Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 25 de diciembre de 2014

Redención

Lasher ha preparado algo especial: unas memorias. 


En fin, ¿feliz cumpleaños?

Lestat de Lioncourt

¿Cuántos siglos de esclavitud tuve que tener para que al fin se lograran mis sueños? ¿Cuántas veces debí obedecer pese a todo? ¿A cuántos amé? Mi mente comenzó a quedar desterrada de cualquier recuerdo. Poco a poco empezaba a olvidar a todos los que serví como si fuera el genio de la lámpara, el mismísimo Lucifer, o un recaudador de impuestos. El brillo verdáceo de la esmeralda colgaba de mi cuello. Podía sentir su peso, la ambición concentrada en la gema y el frío de la cadena rozando mi nuca. Al fin podía comer y beber. Saboreaba la leche materna como si fuera un exquisito manantial. La primera vez, en mi primer nacimiento, sólo pude saborearla unas horas. Fue terrible ver el asco que mi madre sentía hacia mí. El mismo asco y miedo que pude ver en los ojos de Rowan.

Estaba olvidando a Julien, uno de mis grandes amores, y sus ojos me perseguían en sueños mientras su rostro se disolvía. A penas podía contener las lágrimas. Mis manos temblaban. Sabía que algo estaba fallando. El cerebro que poseía se llenaba de recuerdos de mis padres, pero los míos se perdían. Comprendí que era algo habitual en los nuestros, aunque no lo aceptaba. Por ello empecé a escribir mi diario. Me concentraba en ser lo más exacto que pudiese. Necesitaba un vínculo con mi historia, con la verdad que siempre tuve entre mis dedos translúcidos.

Ella se encontraba en la cama. Casi no comía. Sus cabellos parecían perder su brillo dorado. Sus ojos grises parecían cubiertos de una pátina de dolor y pecado sobrecogedor. Tenía los labios heridos, quizás porque le había dado fiebre. Las sábanas las había cambiado hacía sólo unas horas y ahora olía a flores la habitación. Incluso le había dado la vuelta al colchón. Su cuerpo frágil, de cintura estrecha, era muy apetecible. Sin embargo, lo más suculento eran sus pechos repletos de leche para mí. Era mi alimento vital. Estaba obsesionado con ellos como cualquier Taltos que se preciara.

Recordé la huida en avión. Tan sólo tenía unas horas de vida. Aquel 25 de Diciembre lleno de luz y oscuridad. El viento aullaba penetrando en los motores del avión, las hélices se movían rápidamente, el ligero zumbido que se sentía bajo nuestros pies dejó de ser emocionante y el agradable ambiente de la primera clase era sin duda atractivo. Ella tenía el rostro de una mujer condenada a muerte. Creo que quería llorar, pero lo evitaba. Sus pechos estaban llenos, ofreciéndose suculentos bajo su suéter. Sus largas y torneadas piernas estaban cruzadas y enfundadas en un cómodo jean deslavado. Las botas estaban sucias, pero eran elegantes. Me miró de reojo en un par de ocasiones y pareció crucificarse en secreto. El dolor era la sinfonía de sus latidos. Era el demonio sentado a su lado, el que rondó las paredes de la habitación de su desdichada madre, el mismo que había visto cuando era un niño el que ahora era mi padre, el pecado capital de cualquier bruja y el monstruo que arrebataba vidas en mitad de las sombras por orden del único patriarca.

Hubiese cruzado montañas y desiertos, pasado calamidades, rogado a Dios en una cruz similar a Cristo, bebido el veneno más amargo y sacrificado mi propia sangre si al fin mi sueño continuara sin detenerse. Sin embargo, sabía que no sería fácil. Allí en el avión estábamos a salvo. Tan a salvo que sentí deseos de tomar leche sin escrúpulos alguno.

—Tengo hambre—dije notando ciertos cambios en mi voz. Quizás era más profunda que cuando al fin alcancé a la vida tras la muerte.

—Lasher, quedan tres horas de vuelo—respondió sin siquiera girar su rostro hacia mí.

—Tengo hambre—repetí.

—Pídele algo a la azafata cuando regrese—explicó.

—Ella no tiene leche en sus pechos—susurré apoyando mi cabeza en su pequeño hombro—. Mamá, tengo hambre.

—No me llames así—me apartó con rabia, asco y miedo.

Ella me veía como un experimento fallido, pero en su interior no dejaba de repetirse que era su hijo. Una niña que había vivido en un mundo sin muñecas, sin juegos típicamente infantiles, había sido madre. Una madre que jamás meció a una pequeña entre sus brazos ni tuvo el afán de saber que era eso. Era un portento. Su cerebro era interesante, pero sus pensamientos eran oscuros. Podía ver en ella el dolor lacerante que cortaba cada uno de sus sueños. Ella quería ser madre para que Michael estuviese orgulloso y feliz. Deseaba esa semilla en su interior, pero fue usada para mí. Aquello la aterraba y destrozaba, pero a la vez quería ser la madre que siempre quiso ser. ¿No era yo su hijo? Era un debate entre la mujer racional y los sentimientos que fluían pese a todo.

—Voy a ir al baño. Cuando pasen unos minutos sígueme—me tomó del rostro con sus largos y suaves dedos. Ella me miraba sosegada, pero a la vez ligeramente perdida en mundos tenebrosos y terribles.

—Sí, Rowan—susurré, en el mismo tono en el cual ella me había hablado.

Se incorporó dejándome atrás. Sus pisadas no eran firmes. Dudaba. Tenía miedo. Sin embargo, tomó con decisión el pomo y entró en el baño. De inmediato la seguí. No esperé tanto tiempo como hubiese sido lo oportuno. Tenía hambre. Hacía mucho que no conocía esa sensación. Hambre y sed. Como si aprender a caminar y hablar fuese lo normal, pero el apetito se convirtiera en un descubrimiento importante. Saboreé los segundos de indecisión frente al pomo. Sabía que ella se molestaría por no haber aguardado, pero al abrir la encontré más atractiva que nunca.

La puerta se cerró. Creo que fue ella. No lo recuerdo. Tan sólo podía ver su torso desnudo. Se había desecho de su blusa y suéter. Tampoco tenía el cómodo sujetador que guardaba el manantial de mis oscuros e infantiles deseos. Caí encima de ella, aplastándola contra una de las paredes. Era un espacio minúsculo. Mi cabeza prácticamente rozaba el techo. Mis labios apretaron su pezón derecho mientras mis manos abarcaban ambos senos con ansiedad.

Ella gimió mientras hundía sus dedos en mis espesos cabellos negros, tan similares a los de Michael, mientras sentía el chorro caliente de leche llenando mi boca. Varias lágrimas cayeron por sus hermosas mejillas, resbalándose hasta más allá de su mentón. Parecía un ángel envuelto en fracaso y dolor. Tal vez lo era, pues era el ángel que custodiaba a un demonio que había rondado el edén de la vida.

Mi aroma la envenenaba. Su cuerpo temblaba ligeramente. Ella me atraía como una mosca a la miel. Era mi madre, pero también era la única hembra que podía hallar en medio del paraíso. Era mi Eva, yo era Adán. Dios aceptaría el pecado como lo aceptó la primera vez. No morderíamos la manzana, sólo nos reproduciríamos como él pidió. ¿No era ella parte de mi especie? ¿No poseía los genes adormecidos de un Taltos?

Desnudé su cuerpo mientras ella parecía completamente ensimismada. El placer latía entre sus piernas, calentaba su sexo y provocaba que la humedad aumentara. Sus jadeos eran gemidos prolongados con tan sólo sentir mis labios presionando sus sensibles pezones. Me aparté para verla, completamente expuesta y esperando una respuesta válida a todo lo que sentía. No dudé en acariciar su cintura justo antes de sentir como sus dedos, largos y ágiles, bajaban el cierre de mi pantalón y me sentaba sobre la tapa del inodoro.

Era ella quien esperaba ser fecundada. Ella quien necesitaba mi miembro duro clavándose en su interior, abriéndose paso con fuerza y energía, mientras mis manos acariciaban sus pechos completamente embelesado. Mis jadeos no tardaron en escucharse muy próximos a su cuello. Podía sentir la incipiente barba que ya se formaba en mis mejillas desnudas. Su mejilla derecha se pegó a mi izquierda rozándose como una gata en celo. Sus uñas se enterraron en mis anchos hombros, mientras mis brazos la sostenían sintiendo el vaivén de sus caderas. Ese delicioso movimiento me recordó al placer que sentía entre las piernas de las mujeres, aunque se murieran en mis brazos tras aquel delicioso estallido.

Atrapé su pezón izquierdo entre mis dientes, tirando de él, y un chorro cálido fue directo a mi garganta. Ella gimió con rabia mientras sus caderas se movían insatisfechas. De repente me incorporé, con ella aferrada a mí, para subirla al lavabo con las piernas abiertas. Su espalda perlada en sudor quedó pegada al espejo, mientras sus ojos de leona me devoraban atravesándome el alma. Besé su boca aún con la leche derramándose por la comisura de mis labios, saboreando todavía ese delicioso sabor materno, mientras ella pedía más atrayéndome hacia su cuerpo.

Había furia en nuestras pupilas, perversión en nuestras lenguas y reyes rotas deshaciéndose en un mar profundo. A más de mil pies de altura, encerrados en un lugar minúsculo, hacíamos algo prohibido no sólo por la legislación. Madre e hijo, bruja y Taltos... en mitad de la celebración más pura del año. El advenimiento de Cristo se convirtió en mi renacer de entre el dolor, la demencia y el poder acumulado en los viejos cimientos de una mansión sureña. El sueño había terminado y empezaba a estar despierto.

Mi pelvis se movía libre. Empujaba con deseo contra ella. Su cuerpo se deshacía entre mis manos. Mis dientes se convertían en tenazas. No importaba si nos escuchaban. El orgasmo fue alto y especial. De nuevo podía disfrutar de mujeres. Al fin podía ser parte de la vida. Mi esperma bañó el lugar donde mi cuerpo había descansado durante algunos meses, fecundándose tan sólo por unos segundos. No se logró embarazar en ese primer encuentro, pero no importaba. Estaba satisfecho. La leche era cálida y aún emanaba de sus pezones. Ella se convulsionaba entre el dolor y el placer. Su mente era un caos y no podía pensar racionalmente. Yo sólo reí. Al fin reí. Aprendí a reír al fin.

—Te amo, Rowan—musité.


—Dios, salva mi alma... sálvame si aún hay redención...  

El oscuro cordero regresó al redil. La miel se convirtió en hiedra venenosa y las flores cantaban alabanzas en medio de un nido de pecado. El valle me llamaba con fuerza. Ella me seducía. La vida tenía una paleta de pinturas nueva y yo quería palpar cada color con la inocencia de un niño, el placer de un adulto y la desesperación de un anciano que pierde la vista. 

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt