David nos recuerda su pasado y la conversación de Dios y el Diablo. Disfruten de éste especial SEMANA SANTA
Lestat de Lioncourt
Aún era lo suficientemente joven para
correr sin sentirme demasiado cansado. París deslumbraba por su
belleza primaveral. En el ambiente había cierta tensión debido a
varios acontecimientos políticos ciertamente desagradables, pero los
mandatarios de los distintos países lo habían solucionado de forma
diplomática y elegante. Las chicas vestían faldas un poco más
cortas que en invierno, sus piernas se veían encantadoras con
aquellos tacones que hacían sonar por las avenidas, y los caballeros
dejaban las gabardinas por trajes más frescos.
Había salido de la húmeda y fría
Londres, pues incluso en primavera las temperaturas eran bajas, para
buscar cierta información sobre un caso que nos tenía sobrecogidos
a todos. Era un objeto maldito que estaba asolando con todos aquellos
que lo codiciaban. Deseaba indagar si era una leyenda o hechos
reales, también había que descartar el asesinato debido a las
diversas herencias que estaban implicadas en el lóbrego asunto.
Dejé mi hotel a las siete de la mañana
y tras un copioso desayuno a base de croissants, café solo y jugo de
naranja recién exprimido, decidí deambular por la ciudad
deleitándome con su luminosidad, los hermosos escaparates
abarrotados de prendas ligeras y coloridas, y por supuesto meditando
sobre los documentos que llevaba en todo momento conmigo.
El objeto era un relicario de cuentas
negras con una hermosa cruz de oro blanco. Tal vez parecía peculiar;
pero en el relicario había inscripciones en un idioma similar al
latín, la cruz estaba invertida en honor a San Pedro que fue
crucificado de ese modo, y tenía un par de diamantes dispersos entre
las cuentas. Los diamantes eran de gran belleza y valor, así como
las cuentas que eran de turmalina. La cruz no tenía la figura de
Jesús, pero sí su nombre en hebreo.
El inicio de la maldición empezó en
Alemania, donde fue elaborado por un prestigioso joyero, que al
llevarlo a bendecir le partió un rayo. El sacerdote, amigo suyo,
pidió a su familia que bendijeran el objeto; mientras tanto, como
era un buen amigo, él lo custodió para realizar aquel acto horas
antes del entierro de su amigo. El sacerdote murió, por causas
desconocidas, en su cama. Se tachó de muerte natural, pero era un
párroco joven y jamás había padecido de enfermedad alguna. A pesar
de éste hecho el relicario fue bendito, pero eso no quitó la
maldición. La familia vendió el relicario, pues no lo deseaban en
sus manos, a un rico comerciante que quedó en la ruina y terminó
suicidándose. Tras ello cualquiera que lo tuviese terminaba muerto,
arruinado o loco.
Mi pequeño maletín guardaba
afanosamente aquellos documentos. En ellos, como en muchos libros
sobre la pieza, se detallaba que podía haber sido hecha por el
mismísimo demonio y se la hubiese entregado al orfebre. Éste, tras
un terrible pacto, se sintió abochornado y con miedo a la ira
divina. Así que cuando acudía a su buen amigo terminó muerto. Pero
eran supercherías, no se sabía si era cierto no.
Me detuve en un parque para descansar,
justo frente a un hermoso café, y mi curiosidad me hizo aproximarme
para tomar asiento en una de sus encantadoras mesitas de metal. Junto
a mí se sentaron dos personas, de un aspecto ciertamente extraño y
cuando caí en quienes eran temblé.
Supe que era ellos por sus extrañas
energías y porque nadie más parecía desconcertarse por su tamaño
y belleza. Eran más grandes que los seres humanos comunes,
desprendían un aura distinto y parecían luminosos. Había leído
sobre apariciones cientos de veces, pero nunca había tenido el honor
de estar ante una. A pesar de ello, y por mucho que me costara, no
creía en el Dios cristiano de la forma que debía hacerse. Aún me
sentía reticente, pero en ese momento dudé de mí mismo.
Uno era Jesús, sus hermosos ojos café
lo delataron junto a su sonrisa franca. Lucía un cabello castaño
oscuro, ondulado y largo, con una camisa blanca y unos pantalones muy
simples. En sus pies había sandalias y no mocasines. A su lado, y de
espaldas a mí, estaba un joven algo corpulento pero para nada
grueso, tenía las manos hermosas y de uñas cuidadas. Su traje era
negro, impecable, y de un corte algo sobrio.
—Deberías avergonzarte por lo que
estás haciendo—recriminó el diablo.
—¿Por qué? Ya te dije que
únicamente salvaré a los que sí creen en mí—respondió con una
leve sonrisa—. Aquellos que no tienen la suficiente fortaleza para
expiar sus culpas y abrirse a mí, tengan las razones que tengan, no
es de mi incumbencia.
—Dios, ¿es qué no ves que
sufren?—preguntó negando suavemente—. Y mi territorio sigue
llenándose de almas.
—Lo sé, pero no es de mi
incumbencia—explicó con un leve ademán—. Por favor, disfruta
conmigo de un café y olvídate del trabajo. Hoy no quiero discutir.
—¡Pero es necesario!—exclamó
colérico.
—No lo es—dijo levantándose de la
mesa para marcharse.
El demonio le siguió y desaparecieron
antes que fuesen arrollados por un vehículo. Creo que ni siquiera el
conductor pudo comprender dónde se habían metido ambos. Por mi
parte me quedé allí, atónito, esperando tranquilizarme para seguir
mi investigación.
Días más tarde me encerré en mi
despacho en la orden y redacté el informe de la joya, la cual pude
ver por mis propios ojos. Después de indagar en la mente de algunos
hombres de la familia, los cuales estaban muriendo por una enfermedad
desconocida, decidí que la pieza realmente estaba maldita y que
debía ser destruida. Sin embargo, la codicia y la ceguera de esos
hombres se lo impidieron y acabaron muertos antes que pisara suelo
británico. Sobre éste hecho, el de Dios y el Diablo, no hablé con
nadie sobre ello hasta que Lestat entró en mi vida.
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