Y aquí, niños y niñas, tenemos a un periodista medio loco y a su torturador. ¡Quiero decir! Daniel y Armand. Con todos ustedes la persecución de bar más extraña.
Lestat de Lioncourt
El cigarrillo se consumía lentamente
en el cenicero. Sus ojos, cansados y desganados, observaban como la
colilla caía gris casi negra. Se preguntó por un momento cuándo
empezó a fumar, pero lo había olvidado. Igual que había olvidado
ya los motivos por los cuales ser periodista. El honor ya no existía.
No había orgullo. Todo se reducía a una caza silenciosa. Su vida se
había convertido en un salón lleno de almas, todas cubiertas por
palabras pintadas con tinta fresca, que le observaban distraidamente
mientras él las elegía. Era un asesino con la pluma, pues al elegir
a uno de ellos y sacarle toda su vida, derramándola en cintas de
cassette y libretas, se convertía en un monstruo. Se alimentaba de
ellos. El poder de la información y el deseo era suyo, aunque era un
poder muy limitado.
La nicotina no funcionaba hoy, tampoco
el whisky. Nada iba bien. Tenía un montón de cintas con una buena
historia, la mejor de su vida, en la guantera. Su editor había dicho
que la haría público en cuanto la tuviera transcrita. Se haría
rico y famoso. Tendría todo lo que quisiera. Las chicas no volverían
a dejarlo de lado, podría ir a Las Vegas y correrse la fiesta que
siempre ha deseado, incluso podría pagar al casero todo lo que le
debía y comer en un buen restaurante sin esperar a que no escupieran
en la comida. Pero no era suficiente.
Él estaba ahí. A pocos pasos. Sabía
que lo estaba mirando. El vello de su nuca se levantaba y eso era
mala señal. Pronto lo tendría a su lado, seduciéndolo con esa
sonrisa cándida y unos cojos castaños tan profundos como su
ponzoñosa alma. No comprendía que sucedía con él. Detestaba su
presencia, era horrible porque rezumaba muerte, pero a la vez se
sentía atraído y quería poner sus manos temblorosas en él.
—Ponle otra a mi amigo—dijo dándose
impulso para subir al taburete.
—Niño, no es sitio para estar
aquí—comentó la camarera—. No somos niñeras—masticaba chicle
con la boca abierta, olía a fresas, pero su colonia de canela estaba
mezclada con tabaco y cerveza. Sus labios eran carnosos y rojos, su
minifalda muy estrecha y su escote exagerado. El sonido de sus
tacones era algo que le taladraba el cerebro, aunque la música
estaba ligeramente alta—. ¿Viene contigo este mocoso? No aceptamos
menores, nos pueden cerrar.
—No es un niño, es un
monstruo—chistó.
—¿Así me tratas Daniel?—susurró
divertido, pues se notaba en su expresión cándida. Pestañeó
lentamente y meneó suave su cabeza—. Quiero invitarte a un whisky
de mejor calidad, algo que te ayude a olvidar—su voz era
ligeramente femenina, por su timbre, pero sin duda era la de un
hombre. Su aspecto caminaba entre su lado adulto y una frescura
salvaje. Algunos hombres lo miraban con cierto deseo, ya que era
carne nueva y algunos no miraban que tenían entre las piernas. Esa
boca ligeramente abierta, de labios sensuales, apetecía. Incluso a
él le estaba apeteciendo. Llevaba ropa vulgar. Una camisa negra
abierta, otra sin mangas debajo de color blanco y de algodón, unos
jeans desgastados y unas deportivas converse con uno de los cordones
sueltos. Era el disfraz perfecto—. Daniel Molloy, periodista—dijo
sacando una tarjeta de su bolsillo—. Me gusta que eligieras este
papel, es muy suave.
—¿Quién te la dio? Porque yo no he
sido—se la arrebató frente a la chica y la miró a los ojos—. No
viene conmigo, me sigue que es distinto. Este mocoso no es más que
un monstruo. Lo que tiene aquí delante sólo es ficción. Es un
disfraz.
—Pues es un disfraz muy
logrado—contestó ella mirándolo de arriba hacia abajo.
—Ponle un whisky—señaló una
botella. Uno de esos whiskys que casi ni se vendían. Eran de las
botellas caras, de esas que daba hasta lástima abrir—.Yo no
beberé, pero puedo invitar—comentó colocando sus pequeñas y
finas manos sobre la barra.
—No deberías seguirme—dijo tomando
lo que restaba del cigarro, tirando la colilla en el cenicero y
llevando la húmeda boquilla a sus labios. Dio una calada y apagó el
cigarro, lo miró a los ojos y soltó el humo por la nariz—.
Necesito paz.
—Te veo desmejorado, aunque esa
chaqueta de cuero me gusta—se apoyó bien en la barra quedando
girado hacia él. Sus pies no rozaban el suelo. ¿Cuánto podía
medir? ¿Un metro setenta quizás? Algo así. Molloy le rebasaba en
altura, pero no en fuerza. Si intentaba empujarlo terminaría con los
brazos rotos—. Tienes un aire muy bucólico.
—¿Bucólico?—se echó a reír
escuchando como el vaso se colocaba frente a él, aunque ni lo miró—.
Llevo dos días sin poder dormir, la ropa la he lavado mal en una de
las lavanderías de por aquí y ni siquiera la he planchado. Mira mis
jeans, están rotos. Tengo el pelo revuelto y los ojos ojerosos.
¿Bucólico? Soy un desastre. Deja de halagarme.
—A mí me gustas así—sonrió como
lo haría una mujer. Esa seducción peligrosa y tentadora que te
llama, sugiriéndote más.
—¿Qué buscas?—dijo al fin tomando
el vaso con su mano izquierda, apoyado en la barra de costado y con
sus ojos, casi violetas, clavados en aquel aparente muchacho. El
vampiro sonreía, seducía y se dejaba ver. Él no lo comprendía.
—A ti—respondió.
Daniel soltó el vaso y sintió un
súbito mareo. Se levantó a duras penas del taburete y tambaleando
se marchó al baño. Un ataque de pánico en toda regla. Tomaba
conciencia que podía morir. Aquel vampiro le seguía y parecía
jugar. ¿Los vampiros juegan con la comida? Tal vez ese sí.
El baño apestaba a orines. No esperaba
nada bueno de un lugar donde la limpieza de la barra brillaba por su
ausencia. Era un tugurio, como cualquier otro, en un mal barrio y con
una pésima iluminación. Si había entrado era porque su coche se
quedó sin gasolina, necesitaba una copa y alejarse de las cintas.
Todo le daba nauseas. Incluso su propio reflejo le arrancaba arcadas.
La puerta se cerró y quedó frente a los urinarios, el espejo sucio
le mostraba su rostro pálido y su barba algo crecida por días sin
afeitarse, sus zapatos parecían tropezar con todo y terminó apoyado
contra una de las puertas de los inodoros. Quería huir. Deseaba ir a
casa. Pero él hacia mucho tiempo, desde que tuvo la suficiente edad
para montarse tras un volante, dejó de tener un sitio fijo donde
vivir.
La puerta se abrió de improviso. El
sonido de sus pequeños pies sonaron sobre las sucias y pringosas
baldosas. Sus ojos chocaron con los suyos y notó su diversión. El
sonido de la puerta cerrándose otra vez se camufló con las pisadas,
el sonido de la tela crujiendo y sus manos se apretaron en puño
golpeando la puerta. Quería gritar y no podía.
—Daniel—su nombre otra vez en esos
labios—. Daniel—labios insistentes y mortíferos.
—¡Qué!—empezaba a sentir dolor de
cabeza y ya no veía bien. El hedor era insoportable, su cuerpo
tiritaba y pronto fue arrastrado hacia los lavabos.
Quedó apoyado en éstos, con la
espalda pegada a los espejos, y las manos de aquel ser recorriéndole
el rostro. Tenía las manos frías, igual que fría era la muerte,
pero aún más fríos eran sus labios. Cuando lo besó no pudo dar
crédito. Él cedió casi al instante. Era la primera vez que besaba
a un hombre, aunque ¿podía considerarse esa criatura un varón?
Parecía más bien una muchacha, pero con otro empaque. Era un ser
siniestro y poderosamente seductor.
—Me he enamorado de ti—dijo con
sencillez.
—¿De mí?—balbuceó.
—De ti.
Sus manos se movieron rápidas y bajó
la cremallera. Pronto surgió su miembro de entre sus pantalones y
ropa interior. Él se quedó paralizado por unos segundos y cuando
recobró el aliento, así como un breve segundo de cordura, notó el
aliento frío del vampiro. Su lengua se deslizaba por su glande y
pronto sus labios apretaron ligeramente el resto de su longitud.
Tenía los ojos entrecerrados, la camisa mal abrochada y el pelo
revuelto. Era la viva imagen de un moribundo sintiendo las caricias
de un ángel. Los ojos de aquella bestia brillaban de lujuria y sus
dedos, largos y finos, apretaban sus caderas. Daniel estaba siendo
tentado y la perdición era deliciosa.
—¿Qué demonios haces?—balbuceó
aún mareado.
La excitación le hacía sudar, aunque
ya sudaba. Parecía febril, como si hubiese contraído el dengue, y
sentía la boca pastosa. El sabor del whisky y la nicotina se
mezclaba. Estaba perdiendo el juicio. Sus manos se pegaron a sus
sedosos cabellos que parecían fuego, sobre todo bajo la ligera luz
ambiental que parpadeaba. Jadeaba, gemía y buscaba auxilio para su
condenación. Su alma quedaría marcada, lo sabía. Aquella boca era
demasiado seductora y parecía saber como tocar. ¡Esa maldita
lengua! Estaba por perder todo en lo que creía, incluso en el miedo
que lo mantenía alerta y concentrado en sus pequeñas divagaciones.
«Es sólo un truco, no caigas en él.
No aceptes la seducción. Es un demonio. Un demonio. Deja que se
vaya. Olvídalo. Huye mientras tengas fuerzas. ¿Tienes fuerzas
Daniel? Yo creo que aún te quedan. Sé valiente.» Su mente era una
olla a presión. Su mundo se desvanecía. Tenía una poderosa
erección y sus caderas se movían sigilosamente. Terminó por
levantarse y doblegar al ser que lo seducía. Fue sencillo, pues sólo
tuvo que besarlo y pegarlo contra los lavabos. Bajó sus pantalones,
buscó su blanco trasero y entró furioso. No había huido, no hizo
caso a su cerebro racional. Sólo actuó. Sexo, sexo y más sexo. El
movimiento de su pelvis. El placer exacerbado. La confusión dio paso
a la lujuria y la lujuria a la necesidad.
—Daniel—dijo su nombre girando su
rostro, con el lado izquierdo apoyado en la puerta, y con unos ojos
que parecían los de un demonio. Seducía y calentaba. Veía el fuego
quemándole.
La puerta se abrió. Un hombre
corpulento quedó en el marco de la puerta, observando el
espectáculo, y a pesar de su sofoco, como de sus fiebres, pudo ver
en su expresión cierta gula. Armand no parecía una mujer, tampoco
una niña y ni mucho menos un hombre. Era un ángel. Un ángel que
se lamía los labios incitando incluso a ese borracho.
—Yo te puedo dar mejor—esa voz
lóbrega, áspera y sucia le molestó. Era un tono lascivo demasiado
recurrente en un hombre que solía tratar con putas, pues ninguna
mujer en su sano juicio besaría esos labios mugrientos de dientes
amarillos.
—Daniel—emitió un gemido lastimero
y apretó el miembro de su interior—. Daniel...
—¡Largo!—gritó furibundo.
Daniel se apartó de su víctima,
porque el vampiro había llegado a ser su víctima y no su cazador,
para empujar al borracho y atrancar la puerta como buenamente pudo.
Después, tambaleante, se acercó a él y ofreciéndole un beso rudo.
Armand se abrazó a él lamiendo sus labios, cortando ligeramente su
lengua y hundiéndola en la boca del reportero. Aquello le calentó
mucho más. Era un elixir perverso. Sus manos palparon la estrecha
cintura del pelirrojo y lo empujó contra la puerta de entrada, se
hundió entre sus redondos glúteos y eyaculó.
Cuando acabó estuvo a punto de caer,
pero Armand lo retuvo. Estaba febril y tuvo miedo, pero el calor que
ahora tenía no era por el pánico, no era sudor por el miedo que le
había provocado, sino por el placer que había liberado al fin.
Rápidamente se vistió y colocó bien la ropa del muchacho, para
salir de allí arrastrándolo. Dejó en la barra un par de billetes,
lo sacó por la puerta y lo empujó dentro del coche.
—¿Te quedarás conmigo?—preguntó
bajando ligeramente sus gafas—. Me necesitas...
—Tú me necesitas—respondió—.
Soy la conexión a la nueva era de la tecnología.
—Daniel, me necesitas—repitió
tomándolo del rostro—. Me amas, aunque no lo quieres aceptar.
Serás mi amante mortal—decía besándolo ligeramente de forma
tierna en las mejillas—.Te daré todo lo que me pidas.
—Tu sangre—musitó.
—Todo menos eso—dijo apoyando su
cuerpo pequeño contra el suyo. Su semblante se entristeció. Había
logrado tenerlo para él, retener unos minutos casi mágicos en un
sucio retrete.
Tenía miedo. Ambos tenían miedo.
Armand temía perderlo y él temía morir. El miedo los unió durante
un tiempo, pero finalmente los actos más románticos pueden acabar
con todo. Pero aquella noche, dentro de aquel tugurio y después en
aquel coche, todo parecía ajeno. Un sueño. ¿Eso podía ser
posible? Para Daniel sí. Estaba comenzando a quedar perturbado e
inconsciente de todo.
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