Una de esas cosas que Julien escribió y que, al parecer, se creían quemadas.
Lestat de Lioncourt
Parado frente a mí parecía un hombre
corriente, aunque de un atractivo llamativo. Tenía un aspecto pulcro
con aquel traje que solía usar. Sus cabellos parecían resueltos a
estar siempre rebeldes, pese a todo. Los zapatos brillaban como si
fueran de charol, aunque eran simples mocasines. Sus manos tenían
uñas cuidadas y su mirada, azul profunda, parecía hundirse en mi
corazón arrebatándome el aliento. Siempre poseía esas mejillas
sonrosadas, unos pómulos marcados muy sensuales y unos labios
atractivos que formaban una sonrisa pérfida. Era como un cuadro
pintado con perfectos lienzos. Estaba tan detallado que hasta parecía
real.
Lasher ejercía sobre mí una fuerza
inimaginable. Me conquistaba sin saberlo. Él pronunciaba las
palabras exactas cuando mi corazón se sentía agobiado. Desde joven
lo tuve a mi lado, apoyándome en todo lo que creía desear. En
aquella época, cuando prácticamente era un hombre recién casado,
le rogaba que usara mi cuerpo para concebir a cada uno de mis hijos.
Era imposible para mí, casi un reto, estar con ella en la cama. No
la amaba como un hombre convencional, sino de forma egoísta. Quería
su compañía para no estar solo y de ese modo aumentar mi estatus
social, pero no la requería para ninguna otra cosa más. Él era uno
de mis grandes secretos y pecados. Yo lo sabía. No podía amarla
porque sus manos tocaban cada fibra de mi alma.
Recuerdo una noche extraña. Mi
primogénito, con mi primogénito varón, se hallaba en la cuna.
Hacía tan sólo unas semanas que ella había dado a luz al retoño.
Me había sentido orgulloso de ser padre, cosa que con Mary Beth no
logré. Era una abominación recordar que mi hermana había perdido
el juicio por culpa de ese embarazo, por mi culpa. Siempre quise
cuidarla, pero sólo estropeé su vida. Lasher apareció súbitamente
en mi despacho. Tenía una habitación que era de mi exclusividad,
tras uno de sus muros se hallaban ciertos frascos de pociones, así
como experimentos, que hizo la pobre de mi madre.
—Julien—su voz surgió a mis
espaldas y sus manos acariciaron mis pómulos, para luego deslizarse
hacia mi cuello y jugar con el vello de mi nuca—. Mi Julien.
Mi cuerpo se tensó rápidamente, pero
cuando noté como desabrochaba mi camisa dejé que sus dedos rozaran
mi piel. Mi cabello negro, y espeso, se pegaba al borde del respaldo
mientras mis piernas se habrían deliberadamente. Abrí mi boca
aceptando un beso apetecible. Sentí como mi pulso se aceleraba y la
erección comenzaba. El cinturón se abrió, la silla se desplazó
unos metros y el botón del pantalón cedió igual que la cremallera.
Pronto tenía mi miembro entre sus manos, siendo acariciado con
mesura. Sus ojos azules parecían zafiros. Por mi parte buscaba
entretenerme, intentaba no querer abrazarlo para no sentirme
completamente abandonado al impúdico placer de sentirlo.
Bajé mis pantalones hasta mis tobillos
y él se deshizo de mis zapatos, tirándolos a un lado de la
habitación, realizando el mismo gesto con el resto de mi ropa. Quedé
desnudo en mitad de una noche fría y húmeda. El jardín estaba
cubierto de una niebla espesa, tan espesa que era imposible ver los
hermosos árboles que cubrían la parte trasera y principal.
Súbitamente me incorporó pegándome
al librero que tenía tras mi espalda. En mi torso se clavó un par
de baldas y unos libros cayeron al suelo. Rápidamente sus manos se
colocaron sobre mis caderas y su miembro me penetró con fuerza.
Callé un hondo gemido mordiendo mis labios. Era delicioso sentir su
masculina figura rodeándome, su ímpetu en ese juego nefasto y el
aliento cálido, tan cálido como el de un demonio, en mi nuca
mientras me mordisqueaba los hombros. Era su puta. Me había
convertido en la zorra predilecta. Ninguna mujer Mayfair tenía mis
encantos. Nadie podía verlo salvo yo. Esa era mi maldición y
salvación.
Me aferraba al librero, los libros
seguían cayendo haciendo un breve estruendo, mis caderas se movían
como las de cualquier fulana del barrio francés y mi boca se llenaba
de jadeos incontenibles. Sus besos eran rudos y sus manos pellizcaban
mis pezones con libre albedrío. Podía notar su porte, cada una de
sus gruesas venas y como su traje se pegaba a mi cuerpo. Él parecía
estar prácticamente vestido, eufórico por conseguir una nueva presa
y yo enloquecía. Mis suaves rizos quedaban pegados sobre mi frente,
mis ojos se quedaban cerrados y el sudor perlaba cada milímetro de
mi piel.
Cuando llegué al límite él
desapareció, como siempre, pero al girarme allí estaba mi mujer.
Ella permanecía de pie observándome. No supe que contestar. Tan
sólo permanecí en silencio mientras sus ojos se llenaban de miedo.
Logré hacerle creer que era un mal sueño de la noche anterior, pero
desde ese momento se mantuvo ligeramente distante de mí y de todo lo
relacionado con esa habitación.
Acabé sentado en la silla,
completamente desnudo y manchado con mi propio esperma, con un
cigarrillo en los labios y un vaso de whisky. Odiaba beber de ese
modo, pero la preocupación aumentaba. Mis juegos con Lasher eran
cada vez más seguidos y a veces dudaba si era él quien los pedía.
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