Hay cosas que no se pueden olvidar,
sobre todo cuando te marcan como si clavaran en tu pecho un hierro
encendido. Te dejan el corazón consumido en lágrimas y dolor, con
la visión última de un apocalipsis derramándose frente a ti. Sentí
su derrota como la muerte de un sueño que duró mucho tiempo, el
cual parecía derrumbarse como un castillo de naipes construido en
una nebulosa. Ahora, echando la vista atrás, puedo comprender mejor
su ansias de amor, poder y comprensión. Era sólo un muchacho cuando
ella me retuvo entre sus brazos, sintiendo por primera vez su
frialdad.
Ella me eligió. Fui el hombre que la
despertó. El muchacho carismático que embelesaba en el teatro, que
caminaba descarado por los confines del mundo, y que no tuvo miedo.
Creo que me eligió porque me veía capaz de ser fuerte, de mirar
atrás sin miedo, y afrontar así un nuevo comiendo. Me contempló
con el alma desnuda, llena de cicatrices curadas con otras nuevas,
esperando ser amado del mismo modo que ella deseaba serlo. Por eso
nos comunicamos como otros no lo habían hecho.
La contemplé con una ligera sonrisa,
con el violín de mi viejo amante entre mis manos, mientras rogaba su
amor y verdad. La llamaba. Me convertí en un flautista sin roedores,
pero con la misma magia. Era un músico cautivador, con un cabello
que parecía haber sido bordado con el oro del borde de su túnica,
que se movía ligeramente mientras la llamaba. Porque yo la llamaba a
gritos sin mover siquiera los labios. Por eso se despertó.
Sin embargo, fue un suspiro. Un pequeño
chispazo. Quizás ahí comenzó todo. Ella empezó a soñar de nuevo,
a desear y necesitar, ambicionando algo que no podría retener.
Quería ser la diosa de todos, amada y respetada al igual que temida.
Pero el temor no es amor, ni comprensión y ni mucho menos respeto.
Se confundía.
Ambos vivimos distanciados. Ella en su
trono y yo con una familia de inmortales que me dio la felicidad que
buscaba. Sin embargo, la felicidad es una fracción de segundo en
toda la eternidad. Una gota sin más. Cuando eres mortal la vives
plenamente, la disfrutas y gozas cada día, pero como inmortal pasa
tan rápido que te quita el aliento por unos segundos nada más.
Al quedar solo, enterrado bajo mis
propios recuerdos, se estableció una última comunicación. Ella,
junto a su consorte, sentados en su trono mientras Marius los
custodiaba. Ambos como estatuas, con sus ojos silenciados de
cualquier llama de vida, mirando hacia el frente. Cuando desperté,
con aquella música rock, decidí que debía contar la historia que
no debía siquiera susurrar a otro inmortal. Pero yo, Lestat de
Lioncourt, decidí gritar lo que sentía porque creía que debía
hacerlo. Akasha despertó gracias a mi voz, mis palabras y la emoción
que había derrochado en mis numerosos vídeos de música.
Ella vino a mí. Lo hizo destruyendo a
los que querían destruirme. Demostró su poder. Contempló el mundo
como un campo que sembrar para recolectar. Quería imponerse ante los
humanos, como una Diosa, y que le rindieran tributo. Si bien,
nosotros no somos más que monstruos. Somos alimañas. Nos
alimentamos de la carroña que expulsa la sociedad. Nadie la amaría.
Todos la temerían. Quisimos que viera realmente el mundo, pero
fracasamos. La culpa pesa en mi pecho, sobre todo ahora. Después de
escuchar esa voz, de tener conversaciones con ella, sabía que había
algo más en su historia y que su derrota fue tan sólo una burla
hacia ella, su dolor y necesidad.
¿Odiar a la Reina? Jamás.
No se puede odiar lo que aún se ama.
Lestat de Lioncourt
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