Siempre me ha maravillado Khayman, lo reconozco. Un hombre sabio, atento y bueno. Extrañaremos todos sus palabras y su bondad.
Lestat de Lioncourt
¿Puede un guerrero llorar amargamente
en soledad recordando un terrible amor? Durante siglos sollocé su
pérdida. Muchos pensarían que tenía todo al poder abarcar
riquezas, sabiduría y tiempo. Deambulaba por las calles de cientos
de lugares. Cada edificio era especial, espectacular aunque fuese
sencillo, y poco a poco las noches se convirtieron en fechas diversas
en el calendario. Sin embargo, en mi pecho había un hueco destinado
a una mujer.
Recordaba mis días placenteros en
palacio. Podía aún palpar bajo mis dedos los grabados que decoraban
las salas más importantes. Mi padre solía decir que un hombre
recuerda todo lo que ha amado a lo largo de su vida, incluso cuando
ha sufrido mil escarnios, porque ese amor es sin duda alguna fuente
de su fortaleza. Mi fortaleza era ese lugar. Mi corazón estaba allí.
Pero pronto aparecería un motivo digno para imponerme ante la mujer
que más amaba, pese a sus leyes injustas y el dolor que marcaba a
fuego en mi alma.
Akasha ordenó que presentáramos a las
brujas pelirrojas. Eran mujeres desaliñadas, con los ojos muy vivos,
el rostro hermoso similar a una máscara perfecta, sus ropas eran
simples y sus pies estaban descalzos. Parecían libres y eran libres
cuando hablaban. Amor. Sentí verdadero amor y respeto por ambas. Sin
embargo, mis ojos se posaron en una de ella y siempre supe
distinguirla de su hermana.
Maharet y Mekare, ambas frente al
trono, eran brujas muy poderosas que manejaban a los espíritus para
saber el pasado, presente y un posible futuro. No eran capaces de
afirmar nada con vehemencia, pero alegaban que era lo que los
espíritus decían. Ellas lo creían. No cuestionaban las palabras de
los seres invisibles que las rodeaban.
Mi reina, la mujer que ostentaba el
mayor poder, no era sólo una consorte. Ella exigió a su esposo que
las dañaran. Y yo fui el verdugo. Acaté las órdenes temiendo por
mi vida, mi corazón y la nobleza de mi alma. Me doblegué. Pero,
aunque me he arrepentido toda la vida, conseguí algo puro. De esa
unión salvaje, de una violación terrible, nació Miriam.
No supe de la existencia de mi hija
hasta que volví a buscarlas. Cuando Akasha quiso destruirlas por
completo, siendo ya un ser de otro mundo, yo decidí salvarlas. Nunca
volveríamos a ver a nuestra hija. Jamás podríamos disfrutar de su
infancia.
Maharet se convirtió en ese hueco en
mi corazón. Un hueco que llené el día que me permitió ser su
guardián. Un hombre doblegado a su felicidad y sus palabras sabias,
dedicadas y calmadas. Un amor que floreció y fue rescatado de las
arenas de Kemet.
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