Ashlar era bondadoso. En numerosos pasajes sobre este Taltos se puede ver claramente su bondad.
Lestat de Lioncourt
Copo a copo las calles se llenaban de
nieve amontonándose por doquier. El tráfico era imposible. En la
televisión el hombre del tiempo hablaba sin cesar de las grandes
nevadas que se estaban produciendo en ciertas zonas del país. El
Estado de New York temblaba de frío y miles de indigentes parecían
que tendrían serios problemas, pues los albergues estaban repletos.
Desde mi escritorio, en el confortable apartamento que había
adquirido hacía años, medité sobre las consecuencias del frío en
el mundo. Recordé cuantos de los míos habían perecido al cambiar
las tierras cálidas por las húmedas y frías de Escocia. Nos vimos
obligados a huir de aquella erupción volcánica y tuvimos que
agradecer que ya existiera medio de transporte que cubriera ambas
costas.
Acabé llorando como un niño pequeño.
Me abracé al prototipo de muñeca que se hallaba cómodamente
sentada en mis rodillas. Miré por la ventana con la vista borrosa y
suspiré. Tenía que hacer algo. Creo que fue el primer año que hice
algo tan espectacular por todos los que se encontraban desahuciados
de la bondad humana. Esa bondad que sólo surge en Navidad.
En cientos de ocasiones había
realizado donaciones a los albergues de la zona, colaborado con
campañas de juguetes para diversas fechas puntuales en el año,
donado de forma anónima colchones y mantas, colaborado con la
reincorporación al mundo laboral de hombres y mujeres muy
cualificados pero en exclusión social y cenado con personas de todo
tipo que se hallaban en la calle. Sin embargo, jamás había abierto
las puertas de mi hogar a un grupo tan grande de personas. Sí, llamé
de inmediato a varios de mis hombres y pedí que hicieran las
gestiones oportunas.
El gran salón de juntas se llenó de
bollos, café caliente, sopas, té humeante de melocotón, zumos,
pasteles de chocolate o manzana, bocadillos y barritas energéticas.
También había pequeños paquetes de aseo, mantas y almohadas. Todos
ellos tendrían unas noches de hotel gratuitas y los que contaran con
oficios interesantes, como artistas o personas que hubiesen trabajo
en empresas de transporte, posiblemente optarían a nuevos puestos de
trabajo en la nueva fábrica de juguetes educativos que estaba
terminando de instalarse en las afueras de la ciudad.
Muchos me tacharon de buen samaritano,
algunos incluso me llamaron cristiano de buen corazón, pero nada
tenía que ver con la religión o los pasajes bíblicos. Lo único
que deseaba era mostrar al mundo que se podía hacer mucho con un
poco de esfuerzo. Algunos de mis trabajadores decidieron colaborar de
forma desinteresada. Varias personas de la fábrica se acercaron con
muñecas que ya no salían del stock, las cuales incluso habían sido
retiradas del catálogo, para ofrecerlas a los niños que allí
había. Deseaban pagar el importe de los juguetes, pero no lo
permití. En realidad, mis muñecas eran suyas aunque les pagase por
realizar el trabajo.
Ese día me sentí menos solo, pero aún
así mi tamaño destacaba y mis viejos ojos parecían cansados.
Abracé a tantos cuanto pudieron abarcar mis brazos. Besé la frente
de muchas mujeres y las mejillas de hombres que parecían no tener
nada en éste mundo, ni siquiera una pizca de amor. Tuve en mis
faldas a niños de todas las edades. Esa víspera de Navidad, ese
primer día de invierno, fue para mí especial y mágico. Los
siguientes años, con las primeras nevadas, empezaba el ritual. Pedía
que recogieran indigentes de las calles, los llevaran a mis
apartamentos y les diesen techo, comida y aseo.
Tenía tanto dinero que no me importaba
derrocharlo en algo que realmente merecía la pena. No lo hacía por
aplausos, sino por el cariño y bondad que obtenía a cambio.
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