Michael ha vuelto a caer. Es normal que caiga, pues Mona puede ser demasiado ¿cómo decirlo? Te controla y terminas cayendo. Evitar algo por ella es imposible. Demasiado hermosa, lista y tenaz. No hay mujer más perfecta en ese sentido. Tiene ambición.
Lestat de Lioncourt
Estaba sentado en el jardín con una
lata en la mano y las manos llenas de tierra. Su cuerpo se encontraba
sudoroso debido al esfuerzo. Rowan no se encontraba en la mansión,
cosa que solía ocurrir cuando decidía desaparecer bajo los
numerosos informes del Hospital, y la vivienda estaba prácticamente
vacía. Una persona de servicio, solo una, se encontraba cuidando de
la seguridad y el confort de Michael. Sus ojos claros se concentraban
en la profunda fosa que había excavado. Dentro no había más que
viejos huesos y telas maltrechas. Se estaba asegurando que los viejos
huesos se hallaban en su lugar, que Lasher era espíritu y carne de
nuevo pero no gracias a trucos con sus viejos restos. Su hijo estaba
de regreso mostrando su cara más amable, como si pudiesen todos
olvidar lo que había hecho. Habían muerto varias mujeres en la
familia, secuestró a su esposa y la violó repetidas veces. Él no
podía olvidar a ese monstruo de rostro atractivo, piel flexible de
recién nacido y profundos ojos azules. Era imposible. Había
intentado desterrar cualquier sentimiento o recuerdo, pero el vacío
de su vida a veces le susurraba el nombre de Christopher. Se iba a
llamar Chris e iba a ser la oportunidad perfecta para completar su
felicidad, pero sólo enturbió aquellas navidades y gran parte de su
historia.
La cerveza sabía bien. Estaba fría,
poseía cuerpo y era tan amarga que le recordaba lo dulce que era
terminar el verano escuchando a lo lejos los grillos. New Orleans
parecía cargada de belleza con aquellas estrellas lejanas, los
viejos clubs abiertos hasta el amanecer y el discurrir cotidiano del
tráfico. Siempre era hermosa, pero sobre todo con el aroma de los
jazmines y murmullo de los insectos. Si bien, escuchó otro ruido que
lo alertó. Unos tacones que se acercaban a la verja y la abrían
como si fuesen las puertas del cielo. Se incorporó enterrar
rápidamente los cuerpos, los cuales aún tenían algo de carne, y
cuando la vio frente a él se percató que no podía encubrir su
delito.
—¿Echabas de menos a tu
hijo?—preguntó seria con aquel rostro de muñeca. Aún le
perturbaban sus ojos vivos de selvas tropicales. Tenía un cuerpo
bien formado, unas largas piernas que terminaban en estruendosos
tacones y una estatura menuda que la hacía parecer prácticamente
una muñeca. Era la proporción perfecta de la belleza salvaje—. Si
me lo llegas a decir vengo antes con fuegos artificiales, y montamos
una fiesta a modo Día de la Independencia, tito—su risa era libre
y al reír sus pechos se movieron en su estrecha y escotado vestido.
Llevaba uno de esos irresistibles
trajes que Beatrice lograba encontrar para ella. Era provocador,
juvenil, elegante y seductor. Podía desnudarla con la mirada y no
importaba, pues cualquier hombre en su sano juicio tendría fantasías
eróticas con aquella pelirroja. Era como un bombón que se dejaba
desear en medio de un escaparate, moviendo sus caderas sin
pretenderlo y siendo un deseo irresisble sin pensarlo. Mona a veces
ni siquiera era capaz de saber hasta que punto podía dominar a un
hombre, por eso siempre tentaba a la suerte y jugaba sus dados. Nunca
se aburría. Siempre tenía algo que hacer para torturar a cualquier
ingenuo que creyera que podía tocar sus encantos. Amaba a Quinn,
pero siempre se dejaba desear como parte de un truco cruel y
terriblemente divertido para ella.
—Quería asegurarme de algo—repitió
echando la última pala de tierra al viejo nicho.
—Deja de asegurarte, ya sabes como ha
ido todo. ¿Qué más da? Estamos bien, ¿no es así?—dijo
proyectando seguridad en cada una de sus palabras. Y lo hizo con esa
sonrisa, esa que te abría el cielo y te refugiaba en los infiernos.
Las pecas que salpicaban su nariz eran demasiado tentadoras. Por
primera vez recordaba lo estúpido que fue en caer, pero sabía bien
que tal y como estaba la situación podía hacerlo si ella quería.
—Mi vida es un desastre, no creo que
estemos bien—no le recriminaba nada, aunque ella tenía la culpa.
Ella había decidido desatar el poder del demonio, sin consultárselo
a nadie. Julien había regresado con nuevas propuestas y
pensamientos, completamente turbado por el poder concedido y los
méritos logrados. Sin embargo, sabía que lo hacía porque quería
luchar contra el sufrimiento y el dolor que se había llevado gran
parte de la felicidad de la familia. Quería restaurar su poder y
buscó una solución práctica, además adoraba a Julien. Incluso él,
a pesar de todo, amaba a Julien Mayfair por ser quien era y por
haberle ayudado en su momento. Jamás podría condenar a su abuelo,
pues la ambición siempre estuvo en sus genes—. Lasher está de
nuevo entre nosotros, Ashlar quiere volver a marcharse con nuestra
hija y te recuerdo que hay nuevos Taltos a punto de hacer aparición
en la vida Mayfair— hizo un leve requiebro y prosiguió—. No
estoy feliz.
—Yo sí—sus ojos parecían más
vivos que nunca, como si fueran llamaradas—. He pasado de llorar
una hija a tener dos hijos, ¿crees que me afecta?—se acercó un
poco más a él, quitándose primero los tacones para poder caminar
sobre la hierba, y lo tomó del rostro con sus delicadas manos de
uñas perfectas—. Alégrate, eres padre de nuevo.
—De monstruos—murmuró compungido.
Apartó sus manos de él, pero
rápidamente le cruzó la cara con una bofetada. No iba a permitir
que insultara así al fruto que ella misma había concebido. La
pequeña a la cual lloró durante años. La mujer que tuvo que ver
muerta y fría en una camilla de metal. Una hembra Taltos que se
parecía a ella, una réplica perfecta, que sonreía y se movía como
una fierecilla. Era la encarnación del amor. Y Alvar, que llevaba
sus genes y los de Quinn, era el mayor triunfo de la ciencia en el
hospital Mayfair.
—Morrigan no es un monstruo, es
salvaje pero no es un monstruo—dijo visiblemente molesta.
Se giró dándole la espalda, furiosa,
y parecía estar a punto de echar a correr hacia la verja. Él habló
deteniéndola de inmediato.
—Lo sé, lo siento—se incorporó
dejando a un lado la silla de mimbre donde se encontraba, la lata la
dejó medio tirada en el césped, y se acercó a ella tomándola por
los brazos—. Pero es demasiado rebelde y no puedo controlarla. Ni
siquiera soy capaz de entender qué quiere.
—A ti. Quiere tu apoyo y tus
bendiciones. Desea desesperadamente que la quieras—susurró
permitiendo que Michael la rodeara. En sus brazos se sentía
protegida. El aroma de su colonia mezclado con la nicotina de sus
cigarrillos le recordaba a los días más oscuros de su vida, pero en
ellos siempre hubo algo de luz gracias a la esperanza que él le
obligaba a tener. Siempre le aseguraba que encontrarían a su hija.
—¿Y tú qué quieres?—preguntó
como si fuera su padre y pudiera regalarle la luna—. No has venido
aquí a ver si estoy desenterrando los huesos como si fuese un
sabueso bien entrenado—su sonrisa coloreó sus mejillas y recordó
el delicioso ardor que sentía cuando la arrinconaba bajo su cuerpo,
penetrándola de forma caballerosa y, a la vez, tan brusca.
—A ti—dijo mirando sus guantes de
cuero. Julien le había confirmado que sus poderes habían regresado
y le tentaba saber qué podía ver si la tocaba sin ellos.
—¿Y qué deseas de mí?—preguntó.
—¿En estos momentos?—giró
suavemente su rostro y se colocó de puntillas. Entretenía a su tío
para quitarle uno de los guantes. Él estaba turbado observándola.
Parecía mucho más adulta y seductora que nunca. Sus pechos parecían
más llenos y tentadores, además sus pezones se marcaban bajo su
vestido. No llevaba sujetador.
—A ser posible, podrías decirme qué
pretendes ahora, lo que pueda ocurrir en un futuro todavía no me
interesa—dijo, notando como lo agarraba de una de sus muñecas y
llevaba la mano al interior de sus muslos.
—Esto deseo, ¿lo notas
Michael?—suspiró echando su cabeza hacia atrás, golpeando
levemente el fuerte torso de su tío, mientras notaba como sus
ásperos dedos rozaban sus ingles. Entonces, como si nada, hundió el
corazón en su interior y gimió—. ¿Lo recuerdas? Mírame y dime
que no—quitó el otro guante y bajó una de los finos tirantes de
su vestido, sacando uno de sus pechos, para que él lo abarcara con
su mano—. Eres tan encantador, que eres capaz de decir que lo has
olvidado, para poder convencerte que sólo deseas a tu mujer; sólo a
ella—movía sus caderas y jadeaba eróticamente. Sus labios
pintados de carmín prácticamente rozaban la boca de Michael—. Los
Mayfair somos fieles y leales a nuestros deseos, al amor que puede
surgir en ellos, pero bien sabes que somos incapaces de apartar el
tentador cáliz del placer.
Rápidamente notó como el pulso y la
respiración, de Michael, se aceleraban. Se apartó de él y sus
caricias. Las grandes manos de aquel hombre, que había dado toda su
vida a recuperar trozos de miles de historias disipadas por gran
parte del país, eran terriblemente satisfactorias. Sus impulsos eran
los de cualquier hombre dispuesto a sentir algo más que las frías
miradas de su esposa, los lamentos habituales por el destino incierto
que tenían y las pesadillas que se avecinaban. Decidió que sería
suyo de nuevo. Haría que sus piernas fueran el apoyo y la
comprensión que él necesitaba. Haría que todo a su alrededor se
enturbiara y escuchara sólo el ritmo de sus candentes gemidos.
La bruja y vampiro, Mona Mayfair,
estaba dispuesta a mostrar sus mejores dotes amatorias. Sería su
dulce venganza hacia Rowan, un regalo para Michael y un triunfo para
ella. Se quitó con gran facilidad su traje y lo echó a un lado,
sobre la tierra donde yacían los dos Taltos en su sueño eterno.
Allí sólo había huesos. Dio unos pasos hacia él, como si fuera
Eva en medio del paraíso, con su cabello suelto cayendo sobre sus
hombros y rozando ligeramente sus senos. Tenía un aspecto tan
apetecible como esa cerveza fría que ya ni recordaba.
—Mona...—balbuceó.
Pronto pudo notar esa silueta
extremadamente femenina, debido a sus caderas anchas y su pecho
voluminoso, pegado a él completamente desnuda. La pequeña mata de
pelo rojizo que cubría sutilmente su sexo le daba un toque erótico,
casi pecaminoso y virginal, mientras que sus brazos, tan delgados y
hermosos, se estiraban sobre su pecho para rodearlo por los anchos
hombros de aquel bonachón de Michael Curry. Ningún Mayfair tenía
esa bondad. Él era un espécimen único. El semental apropiado. El
Adonis que se había hecho a sí mismo.
Con movimientos medidos y femeninos,
como los de un felino, pasó sus manos por el amplio torso de
Michael. Los botones de su camisa de lino, completamente arruinada
por el sudor y el barro, cedieron a sus hábiles dedos. Y, esos
mismos dedos, recorrieron aquel torso bronceado jugando ligeramente
con el escaso vello que allí encontró. Él sintió que los pelos de
su nuca se erizaban y su pantalón comenzaba a estar apretado,
convirtiéndose en una prenda incómoda. Estaba hechizado por como
movía ligeramente sus labios, sin llegar a decir nada, mientras él
deseaba apretarlos con los suyos y devorar su lengua. Quería tener
el sabor del carmín en su boca, y no sólo el sabor. No le importaba
borrar de esos labios toda huella de maquillaje.
—Tío Michael, estoy preparada para
repetir el error que tanto daño nos hizo—bajó estatégicamente su
mirada y pegó su vientre a la entrepierna de su tío—. Aquí y
ahora.
—No—decía intentando dominarse,
pero prácticamente estaba hundido en el deseo—. No puede ser.
—Sí, sí que puede ser—dijo
tomándolo del rostro. Sus dedos rápidos acariciaron sus sienes,
ahora sin canas, para hundirse entre su mata de pelo rizada. Con
cierto descaro lo agachó y enterró su cara, de perfectas y
varoniles facciones irlandesas, entre sus cálidos senos.
La barba le hacía ciertas cosquillas
que animaron a la sensación de mariposas de su estómago. Él fue
uno de sus grandes amores. Había amado a ese hombre aunque fueron
pocos días, hasta que la realidad cayó como un jarro de agua fría
y la despertó húmeda, pero desconsolada. En esos momentos estaba
húmeda de nuevo, con sus piernas convertidas en un atractivo volcán
que bullía en intensos deseos, y él calmaría el desconsuelo.
Rompería por completo la calma en los ojos amorosos de Michael
Curry, su tío, su Thor, el único hombre que logró que fuese
realmente tomada como lo desea una mujer. Él era su fantasía
erótica favorita y ella, para él, el milagro del placer en medio
del dolor. Se había convertido en la salvación. Ambos se salvaban
mutuamente, pero a la vez se condenaban.
Mona empezó a escuchar y sentir el
chupeteo de la boca de Michael. Sus pezones estaban siendo mordidos,
lamidos y succionados magistralmente. Las manos de aquel portento,
del hombre con genes Taltos, quedaron desnudas mientras abarcaba
ambos pechos con desesperación. Podía ver imágenes de Mona,
momentos del pasado que se entremezclaban. Llegó a concentrarse en
lo que veía, pero aún más en lo que sentía. La vio desnuda, como
hacía un momento, pero siendo aún más joven y con las caderas
menos acentuadas. Pudo observarla desnuda bajo su cuerpo, gimiendo
con delirio, y también se vio a él arremetiendo sin pudor ni ningún
impedimento moral.
Sus manos dejaron de estar en sus
pechos, bajaron por sus costados y agarraron sus prieto trasero.
Podía notar comos sus dedos se hundían en la dura carne, del mismo
modo que notaba las manos hábiles de Mona bajando su cremallera. No
tardó en verse libre de sus pechos, para sentirse preso de su
lengua. La felación fue el culmen de aquella locura. Michael perdió
el hilo con la realidad. Los pantalones se bajaron, al igual que la
ropa interior, hasta los tobillos y ella se dedicó a deleitarse con
el sabor de aquel duro miembro. Su lengua recorría desde el glande
hasta la base, con largas lamidas, para nuevamente introducirlo en su
boca apretándolo con ayuda de sus labios. Las manos de Michael
quedaron enredadas en su pelo rojo, tan sedoso como largo, que tiraba
de él completamente entusiasmado.
Era cuestión de minutos el acabar
sobre la tumba, revueltos y enzarzados en fieros besos. Ella quedaba
completamente cubierta por aquel gigantesco cuerpo. Su pequeña
estatura no era impedimento para que él, lleno de deseo, abriese sus
muslos y se hundiese en ellos. Los ojos de Michael tenían una chispa
casi mágica, sobre todo cuando mordió su vientre y comenzó a lamer
su clítoris con afán. Los pelos de la barba rozaban sus ingles y
ella notaba un chispazo eléctrico con cada caricia. Hundió sus
dedos en la tierra y tocó el cráneo de Lasher, cosa que no le
importó en absoluto, no podía dejar de sentir y desear. Sus gemidos
eran cada vez más largos y profundos. No tenía ojos ni pensamientos
para nadie más. Quería a Michael. Deseaba a Michael. Michael era
suyo en esos momentos y Rowan no existía, tampoco Quinn o cualquier
otro imbécil que pudiera separarlos.
—Más, más... —dijo con la voz
quejumbrosa. Pronto lo tenía agarrado de la nuca pegándolo a ella,
moviendo sus caderas por instinto.
Los dientes de Michael mordieron su
clítoris, sus labios lo succionaron, su lengua se hundió más allá
de sus labios vaginales y sus dedos acompañaron al juego erótico de
arrancarle gemidos a Mona, igual que quien le arranca las alas a un
ángel. Las piernas de la bruja temblaron. Eran dos Mayfair en pleno
ritual de sexo, muerte y consuelo.
Él se separó al fin, se acomodó
entre sus piernas y se introdujo en su pequeño orificio. De
inmediato el calor llegó calándola hasta los huesos. Ella vibraba
empapada en sudor, podía notar como la tierra se aplastaba bajo su
cuerpo y como él la aplastaba. A penas podía cerrar un poco las
piernas, pues a pesar de ser largas para su estatura no dejaban de
ser pequeñas en comparación con su amante. Sus uñas se aferraron a
los omóplatos y su boca buscó la de él. Habían bajos gruñidos,
palabras inconexas y balbuceadas, pero también unos carnosos labios
masculinos que sofocaron parte de sus gemidos. Le ardía. Ardía en
todos los sentidos. Él la saboreaba como si fuera una cerveza recién
abierta, calmaba su sed y su instinto. Se estaba comportando como el
hombre que debía ser, como sus genes le indicaban continuamente que
fuera, pero que se resistía a mostrar por un amor desinteresado y
puro.
—Mírame...—dijo tomándolo del
rostro—. Júrame... júrame que no será la última—susurró con
los ojos bañados en lágrimas por el placer, pues la taladraba de
pies a cabeza—. ¡Oh, Dios mío!—gritó antes de sentir que se
corría, llegando a un orgasmo explosivo—. Más, más... más...
más...
Era el momento, el lugar, la hora
adecuada, el hombre que ansiaba tener de nuevo y todo eso con un sexo
intuitivo perfecto. Aquello no era sólo sexo. Era una bomba a punto
de destruir cualquier muro, por alto que se pusiera, entre ambos.
Ella lo estaba logrando. Él estaba perdiendo el juicio. Pudo notar
que ni siquiera podía cerrar su mente. Rápidamente notó el mensaje
que él tenía, las imágenes que él le cedía comprometiendo
también a su cordura.
Entonces, en medio de ese círculo de
locura, él se derramó por completo en ella. La llenó. Cubrió cada
trozo de su interior con un chorro potente y cálido. No salió, pero
no fue porque él no quisiera. Ella evitó que saliera. Sus caderas
comenzaron a moverse en círculos y le miró completamente convencida
que él también lo había notado.
—Me encanta como me miras—su voz
estaba rota, incluso algo áspera—. No todos me miran como tú—pasó
la punta de su lengua por sus labios y le obligó, ya esta vez, a
salir.
Él cayó a un lado, justo donde se
encontraba el cuerpo de Emaleth, para comprobar que aquello no había
acabado. Ella se montó sobre él como una amazona, comenzó a lamer
su torso y mordisquear sus caderas. Con destreza retiró todos los
restos de esperma e inició ciertos juegos consigo misma. Hundía sus
dedos en su vagina, rozaba sus nalgas contra el miembro de Michael y
pellizcaba sus pezones. Él no dudó en seguir las instrucciones de
sus miradas lascivas. La tocaba como jamás hubiese tocado a su
mujer, de forma sucia e íntima. El sexo con Rowan era más puritano,
menos libertino, más centrado en el amor. El sexo con Mona era
diversión, explosión y una extraña y maliciosa sensación de
libertad. Por ella sentía un amor distinto al que podía tener por
Rowan, aunque igual de entregado pero no del mismo modo. No podía
dañar a Mona. Siempre había buscado su felicidad. Él era feliz
porque ella le decía que lo era. Rowan no podía engañarlo, Mona
sí. Mona lo hacía constantemente para no mostrar el dolor que
siempre la consumía, el motivo por el cual era tan rebelde y a veces
pecaba incluso de ingenua. Al menos, él lo veía así.
Pronto se sintió con fuerzas de una
segunda vez. Ella no se bajó, él le permitió cabalgarlo como si
fuera su jinete. Las riendas fueron los fuertes brazos de Michael, de
músculos marcados debido al ejercicio y a su duro trabajo más allá
de los planos, y la silla su miembro que se colaba entre sus piernas.
Los pechos de Mona se movían libres y sugestivos. Los dedos de su
tío terminaron sobre estos, apretándolos con cierta furia medida,
logrando que gimiera echando hacia atrás su pelo.
—Te amo, tío Michael—confesó
mirándolo a los ojos—. Amo a Quinn, pero te amo a ti también. Te
amo.
Las ásperas y rudas caricias de
Michael descendieron hasta sus caderas, las atrapó y la ayudó a
moverse. El sonido de sus testículos fue el silencio oportuno para
su respuesta. Él la observó como quien observa a una diosa y luego
gimió su nombre junto a un sincero “Te deseo y amo del mismo
modo.”, el cual lo condenaba igual que a ella. Eran amores
distintos que los amores que podían tener hacia sus parejas, ¿podía
considerarse eso infidelidad? Los Mayfair no saben de
convencionalismos ni matrimonios extremadamente felices. Ellos lo
sabían, lo estaban disfrutando.
El cuerpo de Mona volvió a temblar y
ésta vez, casi a la par, llegaron permitiéndole a ambos sentirse
satisfechos. La bruja cayó sobre el brujo, la magia cedió al fin, y
la noche volvió a tener su ruido habitual. Los insectos sonaban a lo
lejos zumbando, el viento mecía el dondiego y los jazmines junto a
las enormes palmeras. Aquello provocó que se quedaran allí durante
algunos minutos, pero finalmente terminaron metiéndose en la
piscina. Allí sus labios volvieron a fundirse y sus manos a
palparse. Inclusive él palpó su dolorido sexo y hundió cuatro
dedos, casi introduciendo toda su mano, mientras ella volvía a gemir
y jadear. Estaba completamente entusiasmado por esos sonidos, como si
fuera un niño y hubiese encontrado la forma de hacer funcionar un
nuevo juguete.
—¿Volveremos a tener esto,
Michael?—preguntó alejándose de él para ir hacia la escalerilla.
Le dolían los muslos, los tenía algo marcados pero pronto se iría
debido a su condición de vampiro, pero no el corazón. No tenía el
corazón roto y sabía que no se lo romperían.
—No lo sé—dijo con rotundidad—.
Sólo sé que la conciencia no me pesa tanto como la otra vez.
Ella sonrió y se alejó buscando su
ropa. Había logrado que Michael fuera suyo de nuevo. Tenía otra vez
sus instintos más primarios encerrados entre sus manos. Él se quedó
allí, observando las estrellas y el amanecer cercano. Se sentía
cansado después de haber estado con aquella fierecilla. Si cerraba
los ojos podía verla de nuevo completamente resuelta, deseando ser
suya como nunca antes, mientras se preguntaba si Rowan se enteraría.
No quería entristecer más sus ojos grises. Había fallado como
esposo de nuevo. También había mentido. La culpa seguía
existiendo, pero no podía evitarlo. El deseo le había nublado. No
llevaba los guantes y cuando tocaba a Mona se electrocutaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario