Memnoch me dio esto. ¿Tengo que tener miedo? ¿Puedo salir corriendo? ¿Puedo gritar llamando a mi madre? ¡Mamá, el coco me persigue!
Maldito demonio...
Lestat de Lioncourt
Las almas son arrastradas aquí,
empujadas hacia mí, mientras contemplo como unos y otros aún se
desafían. Parece que fue ayer cuando éste lugar era lóbrego, casi
vacío, y las almas que estaban aquí tan sólo lloraban su penosa
suerte. El infierno se ha convertido en un lugar concurrido donde
todos se acusan con el dedo, señalándose furiosamente, mientras se
miran con desprecio. Políticos corruptos y opulentos, banqueros sin
escrúpulos, empresarios que amasaron fortuna torturando a sus
empleados, jóvenes descreídos enfermos por las drogas, mujeres que
decidieron quitarse la vida, hombres que mataron con sus propias
manos a sus hijos, mercenarios, asesinos en masa, crueles déspotas y
demás despojos. Todos unidos en un grito imposible de soportar.
Dios me dio una misión. Estoy aquí
observando a todos intentando decidir las diez almas. No sé aún
como elegir siquiera estas. Tal vez por los arrepentidos, los
descreídos, aquellos que tuvieron una vida dura y tuvieron que robar
las migajas que otros lanzaban a sus caras. No lo sé. Tan sólo
observo. Y mientras miro a los ojos a esos condenados, perdiéndome
en sus rostros lacerados por el miedo y el dolor, recuerdo los suyos.
Él, ahí de pie, intentando ser el príncipe valiente mientra sus
piernas temblaban queriendo huir.
Lestat siempre me pareció idóneo para
lanzar mi mensaje. Él llegaría a las masas. Cuando él habla es
como un Mesías. Todos callan, guardan sus pensamientos, y agitan sus
manos hacia el cielo esperando un milagro. Todos. No hay nadie que no
crea que él pueda traer un mensaje propicio. Muchos le detestan,
pero cientos le veneran. El amor se hizo de odio, o quizás es el
odio, cuando él apareció triunfante mostrando su mejor sonrisa. Es
un vampiro con corazón de niño, pues aún tiene inocencia y la
malicia que desprende, esa que siempre dice tener, no es más que la
travesura de un niño. Quiere ser libre y eso lo hace diferente, pues
muchos dicen desear la libertad pero la temen. Él no teme a nada,
salvo a la soledad. Sin embargo, aprendió a caminar por sus calles y
se hizo eco de su voz. Él sabe estar solo, pero no es agradable
escuchar sus pensamientos a cual más atrevidos.
Lo elegí a él. Como Dios eligió
crear a los hombres, las aves o las plantas. Yo lo decidí. Fue bueno
que lo hiciera. Sin embargo, ¿sabía yo que lo amaría? Tal vez ya
lo amaba. Sentía una atracción casi magnética cuando deposité mis
ojos en él. Siempre sería ese muchacho que cabalgaba entre los
bosques, con su escopeta cargada, buscando una nueva pieza de caza
para llevar a la mesa. Nunca fue cobarde, salvo en contadas ocasiones
porque temió por todos. El miedo fue su jaula, pero pronto fue
arrancando barrotes. Ya casi no hay nada que lo retenga, ni siquiera
la soledad.
Sentado aquí me compadezco. Amar no es
propio de demonios. La obsesión no es aceptable. Mi reino se
derrumba entre sollozos y gritos de horror, pero yo sigo siendo el
príncipe que se recrea con la visión del mundo, que no es el que se
postra ante él, donde Lestat es otro monarca, uno muy distinto, con
colmillos y capa.
Lestat, ven a mí una vez más.
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