestaba, oyeran
claramente los gemidos desesperados de Petronia. Su sexo masculino no
lo utilizaba y no pretendía siquiera acariciarlo en esta ocasión.
Yo era el único hombre que la veía como una mujer, tan sólo una
mujer.
La amaba como sólo se puede amar a la
vida, los recuerdos, la verdad y a uno mismo. Siempre creería en el
mito de las almas. Nuestras almas se encontraron y hallaron su otra
mitad. Ya no vagaríamos solos por el mundo ruin y frívolo.
Cada estocada era certera y ella gemía
aferrándose a las sábanas. Pude ver tras su pelo aún húmedo, el
cual se pegaba a su rostro, sus ojos fijos en los míos y en las
atenciones que le regalaba. Tan oscuros, tan apasionados y tan llenos
de vida. El ritmo era violento, la cama se desplazaba y el colchón
parecía hundirse porque la cama se rompía. Ella gritó su siguiente
orgasmo cayendo agotada en la cama, con las piernas temblequeando y
jadeosa. Por mi parte salí de ella, la recosté giré y le hice
contener mi glande entre sus labios enrojecidos. Mi esperma se liberó
y ella lo tragó con los ojos entrecerrados, pues estaba agotada.
Aquella noche terminó con ambos
recostados en el lecho revuelto. Ella tenía una expresión dulce y
desenfadada, pero la siguiente noche vino su represalia. Según ella
estaba demasiado agotada para trabajar, molesta y llena de malos
recuerdos. Sabía que realmente era sólo una coraza que se imponía
para marcar cierto respeto frente a otros. Por mí no importaba, pues
yo controlaba su dolor a mi modo.
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