Lasher ha preparado algo especial: unas memorias.
En fin, ¿feliz cumpleaños?
Lestat de Lioncourt
¿Cuántos siglos de esclavitud tuve
que tener para que al fin se lograran mis sueños? ¿Cuántas veces
debí obedecer pese a todo? ¿A cuántos amé? Mi mente comenzó a
quedar desterrada de cualquier recuerdo. Poco a poco empezaba a
olvidar a todos los que serví como si fuera el genio de la lámpara,
el mismísimo Lucifer, o un recaudador de impuestos. El brillo
verdáceo de la esmeralda colgaba de mi cuello. Podía sentir su
peso, la ambición concentrada en la gema y el frío de la cadena
rozando mi nuca. Al fin podía comer y beber. Saboreaba la leche
materna como si fuera un exquisito manantial. La primera vez, en mi
primer nacimiento, sólo pude saborearla unas horas. Fue terrible ver
el asco que mi madre sentía hacia mí. El mismo asco y miedo que
pude ver en los ojos de Rowan.
Estaba olvidando a Julien, uno de mis
grandes amores, y sus ojos me perseguían en sueños mientras su
rostro se disolvía. A penas podía contener las lágrimas. Mis manos
temblaban. Sabía que algo estaba fallando. El cerebro que poseía se
llenaba de recuerdos de mis padres, pero los míos se perdían.
Comprendí que era algo habitual en los nuestros, aunque no lo
aceptaba. Por ello empecé a escribir mi diario. Me concentraba en
ser lo más exacto que pudiese. Necesitaba un vínculo con mi
historia, con la verdad que siempre tuve entre mis dedos
translúcidos.
Ella se encontraba en la cama. Casi no
comía. Sus cabellos parecían perder su brillo dorado. Sus ojos
grises parecían cubiertos de una pátina de dolor y pecado
sobrecogedor. Tenía los labios heridos, quizás porque le había
dado fiebre. Las sábanas las había cambiado hacía sólo unas horas
y ahora olía a flores la habitación. Incluso le había dado la
vuelta al colchón. Su cuerpo frágil, de cintura estrecha, era muy
apetecible. Sin embargo, lo más suculento eran sus pechos repletos
de leche para mí. Era mi alimento vital. Estaba obsesionado con
ellos como cualquier Taltos que se preciara.
Recordé la huida en avión. Tan sólo
tenía unas horas de vida. Aquel 25 de Diciembre lleno de luz y
oscuridad. El viento aullaba penetrando en los motores del avión,
las hélices se movían rápidamente, el ligero zumbido que se sentía
bajo nuestros pies dejó de ser emocionante y el agradable ambiente
de la primera clase era sin duda atractivo. Ella tenía el rostro de
una mujer condenada a muerte. Creo que quería llorar, pero lo
evitaba. Sus pechos estaban llenos, ofreciéndose suculentos bajo su
suéter. Sus largas y torneadas piernas estaban cruzadas y enfundadas
en un cómodo jean deslavado. Las botas estaban sucias, pero eran
elegantes. Me miró de reojo en un par de ocasiones y pareció
crucificarse en secreto. El dolor era la sinfonía de sus latidos.
Era el demonio sentado a su lado, el que rondó las paredes de la
habitación de su desdichada madre, el mismo que había visto cuando
era un niño el que ahora era mi padre, el pecado capital de
cualquier bruja y el monstruo que arrebataba vidas en mitad de las
sombras por orden del único patriarca.
Hubiese cruzado montañas y desiertos,
pasado calamidades, rogado a Dios en una cruz similar a Cristo,
bebido el veneno más amargo y sacrificado mi propia sangre si al fin
mi sueño continuara sin detenerse. Sin embargo, sabía que no sería
fácil. Allí en el avión estábamos a salvo. Tan a salvo que sentí
deseos de tomar leche sin escrúpulos alguno.
—Tengo hambre—dije notando ciertos
cambios en mi voz. Quizás era más profunda que cuando al fin
alcancé a la vida tras la muerte.
—Lasher, quedan tres horas de
vuelo—respondió sin siquiera girar su rostro hacia mí.
—Tengo hambre—repetí.
—Pídele algo a la azafata cuando
regrese—explicó.
—Ella no tiene leche en sus
pechos—susurré apoyando mi cabeza en su pequeño hombro—. Mamá,
tengo hambre.
—No me llames así—me apartó con
rabia, asco y miedo.
Ella me veía como un experimento
fallido, pero en su interior no dejaba de repetirse que era su hijo.
Una niña que había vivido en un mundo sin muñecas, sin juegos
típicamente infantiles, había sido madre. Una madre que jamás
meció a una pequeña entre sus brazos ni tuvo el afán de saber que
era eso. Era un portento. Su cerebro era interesante, pero sus
pensamientos eran oscuros. Podía ver en ella el dolor lacerante que
cortaba cada uno de sus sueños. Ella quería ser madre para que
Michael estuviese orgulloso y feliz. Deseaba esa semilla en su
interior, pero fue usada para mí. Aquello la aterraba y destrozaba,
pero a la vez quería ser la madre que siempre quiso ser. ¿No era yo
su hijo? Era un debate entre la mujer racional y los sentimientos que
fluían pese a todo.
—Voy a ir al baño. Cuando pasen unos
minutos sígueme—me tomó del rostro con sus largos y suaves dedos.
Ella me miraba sosegada, pero a la vez ligeramente perdida en mundos
tenebrosos y terribles.
—Sí, Rowan—susurré, en el mismo
tono en el cual ella me había hablado.
Se incorporó dejándome atrás. Sus
pisadas no eran firmes. Dudaba. Tenía miedo. Sin embargo, tomó con
decisión el pomo y entró en el baño. De inmediato la seguí. No
esperé tanto tiempo como hubiese sido lo oportuno. Tenía hambre.
Hacía mucho que no conocía esa sensación. Hambre y sed. Como si
aprender a caminar y hablar fuese lo normal, pero el apetito se
convirtiera en un descubrimiento importante. Saboreé los segundos de
indecisión frente al pomo. Sabía que ella se molestaría por no
haber aguardado, pero al abrir la encontré más atractiva que nunca.
La puerta se cerró. Creo que fue ella.
No lo recuerdo. Tan sólo podía ver su torso desnudo. Se había
desecho de su blusa y suéter. Tampoco tenía el cómodo sujetador
que guardaba el manantial de mis oscuros e infantiles deseos. Caí
encima de ella, aplastándola contra una de las paredes. Era un
espacio minúsculo. Mi cabeza prácticamente rozaba el techo. Mis
labios apretaron su pezón derecho mientras mis manos abarcaban ambos
senos con ansiedad.
Ella gimió mientras hundía sus dedos
en mis espesos cabellos negros, tan similares a los de Michael,
mientras sentía el chorro caliente de leche llenando mi boca. Varias
lágrimas cayeron por sus hermosas mejillas, resbalándose hasta más
allá de su mentón. Parecía un ángel envuelto en fracaso y dolor.
Tal vez lo era, pues era el ángel que custodiaba a un demonio que
había rondado el edén de la vida.
Mi aroma la envenenaba. Su cuerpo
temblaba ligeramente. Ella me atraía como una mosca a la miel. Era
mi madre, pero también era la única hembra que podía hallar en
medio del paraíso. Era mi Eva, yo era Adán. Dios aceptaría el
pecado como lo aceptó la primera vez. No morderíamos la manzana,
sólo nos reproduciríamos como él pidió. ¿No era ella parte de mi
especie? ¿No poseía los genes adormecidos de un Taltos?
Desnudé su cuerpo mientras ella
parecía completamente ensimismada. El placer latía entre sus
piernas, calentaba su sexo y provocaba que la humedad aumentara. Sus
jadeos eran gemidos prolongados con tan sólo sentir mis labios
presionando sus sensibles pezones. Me aparté para verla,
completamente expuesta y esperando una respuesta válida a todo lo
que sentía. No dudé en acariciar su cintura justo antes de sentir
como sus dedos, largos y ágiles, bajaban el cierre de mi pantalón y
me sentaba sobre la tapa del inodoro.
Era ella quien esperaba ser fecundada.
Ella quien necesitaba mi miembro duro clavándose en su interior,
abriéndose paso con fuerza y energía, mientras mis manos
acariciaban sus pechos completamente embelesado. Mis jadeos no
tardaron en escucharse muy próximos a su cuello. Podía sentir la
incipiente barba que ya se formaba en mis mejillas desnudas. Su
mejilla derecha se pegó a mi izquierda rozándose como una gata en
celo. Sus uñas se enterraron en mis anchos hombros, mientras mis
brazos la sostenían sintiendo el vaivén de sus caderas. Ese
delicioso movimiento me recordó al placer que sentía entre las
piernas de las mujeres, aunque se murieran en mis brazos tras aquel
delicioso estallido.
Atrapé su pezón izquierdo entre mis
dientes, tirando de él, y un chorro cálido fue directo a mi
garganta. Ella gimió con rabia mientras sus caderas se movían
insatisfechas. De repente me incorporé, con ella aferrada a mí,
para subirla al lavabo con las piernas abiertas. Su espalda perlada
en sudor quedó pegada al espejo, mientras sus ojos de leona me
devoraban atravesándome el alma. Besé su boca aún con la leche
derramándose por la comisura de mis labios, saboreando todavía ese
delicioso sabor materno, mientras ella pedía más atrayéndome hacia
su cuerpo.
Había furia en nuestras pupilas,
perversión en nuestras lenguas y reyes rotas deshaciéndose en un
mar profundo. A más de mil pies de altura, encerrados en un lugar
minúsculo, hacíamos algo prohibido no sólo por la legislación.
Madre e hijo, bruja y Taltos... en mitad de la celebración más pura
del año. El advenimiento de Cristo se convirtió en mi renacer de
entre el dolor, la demencia y el poder acumulado en los viejos
cimientos de una mansión sureña. El sueño había terminado y
empezaba a estar despierto.
Mi pelvis se movía libre. Empujaba con
deseo contra ella. Su cuerpo se deshacía entre mis manos. Mis
dientes se convertían en tenazas. No importaba si nos escuchaban. El
orgasmo fue alto y especial. De nuevo podía disfrutar de mujeres. Al
fin podía ser parte de la vida. Mi esperma bañó el lugar donde mi
cuerpo había descansado durante algunos meses, fecundándose tan
sólo por unos segundos. No se logró embarazar en ese primer
encuentro, pero no importaba. Estaba satisfecho. La leche era cálida
y aún emanaba de sus pezones. Ella se convulsionaba entre el dolor y
el placer. Su mente era un caos y no podía pensar racionalmente. Yo
sólo reí. Al fin reí. Aprendí a reír al fin.
—Te amo, Rowan—musité.
—Dios, salva mi alma... sálvame si
aún hay redención...
El oscuro cordero regresó al redil. La miel se convirtió en hiedra venenosa y las flores cantaban alabanzas en medio de un nido de pecado. El valle me llamaba con fuerza. Ella me seducía. La vida tenía una paleta de pinturas nueva y yo quería palpar cada color con la inocencia de un niño, el placer de un adulto y la desesperación de un anciano que pierde la vista.
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