¡Dios mío! ¡Manuscrito de Santino! Hay que ponerlo en buen recaudo antes que Marius lo destroce...
Lestat de Lioncourt
No puedo evitar pensar que mi vida pudo
tener un cambio, un inicio distinto, y conseguir al fin un rumbo más
acorde a mis planes iniciales. Pero la vida jamás te da la
oportunidad de enmendar tus pasos, una vez los das ya no puedes hacer
nada. Por mucho que deseemos, o ansiemos, poner marcha atrás a
nuestras huellas ya es imposible. El plan trazado, las marcas
acotadas, el discurso elaborado y cada noche nueva que se añade a
tus siglos se convierte en una carga, aunque hay ocasiones que esa
carga se vuelve liviana y eres capaz de cargarla con una sola mano.
Siempre creí en Dios todopoderoso. Una
entidad con defectos y virtudes, como todos nosotros. Un ser que
había hecho al hombre a su imagen y semejanza, con sus debilidades y
sus pequeñas fortalezas. Seres apasionados, incluso irresponsables,
que se dejan llevar por sus instintos más primarios como el miedo,
el deseo sexual o el apetito. Pero a su vez, él es sensato y sabe
elegir. Nosotros, sus hijos, somos torpes y terminamos errando. No
podemos juzgarlo por habernos dado la oportunidad de elegir un camino
u otro. Los senderos están para cruzarlos, del mismo modo que para
elegirlos. No podemos centrarnos en decir que queremos ser buenos,
pero luego querer el sendero más fácil hacia la victoria usando
tretas que causarán dolor a otros.
Cuando era casi un niño solía mirar
los textos sagrados. Pocos existían. Eran fragmentos diseminados. El
mundo entero crujía por guerras, eran crujidos de armas una contra
otra. Podía escuchar las espadas, el grito de muerte de alguien
herido y sus cánticos hacia sus dioses. Era la época en la cual aún
se perseguía a los que eran diferentes. Conseguí estudiar cada
piedra que era tomada por santa gracias a los escritos y dibujos.
Pude vivir en el interior de las ciudades, o más bien sobrevivir, y
un día me transformaron en lo que soy.
Tan sólo tenía un par de siglos
cuando me topé con Marius. Él era más fuerte que yo, pues su
maestro era un milenario que habían atrapado como Dios en rituales
celtas. Era un ser hermoso, de cabellos rubio pajizo y ojos fríos
como el hielo. Juro que jamás he visto a un ser tan hermoso envuelto
en tanto orgullo y ceguera. No quiso ver mis buenas intenciones. Ni
siquiera escuchó mis ruegos. Él simplemente quemó mi túnica y
humilló mis ritos. Nunca he sido vengativo, no me gustaba esa parte
de mí, pero con él lo fui. Esperé que se confiara, que tuviese una
vida brillante y deliciosa, y con paciencia urdí un plan terrible.
Destrocé sus obras, aniquilé a todos
los que amaba y le quemé hasta casi la muerte. Pero algo bueno
surgió de entre las cenizas, la sangre, el dolor y las pinturas
quemadas. Era él. Un ángel. Un ser de cabellos de fuego y ojos
castaños que te rompían el alma. Suplicaba por su vida. Era joven.
Vi en él la fe. Leí en su mente los viejos recuerdos de una tierra
fría que siempre estaba cubierta de blanco en los meses más
terribles. Un niño, prácticamente un niño, que con su inocencia
creyó todo lo que Marius le enseñó. Pero era tan inocente que no
sabía quienes eran los que custodiaba con fiereza, igual que todos
nosotros desconocíamos algo más allá de la mera leyenda.
Amé a ese muchacho porque me vi
reflejado en él. Me conquistó con su deseo de ser amado. Lo llevé
lejos de todo lo que él conocía, lo convertí en mi discípulo y le
di una nueva vida. Él siempre albergó esperanzas de redención,
sueños turbadores sobre su viejo maestro y ciertos deseos de
conseguir ser feliz. Sin embargo, creo que jamás lo ha sido. Ni
siquiera ahora puede considerarse que ha logrado hallar un pedazo de
felicidad. Siempre llevará consigo el desasosiego de haber sido
abandonado a su suerte, torturado miles de veces y convertido siempre
en lo que otros deseábamos para él. Me equivoqué, pero jamás he
dejado de quererlo. No es la primera vez que lo confieso, pero quizás
este documento algún día llegue a sus manos y pueda comprender
hasta que punto me siento culpable de su amargura eterna.
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