Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 6 de marzo de 2014

Odio y amor

Fanfic de Arion x Petronia donde las discusiones vuelven. No se lo pueden perder. 

Lestat de Lioncourt


Odio y amor

La cuaresma cristiana era una de las fechas en las cuales más arduamente trabajábamos. A pesar de ser una religión que había nacido frente a nosotros, alzándose primero como un pequeño brote y convirtiéndose en un Edén para aquellos que tienen fe, no la compartíamos. Pese a los rumores y el libro que creó Lestat, sobre su visión del cielo y el infierno, para nosotros Dios es una criatura desconocida a la cual no rogamos favores o virtudes.

Había cientos de encargos especiales. En ocasiones meditaba durante largo rato sobre aceptarlos o rechazarlos. No podía centrarme en numerosas colecciones y realmente, pese a todo, éramos creadores de sueños. La fantasía estaba incluida en cada una de las joyas. Los anillos, pedrería y camafeos estaban realizados con meticulosidad y en ocasiones era la piedra la que hablaba. Sin embargo los encargos llegaban y decidía aceptar algunos.

Aquella noche estaba situado frente al ordenador, sosteniendo entre mis manos mi último boceto y recordando las piezas que poseía. Aquella hermosa imagen de Cristo coronado con brutales espinas, sintiendo como la sangre corría por su frente y sus cabellos se empapaban por el sudor, era escalofriante. Sin lugar a dudas era una de los bocetos más realistas que había hecho en algunos siglos. Se debía a la música que había elegido para inspirarme y entregarme a la fiesta. Las trompetas, redobles de tambores y las voces unidas en un rezo me hicieron recordar por un instante el sentimiento que arrancaba de los corazones de cada verdadero cristiano.

Sin embargo el trabajo no comenzaría aquella misma noche. Había decidido que debía descansar durante unas horas. Manfred se hallaba fuera. La noche apareció cargada de estrellas y no de nubes. Era una de esas noches que todos disfrutamos por las calles de Nápoles, observando a los transeúntes y uniéndonos a ellos en los bares que cierran a altas horas. No obstante por mi parte deseaba quedarme en casa, acompañar a Petronia y, si era posible, trenzar su cabello.

La luz del monitor se apagó y lentamente el murmullo continuo, el cual provenía de la torre de alimentación, cesó. La pequeña biblioteca quedó a oscuras con las enormes cristaleras a mis espaldas, las cuales permitían a la escasa luz penetrar e iluminar parcialmente los objetos, mientras que al frente estaba la puerta encajada.

Dejé el escritorio algo revuelto, los documentos estaban esparcidos por la mesa y el ordenador a un lado. Era viejo, pero el portátil tan sólo lo utilizaba cuando me hallaba lejos de la residencia habitual. Las estanterías y pequeños podios, los cuales tenían urnas de cristal, estaban repletos de nuevas joyas en representación a la pasión, resurrección y muerte de Cristo. Nada sospechaban mis clientes que estaban elaborados por un inmortal, alguien que vivió mucho antes de su nazareno, y que sabía que había prodigios aún mayores hechos por otros vampiros que por un Dios poco piadoso.

El largo pasillo se convirtió en un peregrinaje lleno de oscuridad y preocupaciones. Petronia a penas me hablaba en los últimos días, ella había decidido entregarse a su labor más allá de lo acostumbrado. Sus diestras manos acariciaban los rubíes, el marfil o las piezas de oro con tanto mimo que incluso me provocaba celos. Mi cuerpo temblaba al imaginar que su mente estuviera completamente atestada de arte y no hubiese ni un momento, por breve que fuese, que me recordara o pensara en hablarme.

Ciertamente extrañaba los días en los cuales las noches tan sólo eran nuestras, pero Manfred llegó a nuestras vidas y el Santuario fue todo un hecho. Petronia se fue alejando de mí, como un barco a la deriva buscando puerto, y yo aguardé su regreso sin esperanzas. Sin embargo ella aparece en ocasiones, siendo la misma mujer de la cual me enamoré, seduciendo mi corazón y provocando que mis manos acaricien su piel suavemente sin prisas. Cuando la tengo en mis brazos soy un hombre literalmente libre, pero a la vez soy esclavo de la felicidad que derrochen sus labios y mirada.

El pasillo se convirtió en una peregrinación de varios segundos, los cuales me parecieron décadas. Al tocar los pomos de la puerta, la cual era de doble hoja, sentí un mal presentimiento. Sabía que no debía interrumpir su trabajo ni sus breves descansos. Sin embargo la necesidad silenció a la razón y la pasión bulló por todo mi cuerpo. Me tensé y relajé al mismo tiempo que accionaba el mecanismo, abría las puertas y me encontraba con una escena que me hizo hervir de celos.

Se hallaba recostada en la cama, sin a penas ropa, con el cabello revuelto y el rostro cansado. Varios de sus sirvientes la acompañaban. Había silfos hermosos entre sus favoritos, los cuales tenían el cabello negro y la tez clara con unos rasgos algo femeninos. La belleza de los muchachos era evidente y mi molestia se convertía en ira. Tan sólo llevaban las túnicas que ella les disponía para estar en el palazzo y servirla, igual que hubiesen hecho con la mujer de un patricio. La cama se hallaba revuelta, pero con las sábanas de seda grana rozando suavemente la piel de sus muslos y piernas. Los jóvenes se hallaban despiertos, aunque recostados a su alrededor. Eran tres muchachos delgados, dos morenos y uno de cabello muy rizado y dorado.

—Fuera—dije manteniendo la mirada en el más joven de todos, Paolo, que a penas había llegado a los diecinueve años.

Era un muchacho venido de Venecia de cabellos rubios como el propio trigo, y repleto de bucles, con ojos llenos de ternura color aguamarina. Sin duda parecía que Apolo había bajado de su carro y hubiese tomado la feminidad de su hermana Diana. Su expresión poseía la magia de una muñeca de porcelana pero las lágrimas, las cuales bordearon sus mejillas hasta sus labios, le concedieron una imagen que deseaba destrozar.

—¡Fuera!—estallé provocando que incluso ella se despertara.

Los jóvenes se incorporaron a toda velocidad. Tonio, el mayor de los tres, tropezó con sus sandalias y cayó de bruces frente a mis pies. Mi aspecto era imponente tal vez por mis ropas sobrias, de hombre de negocio, que me dotaban de un aspecto serio y fuerte. El muchacho se incorporó pidiendo disculpas, corriendo hacia la puerta y marchándose con el resto.

—¡Cómo te atreves!—me gritó aún en el colchón con los puños cerrados y sus dedos aferrados a las sábanas.

—¡Eso debería decirte a ti!—le respondí señalándola con el dedo índice de la diestra—¡Yo a ti! ¡No tú a mí!

—¡Estaban haciéndome compañía!—dijo aproximándose al borde de la cama para bajarse de esta, caminar hacia mí con paso firme y una mirada amenazadora.

—¡En nuestra cama! ¡Estás desnuda!—exclamé al ver que a penas se apreciaba su ropa íntima, la cual estaba llena de encajes y satén, que únicamente quedaba parcialmente oculta por una enorme camisa de algodón blanco.

—¡Tengo mi ropa interior y una de tus camisas!—sus ojos eran dos continentes cubiertos por las cenizas de un volcán que entraría en erupción.

—¡Y qué!—respondí antes de ver como ella se sacaba la camisa y me la tiraba a la cabeza.

—¡Me dejas sola todas estas noches para que trabaje como si fuera tu esclava! ¡Me olvidas por completo y vienes a reclamarme! ¡Estoy seguro que incluso has ido a caminar con esa ropa tan elegante! ¡Posiblemente a uno de esos tugurios donde va la élite a beber, hablar de negocios y acariciar entre las piernas de fulanas de lujo!—eran lugares frecuentados por Manfred y que en algún momento, aunque no me siento orgulloso, he ido para buscar una víctima fácil y rápida.

—¡No voy a esos locales!—grité tomando la camisa del suelo, pues había caído a los pies de mis zapatos de cuero italiano.

—¡No te creo!—dijo antes de abofetearme duramente.

La pelea tan sólo había comenzado. A pesar de todo no iba a tener una noche agradable. Hubiese sido mucho mejor para mí haberme quedado en el despacho. Observar sus ojos furiosos sobre mí, como se formaban pequeñas arrugas de expresión en su ceño y su boca se fruncía, era un espectáculo que yo no deseaba apreciar jamás. Sin embargo era frecuente observar como ella terminaba furiosa, estallando, rompiendo todo a su paso y golpeándome. Porque los golpes también llegaban uno tras otro sin importarle nada.

—¡Desgraciado!—rompió a llorar dándome un empujón, el cual hizo que retrocediera unos pasos hacia la puerta.

—¡Sabes que no soy así!—intenté en vano sujetar sus brazos, tomarla por la cintura y acariciar su despeinada cabeza. Aquella mata de pelo negro parecía cobrar vida, del mismo modo que lo hacía la escasa ropa que llevaba y cualquier rasgo que en ella pudiese parecer frágil.

Era fuerte, muy fuerte, pero también tenía un alma volátil. Iba de la pena a la rabia. Viajaba en una montaña rusa que no sabía detenerse. En ese momento, cuando estiré mis brazos hacia ella, me mostró la rabia y el odio. Me abofeteó fuertemente y después me encajó un puñetazo de izquierdas que me hizo caer al suelo.

El golpe fue terrible. Mi mandíbula quedó desencajada y mi cuerpo rompió la puerta que había quedado encajada. Las astillas se clavaron en mi camisa blanca de algodón, traspasando mi gruesa piel y dura musculatura, mientras mis pantalones se arrugaban y salpicaban por las gotitas que caían de mi labio inferior. Ella me miró completamente fuera de sí y me propinó una patada.

—¡Piensas siempre mal de mí! ¡Estoy cansada!—dijo con un tono de voz gélido a pesar de su apariencia endemoniada.

—Me voy—dije levantándome mientras sentía como comenzaban a curarse mis heridas.

—¿Dónde vas a ir? ¡Seguro que a esos lugares! ¡Del mismo modo que me dejas sola tantas noches! ¡Te marchas con Manfred!—sus ojos estaban al borde del llanto, pero no fui a protegerla entre mis brazos.

De inmediato crucé el pasillo y me encerré en mi despacho, pero ella abrió la puerta de un golpe y me siguió por toda la habitación. Escuchaba como lloraba, sin embargo yo no la miraba. Ver sus ojos llenos de aquellas lágrimas sanguinolentas, las mismas que corrían por su cuello hasta sus pechos, sería un espectáculo dantesco y sobrecogedor. Petrononia tenía unos pechos escasamente formados, como si fueran los de una adolescente, aunque con unos pezones excitantes demasiado tentadores.

—¡No puedes irte!—sus palabras eran atropelladas y el tono quebradizo.

Las bolsas de cuero, las cuales solía usar en mis largos viajes a las ciudades donde teníamos algunos negocios, se llenaban de joyas, catálogos e información de transacciones. Realmente me estaba marchando. Sin ropa, pero con toda la fortuna que había acumulado en mis años de orfebre. Sus pequeñas manos, pues en comparación con las mías eran diminutas finas, se aferraban a mis brazos mientras yo ejercía una fuerza muy superior a la suya.

—¡Arion!—gritó desgarrada cayendo de rodillas, pues había empujado su cuerpo para poder tomar la última bolsa—. ¡Arion! ¡Maestro! ¡Maestro!

—Buscaré alguien que desee aprender y obedecer—mis palabras sonaron frías, serias y cortantes. Mis ojos la divisaron como un pequeño montón de carne trémula llena de belleza deslumbrante. Sus cabellos caían revueltos, su rostro estaba empañado en lágrimas y a penas había ropa que cubriera su piel de satén—. Alguien menos violento y que esté dispuesto a ofrecerme todo su ser.

—¡No puedes! ¡No debes! ¡No tienes porque hacerlo! ¡Si lo haces convertiré a Paolo!—dijo enérgicamente a pesar que aún lloraba.

—Hazlo—respondí con una sonrisa traviesa en mis labios—. Hazlo y fracasarás.

—¡Puedo hacerlo!—intentaba incorporarse, pero el nerviosismo le impedía en ese momento hacerlo.

Sin mucho cuidado me giré por completo, dejé los maletines en el suelo y la incorporé. Noté entonces que de su cuello colgaba algo. Era una cadena muy fina, la cual parecía prácticamente un hilo, de oro blanco de la cual colgaba un exquisito colgante de camafeo que yo había realizado. Era el casco de un gladiador. El casco estaba en relieve y miraba hacia el frente, el borde era de oro blanco y tenía algunas piedras preciosas de gran valor.

Había creado aquel colgante como muestra de mi sincero respeto hacia ella, mi profundo amor y el deseo de ser parte de su vida por siempre. El colgante tenía más de un siglo. Fue un regalo en una noche cualquiera, más allá de alguna fecha concreta, donde renové mis votos de amor hacia ella. Me arrodillé en el mismo balcón que nos daba la espalda, abrí la pequeña caja y lo mostré con cuidado para que ella lo viera. Aún recordaba como sus mejillas se iluminaban y su rostro pasara de ser un ángel de piedra, aunque extremadamente hermoso, a lucir con la felicidad de las Gracias de Rubens.

—Lo haré—dije bajando mis manos por sus brazos hacia sus codos—. Tú me has obligado—después le quité el colgante y lo guardé en mi bolsillo—. Te libero de este amor que ya no deseas.

—¡No puedes quitarme ese camafeo! ¡Es mío! ¡Tú lo hiciste para mí!

—Lo hice para mi corazón y mi corazón esta noche se ha quebrado. Has apreciado su funeral mucho menos lujoso que el de una valkiria en tiempos de paz—susurré inclinándome para rozar sus labios, aunque no llegué a tocarlos sino que me paré para mirarla a los ojos—. Cuídate.

Me aparté de inmediato y tomé mis bolsas, las cuales serían mi único equipaje, junto a mi portátil. La escalera de mármol me esperaba tan enroscada como siempre. Ella iba detrás intentando pararme los pies, empujándome y tirando de mí. Sin embargo llegué a la puerta y ella se interpuso entre la salida y yo.

—Déjame pasar—mi voz era gruesa e hizo eco aquella formidable estancia.

La entrada de nuestro palazzo era para mí una obra de arte. Poseía numerosos ventanales, una enorme puerta y algunas columnas con capitel jónico y corintio. El mármol se extendía por el suelo, subía por las escaleras y se dejaba seducir por el oro. Un lugar donde un príncipe viviría con todos los lujos propios.

—¿Ya no soy tu musa? ¿Vas a dejar a tu musa?—preguntó mirándome directamente a los ojos. Quizás buscaba enternecerme con aquel tono de voz y su delicado cuerpo expuesto con aquel hermoso juego de ropa interior.

—Puedes tomar a otro para que sea tu héroe—susurré con una leve sonrisa.

La mitología siempre nos había acompañado. El amor por nuestra cultura no se había dilapidado, pero además buscábamos en otras inspiración de forma recurrente. Y aún así, pese a todo, lo único que funcionaba realmente para invitarme a crear era ella.

—¡Arion no puedes irte!—estalló tomándome de los hombros, los cuales aún tenía algunas astillas incrustadas.

—Aparta, mujer—susurré tocando el hierro de la pesada puerta, la cual poseía una vidriera impresionante que representaba el Vesubio entrando en erupción.

—Mujer... fuiste el primero en tratarme como una y aún eres el único—su expresión dulce y sosegada, aunque estaba cubierto su rostro de numerosas lágrimas, tenía un aspecto hermoso. Ella sabía como conmoverme, pero aquella vez sería realmente la última.

—Aparta—me agarró del cuello de la camisa y me inclinó hacia ella para besarme.

—¡No!—grité antes de saborear sus labios.

Un beso lleno de furia y dolor. Mi boca aún sabía a sangre y eso la excitó. Su lengua se movía rápidamente dentro de mi boca, contaba cada uno de mis dientes con descaro y podía sentir sus pechos subiendo y bajando debido a la agitación.

No dudé ni por un momento en estrecharla contra mí y comenzar a besar su rostro. Cada lágrima fue reemplazada por las sutiles caricias de mis labios, los cuales temblaban afectados por la rabia que había contenido y el dolor. Mis manos tocaron su cintura con miedo y acabaron perdiéndose en su espalda. Recorrí cada milímetro de su columna marcándolo con mis dedos, con cuidado y cariño. Temía que aquel momento se desvaneciera y nos convirtiéramos ambos en dos continentes separados.

Sus labios se pegaron a mi cuello y buscó mi oreja derecha para dejar una plegaria. Me sentí un santo escuchando los deseos puros de una joven. Ella era delicada como las vírgenes de los santuarios cristianos y a la vez tan fuerte, apasionada e invicta como un arcángel. Su belleza y su fuerza me tenían obnubilado y aún enamorado.

—Me quedaré—susurré notando como ella se apartaba y caminaba con gracia femenina hacia la escalera—. ¿Dónde vas?

—Voy a prepararte un baño, maestro—su sonrisa provocó que me encendiera.

La rabia, el momento de dolor y cualquier mal pensamiento quedó en nada. Todo era ella. Ella era todo lo que deseaba. Me arrastraba a la desesperación y al deseo rápidamente. Quería hundirme entre sus largos brazos, que me rodeara con sus piernas haciéndome sentir sus cálidos muslos y sus manos en mis cabellos enredándose en la espesa mata rizada que poseía.

Subí tras ella dejando las maletas en la puerta. El servicio la subiría a mi despacho y yo terminaría por colocarla en cada vitrina, estantería o hermosa caja de terciopelo azul, rojo o negro. Amaba las cajas que a veces conseguíamos para las joyas más delicadas, las más hermosas o simplemente aquellas que se deseaban conservar ocultas como inversión. Me olvidé por completo de las joyas e incluso de aquella que estaba en mi bolsillo.

Las escaleras me parecieron eternas pues deseaba atraparla entre mis brazos, pegarla a mi cuerpo y fundirme con el suyo deleitándome de la fragancia que poseía su cabello. Sus pasos cada vez eran más provocadores y sus largas piernas estaban torneadas de sensualidad. La puerta del baño se abrió y ella entró, dejando que yo pasara para echar sus brazos alrededor de mi cuello. Me sonrió entonces de una forma tímida. Sus mejillas se llenaron de un color rojizo que estallaba en su cara dándole un enorme contraste. Por primera vez en mucho tiempo dejaba que la máscara cayera.

—Petronia—dije en un balbuceo antes de sentir como sus labios rozaban mis mejillas, abandonaban caricias en mi mentón y se perdían por mi pecho mientras abría mi camisa—. Petronia...

—Maestro—susurró apartándose—. Permíteme.

Con una feminidad que había olvidado, pues ella a veces buscaba ese lado masculino y cruel para enmascarar su verdad, se desplazó hacia la enorme bañera que reinaba justo en el centro del baño. En aquel lugar pasábamos largas horas cuando Manfred no se hallaba con nosotros y a pesar de no tener los lujos modernos, con una bañera mucho mayor y que prácticamente se llenaba sola, éramos felices.

El mármol cubría suelo y paredes, los grifos eran de oro al igual que las llaves de paso, el retrete no existía y en su lugar había una pequeña fuente. En un lado de la habitación había un enorme espejo que cubría desde el suelo hasta el techo y el reflejo era perfecto, a pesar que muchas veces se empañaba. Las toallas y albornoces estaban situados en unas baldas especiales, al igual que el jabón y los utensilios para el acicalamiento.

Ella vertió las sales, encendió la bañera y se marchó dejándome un beso en la mejilla. Estaba seguro que iba a prepararse para tal acontecimiento. Por mi parte no había problema alguno si quería hacerse desear.

Mis manos quitaron los botones restantes, me deshice de mi pantalón, los calcetines, la ropa interior y por supuesto los zapatos. En mi espalda quedaba alguna astilla y logré quitarlas tras varios intentos. Mi cuerpo desnudo frente al espejo se mostraba grotesco. La espalda ancha, los músculos marcados, algo de vello rizado en mi torso y el pequeño hilo de mi ombligo hasta el pubis donde nacía mi miembro que ya tenía algo de forma. Era un espectáculo al cual ya me había acostumbrado. Jamás envejecería, nunca sabría lo que era ver una arruga o cana, y eso era sobrecogedor y hermoso a la vez. Vería el fin de los tiempos y posiblemente un nuevo amanecer distinto, tal vez más terrible o quizás más atractivo.

Mientras divagaba ella regresó y lo hizo con aquella cadena. La había robado mientras la abrazaba. Tenía los dedos ágiles y una soltura increíble. Su hermoso rostro estaba encajado en una melena leonina por culpa de aquella pelea. Tenía un brillo triste en los ojos que quise hacer desaparecer de un plumazo, por eso me acerqué a ella y la besé.

Su boca se abrió y sus brazos fueron a rodear mis caderas, mis manos acariciaban sus mejillas y dejaba que hicieran círculos sobre sus pómulos. Se veía tan atractiva como el primer día en el cual los malos tratos habían cesado sobre su cuerpo. A pesar de todo era espigada, con las manos finas y la nariz perfecta encajando en unos pómulos marcados. El rostro de una hembra con rasgos varoniles. Y aunque ella me mostrara dos sexos, en vez de uno, para mí era una mujer seductora que me había hecho caer en redondo.

Entre besos y caricias ambos nos introdujimos en el agua. El grifo se cerró y permitimos que aquella enorme bañera, la cual estaba destinada para cinco ocupantes, nos sedujera con sus burbujas, calor y aromas. Sus manos se deslizaron por mi torso hacia el cuello, ella mientras se acomodaba sobre mi cuerpo y sus muslos rodeaban mis caderas. Me besó la boca con una ternura inusitada en ella y permitió que mis caricias fueran cada vez más eróticas.

Mis manos acariciaban sus senos conteniendo estos con facilidad en mis manos, estrechándolos entre mis dedos y masajeándolos. Su cuerpo oscilaba sobre el mío y mis besos se convirtieron en pequeñas mordidas. Ambos inspeccionábamos nuestra anatomía como si fuese la primera vez. El agua estaba llena de espuma, con un color aguamarina debido a las sales y una fragancia similar a los lirios y claveles. Había pasión, pero se controlaba.

Mis dedos acabaron acariciando sus muslos, deslizándose desde la rodilla hasta las ingles, con caricias sutiles pero eróticas. Pronto dos de los dedos de mi mano diestra acabaron dentro de su vagina, acariciando su clítoris y penetrándola suavemente. Ella gimió echando la cabeza hacia atrás. Mi nombre se convirtió en salvo y versículo de una nueva religión basada en el placer y el deseo. Yo la miraba completamente obnubilado por su belleza. Siempre había visto a Petronia como una mujer hermosa, pero con aquel colgante me demostraba que mi corazón no sólo era suyo. El corazón de Petronia me pertenecía. Ella me amaba y me lo demostraba con aquel gesto sencillo, espontáneo y lleno de simbolismo.

Noté entonces como sus manos acariciaban mi torso y bajaban hasta mi pelvis. Cuando pude tener conciencia de lo que estaba pasando me hallaba con la cabeza echada hacia atrás, mi cuerpo completamente subyugado por sus caricias y la tibieza del agua. Mi miembro se endurecía bajo el sometimiento de sus caricias, cada vez más firmes y desconsideradas. Mi boca buscó la suya con intranquilidad y mis jadeos eran fuertes, como gruñidos y leves gemidos que acabaron siendo ahogados por palabras de amor.

Ella misma se penetró llegado el momento. Un gesto de dolor cruzó su rostro durante unos segundos, pero se desvaneció dejando a la luz una mirada perversa. Comenzó a gozar desde la primera estocada. Mis manos fueron a su cintura para ayudarla, pues el ritmo cada vez era más firme y yo cada vez deseaba más. El agua comenzó a salpicar el suelo e incluso inundarlo. Mi ropa, la cual aún tenía sangre fresca, comenzó a empaparse y mis zapatos se estropearon porque salpicó bastante sobre ellos.

—¡Mi buen maestro! ¡Maestro!—gritó cabalgando libre sobre mí, pues había decidido sostenerse aferrada a mis hombros. Mostraba sus pechos agitados, con sus pezones color tierra ofreciéndomelos prácticamente. No dudé en atraparlos con mi boca y succionarlo mientras ella gemía.

—¡Petronia! ¡Mi amada Petronia! ¡Mi hija de sangre!—alcé la voz al apartar sus pechos de mí, la miré a los ojos y la tomé del rostro.

Quería ver su expresión al llegar al orgasmo. Sabía que ella iba a llegar pronto. Su vientre se contraía y podía ver como sus piernas flaqueaban. Era posible que ardiera su sexo, como si el roce de la fricción de mi miembro la rompiera. Sus ojos se cerraron, sus labios se abrieron y pude sentir sus uñas clavarse en mis hombros y arañar mis brazos. El olor de la sangre, la presión de sus músculos vaginales y su expresión facial me hizo llegar al culmen.

Ella cayó agotada lamiéndose los labios y buscando la calma. No obstante yo no estaba calmado. Me había golpeado duramente y había aceptado aquel trato como si no importara nada. En ese mismo instante, en el cual las aguas quedaron tranquilas, la saqué de la bañera, la envolví en una toalla y la llevé a la cama.

Aún estaba revuelta, tal y como la había visto con ella rodeada de sus sirvientes. Su cuerpo encajó en ella a la perfección. Ella me miró confusa sin comprender que pretendía. Tomé la toalla y lavé su sexo, retirando mi esperma, antes de comenzar a lamer su clítoris. Sus piernas se cerraron por inercia, pero rápidamente fueron abiertas por mis manos evitando que la cerraran. Mi lengua se colaba como una serpiente penetrándola.

—Arion... no... —decía mientras la escuchaba gemir cada vez más alto.

Tiraba de las sábanas, las arrugaba dentro de sus manos convertidas en puño y temblequeaba. Podía oír como suspiraba y sollozaba por el placer que le ofrecía. Su vagina era una deliciosa cavidad que deseaba perforar una vez más. No iba a permitir que volviese a jugar conmigo.

—Te enseñaré quien es el dominante, Petronia—dije con la voz ronca surgiendo de entre sus piernas.

Sin cuidado alguno la coloqué de rodillas frente a mí. Tenía una expresión confusa, sobre todo cuando la tomé de la nuca e introduje mi miembro en ella. Cada trozo de aquella carne dura, con hermosas venas y piel sensible entró en ella. Desde la punta, la cual rozaba la campanilla en cada estocada, hasta la base. Mis testículos chocaban en su mentón y ella intentaba dar lo mejor de sí.

—Yo soy tu amo, tu padre, tu maestro y tu amante. Me debes obediencia, Petronia—mi voz sonaba contundente de igual modo que cuando ella me pedía consejo.

Sus ojos ya no tenían un brillo de tristeza, sino de júbilo. Aquella parte de mí, la cual solía ocultar, la estaba sacando en aquel preciso instante. Saqué el pene de su boca y lo rocé por sus mejillas.

—Harás lo que yo te ordene—ella jadeó y abrió su boca para poder recibirme nuevamente—. No.

La incorporé como si no pesara nada y la arrojé a la cama, de espaldas a mí, para penetrarla. Sus pechos quedaban en el colchón, pero no sus rodillas. Sus piernas temblaban y su garganta se llenaba de gemidos cada vez más altos. Sentía que todo el mundo nos escuchaba. Era posible que los jóvenes que habían compartido horas de descanso con ella, los cuales detestaba, oyeran claramente los gemidos desesperados de Petronia. Su sexo masculino no lo utilizaba y no pretendía siquiera acariciarlo en esta ocasión. Yo era el único hombre que la veía como una mujer, tan sólo una mujer.

La amaba como sólo se puede amar a la vida, los recuerdos, la verdad y a uno mismo. Siempre creería en el mito de las almas. Nuestras almas se encontraron y hallaron su otra mitad. Ya no vagaríamos solos por el mundo ruin y frívolo.

Cada estocada era certera y ella gemía aferrándose a las sábanas. Pude ver tras su pelo aún húmedo, el cual se pegaba a su rostro, sus ojos fijos en los míos y en las atenciones que le regalaba. Tan oscuros, tan apasionados y tan llenos de vida. El ritmo era violento, la cama se desplazaba y el colchón parecía hundirse porque la cama se rompía. Ella gritó su siguiente orgasmo cayendo agotada en la cama, con las piernas temblequeando y jadeosa. Por mi parte salí de ella, la recosté giré y le hice contener mi glande entre sus labios enrojecidos. Mi esperma se liberó y ella lo tragó con los ojos entrecerrados, pues estaba agotada.


Aquella noche terminó con ambos recostados en el lecho revuelto. Ella tenía una expresión dulce y desenfadada, pero la siguiente noche vino su represalia. Según ella estaba demasiado agotada para trabajar, molesta y llena de malos recuerdos. Sabía que realmente era sólo una coraza que se imponía para marcar cierto respeto frente a otros. Por mí no importaba, pues yo controlaba su dolor a mi modo.  

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Lestat de Lioncourt