Bueno, no todos se besan bajo el acebo. Si no me creen pregunten a Daniel.
Lestat de Lioncourt
Las calles parecían vacías, el
silencio era impenetrable, las pequeñas puertas tenían colgados sus
adornos y las farolas iluminaban con sus luces pálidas algunos
rincones. La vida parecía haberse detenido en un segundo exacto,
como si el mundo contuviese el aliento, mientras en algún lugar el
reloj marcaba un nuevo segundo crucial en la vida de todos. La nieve
comenzó a caer sobre la ciudad, copo a poco, amontonándose en las
aceras mientras la estampa puramente invernal conmovía a quien la
observaba. Los grandes edificios parecían no inmutarse, las pequeñas
construcciones se adornaban como en un cuento de Navidad y,
posiblemente, un moderno Dickens escribía todo en su cuaderno para
inspirarse segundo a segundo.
Sólo una maqueta.
Las calles estaban desiertas porque era
una maqueta. Una maqueta perfecta. Unas manos blancas, casi
marmóreas, daban su último toque añadiendo algunas luces festivas
a un bar olvidado en una esquina. Sus ojos, casi violetas, se
concentraban en cada milimétrico detalle. Quería reír, cantar y
brincar ante aquella maravilla. Sin embargo, él solo guardaba
silencio.
A sus espaldas un ángel de cabellos
rojizos observaba todo. Parecía frágil, con un rostro de porcelana
propio de una escultura delicada instalada en una fría iglesia. Sus
labios eran pétalos de rosa pintados con maestría. Tenía un
aspecto majestuoso, pero simple. Era un jovencito contemplando a un
genio enloquecido por su propio talento. El suéter cálido tenía un
cuello de cisne que cubría su garganta y le daba un aspecto
delicado. Parecía un ángel.
Daniel vestía con una simple camiseta,
desabotonada, y unos pantalones grises arrugados. No tenía zapatos.
El pelo estaba revuelto y parecía cansado. Había estado creando esa
maqueta durante semanas. Sin embargo, había terminado. La última
nota de color había caído sobre la puerta. Un adorno común y
corriente. Algo que le diera el toque final. Había creado una urbe
en plena navidad.
—¿Qué quieres?—dijo áspero.
—Vine a verte, ¿no puedo?—preguntó
Armand.
—Claro que sí, pero tus visitas no
son comunes—explicó—. No sueles venir a contemplar mi ociosidad.
—¿Y qué quieres que contemple? ¿Los
adornos del árbol?—inquirió.
—No estoy dispuesto a
conversar—susurró incorporándose de la silla, para caminar unos
tambaleantes pasos agotados y sigilosos, mientras le miraba—. Sólo
quiero descansar.
—¿Desde cuando no bebes
sangre?—preguntó ligeramente preocupado, aunque intentó ser
discreto.
—¿Y a ti que te importa? Soy un
experimento que te salió mal, ¿no es así? Mírate, ahí plantado
como un ángel sacrificado—. Se maldijo internamente al encontrarse
solo. Igual que maldijo a Marius. ¿Dónde estaba? Lo había dejado
solo con ese lunático. No quería regresar a la Isla de la Noche ni
quería sacrificarse por un estúpido.
Armand lo tomó de los hombros,
apretando ligeramente estos, para dejar un beso suave en sus labios.
En ese beso le ofreció su sangre e instintivamente bebió de él.
Daniel se aferró al pequeño cuerpo que se presentaba como un
regalo. Un mágico regalo del primer día de Navidad. Tal vez sí se
amaban, pero de forma extraña. Tal vez sí había esperanza
enterrada bajo la nieve.
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