Pues otro texto sobre Quinn y su amor. Otra vez nos deja mal a todos. ¡Gracias!
Lestat de Lioncourt
Estar lejos de ella era como morir un
poco a cada paso. El reloj marcaba las horas como una terrible
guillotina. Deseaba encontrarla y derretirse entre sus manos. Ansiaba
los besos ardientes de sus labios de carmín. Tienen el color y la
sensualidad de un par de cerezas. Son carnosos, sensuales, seductores
y terriblemente deliciosos. Sus ojos son dos prados cargados de
esperanza. No necesita una esmeralda en su cuello para poseer un par
de gemas. Parece una muñeca, pero no sólo por la perfección de su
figura. Ella lo parece por lo clara y suave que es su piel, pues
parece de porcelana fina. Sus pecas fueron pintadas con buen pulso,
dejándolas sobre su nariz y sus mejillas. La pasión baña sus
cabellos rojos como el fuego, los cuales se agitan en mitad de la
noche como si fuera una llamarada. Tenerla cerca es demencial. Esos
vestidos ajustados, cortos y llenos de pedrería, o tan trasparentes
que no dejan nada a la imaginación, te vuelve tan enloquecido que
pierdes la cabeza con facilidad.
Si tuviera que piropear a una mujer
como ella no sabría. Se quedaría tan mudo como la primera vez que
sus ojos se cruzaron con los suyos. Esas pestañas tan espesas,
rizadas y largas que decían con cada guiño «Ámame». Y él la amó
sin límites, sin fechas, sin necesidad de hacer pactos y con el
corazón entre sus jóvenes manos. Dejó que lo arrastrara a un mundo
lleno de fantasía sin pudor alguno. Su lengua se enredó en la suya
y su alma quedó atada. Ambos se marcaron sin necesidad de mordidas y
arañazos. Dejaron que sus almas se contaminaran. Por eso, estar
lejos es como morir un poco.
Imaginaba sus brazos como si fueran la
frontera del paraíso. Solía soñar con su cuerpo de sirena varado
en su vieja cama, desnuda por completo sobre un manto de flores y con
una pícara sonrisa. Sus largas piernas, bien torneadas y de rodillas
perfectas, se abrían brindándole unas vistas tentadoras y
peculiares. Su corazón bombeaba como si siguiese siendo un
adolescente condenado a amar a la musa que le insuflaba coraje.
Quería beber de sus labios, hundirse entre sus senos, mordisquear
sus rosados pezones y navegar sobre su vientre plano.
Se sentía Willem van der Decken
caminando sin rumbo y sin tocar tierra, pues tierra era su cuerpo y
su cuerpo era felicidad. Tenerla a su lado, contemplándola
embelesado, era sin duda lo único en lo que pensaba en las largas
noches en las cuales decidía escaparse de su lado, recorrer el mundo
por su cuenta y aprender a sobrevivir para superarse así mismo.
Jamás sería lo suficientemente bueno para Mona. Nunca sería
aceptado del mismo modo que lo hubiese sido otro. Él la había
condenado; pero en realidad, para él, la había salvado. Aún así,
a pesar de las fronteras y la lejanía, cuando regresaba su pasión
se desbordaba y la cama reconocía su ímpetu junto a ella.
Las palabras de amor suenan lentas
mientras la pasión es frenética. Las piernas se cansan, los amantes
pueden quedar dormidos, pero el amor, ese extraño sentimiento, sigue
en pie extendiéndose en el alma de ambos hasta llevarlos a la cima
del placer.
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