Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

sábado, 13 de septiembre de 2014

Viejos delirios, nuevos hallazgos.

Michael ha vuelto a caer. Es normal que caiga, pues Mona puede ser demasiado ¿cómo decirlo? Te controla y terminas cayendo. Evitar algo por ella es imposible. Demasiado hermosa, lista y tenaz. No hay mujer más perfecta en ese sentido. Tiene ambición. 


Lestat de Lioncourt 


Estaba sentado en el jardín con una lata en la mano y las manos llenas de tierra. Su cuerpo se encontraba sudoroso debido al esfuerzo. Rowan no se encontraba en la mansión, cosa que solía ocurrir cuando decidía desaparecer bajo los numerosos informes del Hospital, y la vivienda estaba prácticamente vacía. Una persona de servicio, solo una, se encontraba cuidando de la seguridad y el confort de Michael. Sus ojos claros se concentraban en la profunda fosa que había excavado. Dentro no había más que viejos huesos y telas maltrechas. Se estaba asegurando que los viejos huesos se hallaban en su lugar, que Lasher era espíritu y carne de nuevo pero no gracias a trucos con sus viejos restos. Su hijo estaba de regreso mostrando su cara más amable, como si pudiesen todos olvidar lo que había hecho. Habían muerto varias mujeres en la familia, secuestró a su esposa y la violó repetidas veces. Él no podía olvidar a ese monstruo de rostro atractivo, piel flexible de recién nacido y profundos ojos azules. Era imposible. Había intentado desterrar cualquier sentimiento o recuerdo, pero el vacío de su vida a veces le susurraba el nombre de Christopher. Se iba a llamar Chris e iba a ser la oportunidad perfecta para completar su felicidad, pero sólo enturbió aquellas navidades y gran parte de su historia.

La cerveza sabía bien. Estaba fría, poseía cuerpo y era tan amarga que le recordaba lo dulce que era terminar el verano escuchando a lo lejos los grillos. New Orleans parecía cargada de belleza con aquellas estrellas lejanas, los viejos clubs abiertos hasta el amanecer y el discurrir cotidiano del tráfico. Siempre era hermosa, pero sobre todo con el aroma de los jazmines y murmullo de los insectos. Si bien, escuchó otro ruido que lo alertó. Unos tacones que se acercaban a la verja y la abrían como si fuesen las puertas del cielo. Se incorporó enterrar rápidamente los cuerpos, los cuales aún tenían algo de carne, y cuando la vio frente a él se percató que no podía encubrir su delito.

—¿Echabas de menos a tu hijo?—preguntó seria con aquel rostro de muñeca. Aún le perturbaban sus ojos vivos de selvas tropicales. Tenía un cuerpo bien formado, unas largas piernas que terminaban en estruendosos tacones y una estatura menuda que la hacía parecer prácticamente una muñeca. Era la proporción perfecta de la belleza salvaje—. Si me lo llegas a decir vengo antes con fuegos artificiales, y montamos una fiesta a modo Día de la Independencia, tito—su risa era libre y al reír sus pechos se movieron en su estrecha y escotado vestido.

Llevaba uno de esos irresistibles trajes que Beatrice lograba encontrar para ella. Era provocador, juvenil, elegante y seductor. Podía desnudarla con la mirada y no importaba, pues cualquier hombre en su sano juicio tendría fantasías eróticas con aquella pelirroja. Era como un bombón que se dejaba desear en medio de un escaparate, moviendo sus caderas sin pretenderlo y siendo un deseo irresisble sin pensarlo. Mona a veces ni siquiera era capaz de saber hasta que punto podía dominar a un hombre, por eso siempre tentaba a la suerte y jugaba sus dados. Nunca se aburría. Siempre tenía algo que hacer para torturar a cualquier ingenuo que creyera que podía tocar sus encantos. Amaba a Quinn, pero siempre se dejaba desear como parte de un truco cruel y terriblemente divertido para ella.

—Quería asegurarme de algo—repitió echando la última pala de tierra al viejo nicho.

—Deja de asegurarte, ya sabes como ha ido todo. ¿Qué más da? Estamos bien, ¿no es así?—dijo proyectando seguridad en cada una de sus palabras. Y lo hizo con esa sonrisa, esa que te abría el cielo y te refugiaba en los infiernos. Las pecas que salpicaban su nariz eran demasiado tentadoras. Por primera vez recordaba lo estúpido que fue en caer, pero sabía bien que tal y como estaba la situación podía hacerlo si ella quería.

—Mi vida es un desastre, no creo que estemos bien—no le recriminaba nada, aunque ella tenía la culpa. Ella había decidido desatar el poder del demonio, sin consultárselo a nadie. Julien había regresado con nuevas propuestas y pensamientos, completamente turbado por el poder concedido y los méritos logrados. Sin embargo, sabía que lo hacía porque quería luchar contra el sufrimiento y el dolor que se había llevado gran parte de la felicidad de la familia. Quería restaurar su poder y buscó una solución práctica, además adoraba a Julien. Incluso él, a pesar de todo, amaba a Julien Mayfair por ser quien era y por haberle ayudado en su momento. Jamás podría condenar a su abuelo, pues la ambición siempre estuvo en sus genes—. Lasher está de nuevo entre nosotros, Ashlar quiere volver a marcharse con nuestra hija y te recuerdo que hay nuevos Taltos a punto de hacer aparición en la vida Mayfair— hizo un leve requiebro y prosiguió—. No estoy feliz.

—Yo sí—sus ojos parecían más vivos que nunca, como si fueran llamaradas—. He pasado de llorar una hija a tener dos hijos, ¿crees que me afecta?—se acercó un poco más a él, quitándose primero los tacones para poder caminar sobre la hierba, y lo tomó del rostro con sus delicadas manos de uñas perfectas—. Alégrate, eres padre de nuevo.

—De monstruos—murmuró compungido.

Apartó sus manos de él, pero rápidamente le cruzó la cara con una bofetada. No iba a permitir que insultara así al fruto que ella misma había concebido. La pequeña a la cual lloró durante años. La mujer que tuvo que ver muerta y fría en una camilla de metal. Una hembra Taltos que se parecía a ella, una réplica perfecta, que sonreía y se movía como una fierecilla. Era la encarnación del amor. Y Alvar, que llevaba sus genes y los de Quinn, era el mayor triunfo de la ciencia en el hospital Mayfair.

—Morrigan no es un monstruo, es salvaje pero no es un monstruo—dijo visiblemente molesta.

Se giró dándole la espalda, furiosa, y parecía estar a punto de echar a correr hacia la verja. Él habló deteniéndola de inmediato.

—Lo sé, lo siento—se incorporó dejando a un lado la silla de mimbre donde se encontraba, la lata la dejó medio tirada en el césped, y se acercó a ella tomándola por los brazos—. Pero es demasiado rebelde y no puedo controlarla. Ni siquiera soy capaz de entender qué quiere.

—A ti. Quiere tu apoyo y tus bendiciones. Desea desesperadamente que la quieras—susurró permitiendo que Michael la rodeara. En sus brazos se sentía protegida. El aroma de su colonia mezclado con la nicotina de sus cigarrillos le recordaba a los días más oscuros de su vida, pero en ellos siempre hubo algo de luz gracias a la esperanza que él le obligaba a tener. Siempre le aseguraba que encontrarían a su hija.

—¿Y tú qué quieres?—preguntó como si fuera su padre y pudiera regalarle la luna—. No has venido aquí a ver si estoy desenterrando los huesos como si fuese un sabueso bien entrenado—su sonrisa coloreó sus mejillas y recordó el delicioso ardor que sentía cuando la arrinconaba bajo su cuerpo, penetrándola de forma caballerosa y, a la vez, tan brusca.

—A ti—dijo mirando sus guantes de cuero. Julien le había confirmado que sus poderes habían regresado y le tentaba saber qué podía ver si la tocaba sin ellos.

—¿Y qué deseas de mí?—preguntó.

—¿En estos momentos?—giró suavemente su rostro y se colocó de puntillas. Entretenía a su tío para quitarle uno de los guantes. Él estaba turbado observándola. Parecía mucho más adulta y seductora que nunca. Sus pechos parecían más llenos y tentadores, además sus pezones se marcaban bajo su vestido. No llevaba sujetador.

—A ser posible, podrías decirme qué pretendes ahora, lo que pueda ocurrir en un futuro todavía no me interesa—dijo, notando como lo agarraba de una de sus muñecas y llevaba la mano al interior de sus muslos.

—Esto deseo, ¿lo notas Michael?—suspiró echando su cabeza hacia atrás, golpeando levemente el fuerte torso de su tío, mientras notaba como sus ásperos dedos rozaban sus ingles. Entonces, como si nada, hundió el corazón en su interior y gimió—. ¿Lo recuerdas? Mírame y dime que no—quitó el otro guante y bajó una de los finos tirantes de su vestido, sacando uno de sus pechos, para que él lo abarcara con su mano—. Eres tan encantador, que eres capaz de decir que lo has olvidado, para poder convencerte que sólo deseas a tu mujer; sólo a ella—movía sus caderas y jadeaba eróticamente. Sus labios pintados de carmín prácticamente rozaban la boca de Michael—. Los Mayfair somos fieles y leales a nuestros deseos, al amor que puede surgir en ellos, pero bien sabes que somos incapaces de apartar el tentador cáliz del placer.
Rápidamente notó como el pulso y la respiración, de Michael, se aceleraban. Se apartó de él y sus caricias. Las grandes manos de aquel hombre, que había dado toda su vida a recuperar trozos de miles de historias disipadas por gran parte del país, eran terriblemente satisfactorias. Sus impulsos eran los de cualquier hombre dispuesto a sentir algo más que las frías miradas de su esposa, los lamentos habituales por el destino incierto que tenían y las pesadillas que se avecinaban. Decidió que sería suyo de nuevo. Haría que sus piernas fueran el apoyo y la comprensión que él necesitaba. Haría que todo a su alrededor se enturbiara y escuchara sólo el ritmo de sus candentes gemidos.

La bruja y vampiro, Mona Mayfair, estaba dispuesta a mostrar sus mejores dotes amatorias. Sería su dulce venganza hacia Rowan, un regalo para Michael y un triunfo para ella. Se quitó con gran facilidad su traje y lo echó a un lado, sobre la tierra donde yacían los dos Taltos en su sueño eterno. Allí sólo había huesos. Dio unos pasos hacia él, como si fuera Eva en medio del paraíso, con su cabello suelto cayendo sobre sus hombros y rozando ligeramente sus senos. Tenía un aspecto tan apetecible como esa cerveza fría que ya ni recordaba.

—Mona...—balbuceó.

Pronto pudo notar esa silueta extremadamente femenina, debido a sus caderas anchas y su pecho voluminoso, pegado a él completamente desnuda. La pequeña mata de pelo rojizo que cubría sutilmente su sexo le daba un toque erótico, casi pecaminoso y virginal, mientras que sus brazos, tan delgados y hermosos, se estiraban sobre su pecho para rodearlo por los anchos hombros de aquel bonachón de Michael Curry. Ningún Mayfair tenía esa bondad. Él era un espécimen único. El semental apropiado. El Adonis que se había hecho a sí mismo.

Con movimientos medidos y femeninos, como los de un felino, pasó sus manos por el amplio torso de Michael. Los botones de su camisa de lino, completamente arruinada por el sudor y el barro, cedieron a sus hábiles dedos. Y, esos mismos dedos, recorrieron aquel torso bronceado jugando ligeramente con el escaso vello que allí encontró. Él sintió que los pelos de su nuca se erizaban y su pantalón comenzaba a estar apretado, convirtiéndose en una prenda incómoda. Estaba hechizado por como movía ligeramente sus labios, sin llegar a decir nada, mientras él deseaba apretarlos con los suyos y devorar su lengua. Quería tener el sabor del carmín en su boca, y no sólo el sabor. No le importaba borrar de esos labios toda huella de maquillaje.

—Tío Michael, estoy preparada para repetir el error que tanto daño nos hizo—bajó estatégicamente su mirada y pegó su vientre a la entrepierna de su tío—. Aquí y ahora.

—No—decía intentando dominarse, pero prácticamente estaba hundido en el deseo—. No puede ser.

—Sí, sí que puede ser—dijo tomándolo del rostro. Sus dedos rápidos acariciaron sus sienes, ahora sin canas, para hundirse entre su mata de pelo rizada. Con cierto descaro lo agachó y enterró su cara, de perfectas y varoniles facciones irlandesas, entre sus cálidos senos.

La barba le hacía ciertas cosquillas que animaron a la sensación de mariposas de su estómago. Él fue uno de sus grandes amores. Había amado a ese hombre aunque fueron pocos días, hasta que la realidad cayó como un jarro de agua fría y la despertó húmeda, pero desconsolada. En esos momentos estaba húmeda de nuevo, con sus piernas convertidas en un atractivo volcán que bullía en intensos deseos, y él calmaría el desconsuelo. Rompería por completo la calma en los ojos amorosos de Michael Curry, su tío, su Thor, el único hombre que logró que fuese realmente tomada como lo desea una mujer. Él era su fantasía erótica favorita y ella, para él, el milagro del placer en medio del dolor. Se había convertido en la salvación. Ambos se salvaban mutuamente, pero a la vez se condenaban.

Mona empezó a escuchar y sentir el chupeteo de la boca de Michael. Sus pezones estaban siendo mordidos, lamidos y succionados magistralmente. Las manos de aquel portento, del hombre con genes Taltos, quedaron desnudas mientras abarcaba ambos pechos con desesperación. Podía ver imágenes de Mona, momentos del pasado que se entremezclaban. Llegó a concentrarse en lo que veía, pero aún más en lo que sentía. La vio desnuda, como hacía un momento, pero siendo aún más joven y con las caderas menos acentuadas. Pudo observarla desnuda bajo su cuerpo, gimiendo con delirio, y también se vio a él arremetiendo sin pudor ni ningún impedimento moral.

Sus manos dejaron de estar en sus pechos, bajaron por sus costados y agarraron sus prieto trasero. Podía notar comos sus dedos se hundían en la dura carne, del mismo modo que notaba las manos hábiles de Mona bajando su cremallera. No tardó en verse libre de sus pechos, para sentirse preso de su lengua. La felación fue el culmen de aquella locura. Michael perdió el hilo con la realidad. Los pantalones se bajaron, al igual que la ropa interior, hasta los tobillos y ella se dedicó a deleitarse con el sabor de aquel duro miembro. Su lengua recorría desde el glande hasta la base, con largas lamidas, para nuevamente introducirlo en su boca apretándolo con ayuda de sus labios. Las manos de Michael quedaron enredadas en su pelo rojo, tan sedoso como largo, que tiraba de él completamente entusiasmado.

Era cuestión de minutos el acabar sobre la tumba, revueltos y enzarzados en fieros besos. Ella quedaba completamente cubierta por aquel gigantesco cuerpo. Su pequeña estatura no era impedimento para que él, lleno de deseo, abriese sus muslos y se hundiese en ellos. Los ojos de Michael tenían una chispa casi mágica, sobre todo cuando mordió su vientre y comenzó a lamer su clítoris con afán. Los pelos de la barba rozaban sus ingles y ella notaba un chispazo eléctrico con cada caricia. Hundió sus dedos en la tierra y tocó el cráneo de Lasher, cosa que no le importó en absoluto, no podía dejar de sentir y desear. Sus gemidos eran cada vez más largos y profundos. No tenía ojos ni pensamientos para nadie más. Quería a Michael. Deseaba a Michael. Michael era suyo en esos momentos y Rowan no existía, tampoco Quinn o cualquier otro imbécil que pudiera separarlos.

—Más, más... —dijo con la voz quejumbrosa. Pronto lo tenía agarrado de la nuca pegándolo a ella, moviendo sus caderas por instinto.

Los dientes de Michael mordieron su clítoris, sus labios lo succionaron, su lengua se hundió más allá de sus labios vaginales y sus dedos acompañaron al juego erótico de arrancarle gemidos a Mona, igual que quien le arranca las alas a un ángel. Las piernas de la bruja temblaron. Eran dos Mayfair en pleno ritual de sexo, muerte y consuelo.

Él se separó al fin, se acomodó entre sus piernas y se introdujo en su pequeño orificio. De inmediato el calor llegó calándola hasta los huesos. Ella vibraba empapada en sudor, podía notar como la tierra se aplastaba bajo su cuerpo y como él la aplastaba. A penas podía cerrar un poco las piernas, pues a pesar de ser largas para su estatura no dejaban de ser pequeñas en comparación con su amante. Sus uñas se aferraron a los omóplatos y su boca buscó la de él. Habían bajos gruñidos, palabras inconexas y balbuceadas, pero también unos carnosos labios masculinos que sofocaron parte de sus gemidos. Le ardía. Ardía en todos los sentidos. Él la saboreaba como si fuera una cerveza recién abierta, calmaba su sed y su instinto. Se estaba comportando como el hombre que debía ser, como sus genes le indicaban continuamente que fuera, pero que se resistía a mostrar por un amor desinteresado y puro.

—Mírame...—dijo tomándolo del rostro—. Júrame... júrame que no será la última—susurró con los ojos bañados en lágrimas por el placer, pues la taladraba de pies a cabeza—. ¡Oh, Dios mío!—gritó antes de sentir que se corría, llegando a un orgasmo explosivo—. Más, más... más... más...

Era el momento, el lugar, la hora adecuada, el hombre que ansiaba tener de nuevo y todo eso con un sexo intuitivo perfecto. Aquello no era sólo sexo. Era una bomba a punto de destruir cualquier muro, por alto que se pusiera, entre ambos. Ella lo estaba logrando. Él estaba perdiendo el juicio. Pudo notar que ni siquiera podía cerrar su mente. Rápidamente notó el mensaje que él tenía, las imágenes que él le cedía comprometiendo también a su cordura.

Entonces, en medio de ese círculo de locura, él se derramó por completo en ella. La llenó. Cubrió cada trozo de su interior con un chorro potente y cálido. No salió, pero no fue porque él no quisiera. Ella evitó que saliera. Sus caderas comenzaron a moverse en círculos y le miró completamente convencida que él también lo había notado.

—Me encanta como me miras—su voz estaba rota, incluso algo áspera—. No todos me miran como tú—pasó la punta de su lengua por sus labios y le obligó, ya esta vez, a salir.


Él cayó a un lado, justo donde se encontraba el cuerpo de Emaleth, para comprobar que aquello no había acabado. Ella se montó sobre él como una amazona, comenzó a lamer su torso y mordisquear sus caderas. Con destreza retiró todos los restos de esperma e inició ciertos juegos consigo misma. Hundía sus dedos en su vagina, rozaba sus nalgas contra el miembro de Michael y pellizcaba sus pezones. Él no dudó en seguir las instrucciones de sus miradas lascivas. La tocaba como jamás hubiese tocado a su mujer, de forma sucia e íntima. El sexo con Rowan era más puritano, menos libertino, más centrado en el amor. El sexo con Mona era diversión, explosión y una extraña y maliciosa sensación de libertad. Por ella sentía un amor distinto al que podía tener por Rowan, aunque igual de entregado pero no del mismo modo. No podía dañar a Mona. Siempre había buscado su felicidad. Él era feliz porque ella le decía que lo era. Rowan no podía engañarlo, Mona sí. Mona lo hacía constantemente para no mostrar el dolor que siempre la consumía, el motivo por el cual era tan rebelde y a veces pecaba incluso de ingenua. Al menos, él lo veía así.

Pronto se sintió con fuerzas de una segunda vez. Ella no se bajó, él le permitió cabalgarlo como si fuera su jinete. Las riendas fueron los fuertes brazos de Michael, de músculos marcados debido al ejercicio y a su duro trabajo más allá de los planos, y la silla su miembro que se colaba entre sus piernas. Los pechos de Mona se movían libres y sugestivos. Los dedos de su tío terminaron sobre estos, apretándolos con cierta furia medida, logrando que gimiera echando hacia atrás su pelo.

—Te amo, tío Michael—confesó mirándolo a los ojos—. Amo a Quinn, pero te amo a ti también. Te amo.

Las ásperas y rudas caricias de Michael descendieron hasta sus caderas, las atrapó y la ayudó a moverse. El sonido de sus testículos fue el silencio oportuno para su respuesta. Él la observó como quien observa a una diosa y luego gimió su nombre junto a un sincero “Te deseo y amo del mismo modo.”, el cual lo condenaba igual que a ella. Eran amores distintos que los amores que podían tener hacia sus parejas, ¿podía considerarse eso infidelidad? Los Mayfair no saben de convencionalismos ni matrimonios extremadamente felices. Ellos lo sabían, lo estaban disfrutando.

El cuerpo de Mona volvió a temblar y ésta vez, casi a la par, llegaron permitiéndole a ambos sentirse satisfechos. La bruja cayó sobre el brujo, la magia cedió al fin, y la noche volvió a tener su ruido habitual. Los insectos sonaban a lo lejos zumbando, el viento mecía el dondiego y los jazmines junto a las enormes palmeras. Aquello provocó que se quedaran allí durante algunos minutos, pero finalmente terminaron metiéndose en la piscina. Allí sus labios volvieron a fundirse y sus manos a palparse. Inclusive él palpó su dolorido sexo y hundió cuatro dedos, casi introduciendo toda su mano, mientras ella volvía a gemir y jadear. Estaba completamente entusiasmado por esos sonidos, como si fuera un niño y hubiese encontrado la forma de hacer funcionar un nuevo juguete.

—¿Volveremos a tener esto, Michael?—preguntó alejándose de él para ir hacia la escalerilla. Le dolían los muslos, los tenía algo marcados pero pronto se iría debido a su condición de vampiro, pero no el corazón. No tenía el corazón roto y sabía que no se lo romperían.

—No lo sé—dijo con rotundidad—. Sólo sé que la conciencia no me pesa tanto como la otra vez.


Ella sonrió y se alejó buscando su ropa. Había logrado que Michael fuera suyo de nuevo. Tenía otra vez sus instintos más primarios encerrados entre sus manos. Él se quedó allí, observando las estrellas y el amanecer cercano. Se sentía cansado después de haber estado con aquella fierecilla. Si cerraba los ojos podía verla de nuevo completamente resuelta, deseando ser suya como nunca antes, mientras se preguntaba si Rowan se enteraría. No quería entristecer más sus ojos grises. Había fallado como esposo de nuevo. También había mentido. La culpa seguía existiendo, pero no podía evitarlo. El deseo le había nublado. No llevaba los guantes y cuando tocaba a Mona se electrocutaba.  

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Lestat de Lioncourt