Stella y Cortland... esa noche sucedió algo que pocos sabían: el inicio de la vida de Antha.
Los Mayfair tienen un hueco en mi corazón y por lo tanto aquí. Disfruten.
Lestat de Lioncourt
«Jamás digas nunca. No sabes cual de
todos los pecados existentes será el que más te guste. Quizás sea
la mentira, es posible que la lujuria o la pereza. Nunca digas que
jamás serás uno de esos pecadores que luego se golpean el pecho en
la iglesia. No seas idiota. Jamás podrás negarte la pequeña
punzada de placer cuando cometes un delito, una inmoralidad o algo
impropio de ti.»
Estaba allí ante mí sin un atisbo de
timidez. Desconocía por completo el motivo por el cual la había
seguido. Estaba como aturdido. Buscaba su sonrisa pícara y sus ojos
intensos. Tenía un cuerpo delicado, curvilíneo y de senos
turgentes. Parecía una de esas modelos que solían salir en las
revistas de moda, o alguna de las afamadas actrices. Poseía ese pelo
negro, corto y espeso, que rozaba sus mejillas por lo corto y
rebelde. Juro que jamás he visto a una mujer tan apasionada y segura
de sí misma. Era la mezcla perfecta entre un hombre y una mujer.
—¿Qué haces aquí?—me dijo.
Creo que se burlaba descaradamente de
mí. Ella sabía que hacía allí y que estaba dispuesto. Todos
sabían que hacía un hombre en el cuarto de una mujer a esas horas
de la noche. Conocía sus juegos más turbios, esos juegos lésbicos
que tenía con Evelyn e incestuosos con Lionel, así que no era
inocente. También sabía que era hija y nieta de mi difunto padre,
lo cual no asombraría a nadie que lo conociera. Tenía su forma de
mirar. Esa mirada profunda que conquistaba a cualquiera. Estaba
hipnotizado con sus hermosos ojos azules.
—Stella...—dije a punto de echarme
a gritar, pues ella se echó a reír como una niña.
Era joven, distraída y quería huir
lejos de la obediencia fiel de su hermana Carlotta. La severidad de
los rasgos de su hermana eran los de un perro furioso. Pero ella, la
alocada Stella, tenía unos rasgos aniñados y llenos de vida. Quería
besar sus labios y, a su vez, gritar que era culpable de mis
delirios. Estaba a punto de ser infiel a la mujer que amaba, y, pese
a todo, no me importaba.
—Cálmate—susurró quitándose los
pendientes, para dejarlos sobre su tocador.
El reflejo de ambos en aquel espejo
ovalado era terrible. Ella prácticamente estaba desnuda. Bajo
aquella corta bata no sabía nada más que un sujetador y unas
pequeñas braguitas de encaje. Mi aspecto era el de un hombre ebrio,
casi delirante, que tenía que sujetarse a un mueble cercano para no
caer de bruces. Me sequé apresuradamente el sudor y pedí, o más
rogué, a Dios que me ayudase a salir de aquella casa.
—Stella... —susurré acercándome a
ella, mientras guardaba el pañuelo en mi bolsillo—. ¿Qué me has
hecho? Dime, bruja—mascullé colocando mis manos en sus senos.
—¿Yo?—preguntó, lanzándome una
de sus carismáticas sonrisas.
—Tú—dije, hundiendo mi rostro en
el lado derecho de su cuello—. Tú, mi bruja. Tú.
—¿Tuya? Aún no me has hecho tuya,
Cortland—apartó mis manos de imprevisto, logrando que me
tambaleara, para luego tomar una pequeña toalla para limpiar el
maquillaje de sus mejillas. Tenía un rubor muy natural, pues su piel
era lechosa y muy atractiva. Parecía una muñeca de porcelana. Sí,
una delicada muñeca que yo deseaba romper en aquella cama—. ¿Acaso
crees que puedo ser tuya? Soy demasiado mujer para ti. Lárgate a
casa, con esa estúpida que te calienta el almuerzo pero no la
bragueta, y llora en la cama junto a su frígido cuerpo.
—¡Stella!—grité indignado
precipitándome sobre ella.
De inmediato ella se incorporó, pero
yo ya la había atrapado entre mis brazos. Se revolvía como un pez
fuera del agua tratando de respirar. Parecía un ratón que quería
liberarse de una serpiente. Sí, eso parecía. Sin embargo, se giró
y me miró fiera, decidida y deseosa. Sus pezones, bajo el sujetador,
se habían endurecido y su cuerpo parecía estremecerse. Durante casi
un minuto nos mantuvimos de ese modo, mirándonos con lujuria. Su
corazón, en ese momento, era de Evy. El mío, supuestamente, de mi
mujer. Pero allí estábamos deseando tenernos el uno al otro.
Ella fue quien me besó rompiendo el
silencio y la pasividad de mis acciones. Sus labios eran suaves,
carnosos y cálidos. Mi lengua se introdujo en su boca y ella intentó
lidiar con aquella daga de carne húmeda. Su aliento y el mío se
mezclaban, mientras sus manos me agarraban de la solapa de la
chaqueta oscura que llevaba. Rápidamente noté como ella me
desnudaba y como yo arrancaba cada pedazo de tela que aún vestía.
Su mano derecha, sin sutileza alguna,
se colocó en mi bragueta y apretó mi miembro. Sus dedos masajeaban
lentamente cada milímetro. Aún tenía los pantalones subidos, la
cremallera también y el botón echado. Sí, aún había varias
barreras que romper. Sin embargo, algo se despertó en mí. Ese algo
era la bestia que encerraba.
Había deseado hacerle el amor desde
que éramos niños. Ella siempre me pareció salvaje, demasiado
adelantada a su época y hermosa. Vestía trajes inocentes, miraba
con dulzura, pero sabía que su despertar sexual fue temprano. Cuando
éramos unos niños nos besamos bajo uno de los grandes árboles del
jardín. Éramos unos niños, aunque yo era algo mayor que ella. Un
adolescente y una niña jugando a juegos que estaban prohibidos en un
mundo “inocente”. La deseaba. Siempre la deseé. Aún lo hacía.
En ese momento sólo pensé en las horas y días que había pensado
en tenerla para mí, arrancándole la ropa y penetrándola sin
miramientos.
Me tomó del rostro mientras nos
besábamos. Creo que lo hizo porque mis rasgos la atraían. Era
rasgos muy similares a Julien, nuestro padre, y ella lo adoraba. Sin
embargo, era mi nombre el que murmuraba mientras la ropa terminaba de
salir.
Mis pantalones cayeron al suelo, la
hebilla hizo un sonido seco y metálico contra las baldosas, y ella
de inmediato deslizó mi ropa interior. La miré entregado por el
deseo, con una pequeña erección y mis manos sobre su rostro. Ella
se arrodilló frente a mí, me giró dejándome de lado frente al
espejo, y lamió mi glande. Aún no se había retirado del todo el
fino pellejo de mi sexo. Todavía no estaba del todo despierto. Sus
labios presionaron mi miembro, ocultando sus dientes, dejando que su
lengua humedeciera lentamente cada trozo. Cerré los ojos unos
instantes, pero al volver a abrirlos miré nuestro reflejo. Sus
pechos, de pezones gruesos pezones cafés, estaban duros y sus manos
se hallaban en mis caderas. Tenía mi miembro casi atrapado entre sus
fauces y mi erección cada vez era mayor. Comencé a mover mis
caderas y, en ese momento, la tomé de la parte frontal del cuello y
la nuca mientras movía mi pelvis desenfrenado. Sus ojos, enormes y
azules, me contemplaban con un ardiente deseo que se comprobaba en el
ligero sudor indecente que recorría su frente.
En cierto momento, cuando empezaba a
perder el dominio de mí mismo, me quedé dentro de ella gimiendo.
Comprobé entonces que sus manos se habían bajado hasta sus pechos,
para masajearlos y pellizcarlos, mientras mi vista iba a la pequeña
mata de vello negro, rizado y espeso que tenía su sexo.
La aparté, arrojándola al suelo, para
abrir sus piernas y contemplar su sexo. Su clítoris parecía
llamarme, pues quería que lo lamiera, chupara y mordisqueara hasta
hacerla gritar. No tardé demasiado en realizarle un oral. Abrí bien
sus labios con mis dedos, introduje mi lengua y dejé que comenzara a
moverse ligeramente sobre cada milímetro de su vagina. Hundí un
dedo en ella, para escuchar sus gemidos. Sus caderas se movían
incitándome, sus manos buscaron mi cabeza para tirar de mis cabellos
y sus piernas temblaban del mismo modo que sus pechos. Tenía la
respiración agitada, como la mía, pero ella se veía más atractiva
con aquella boca cargada de erotismo.
—Cortland... Cortland... —recitaba
entre gemidos y jadeos.
De inmediato me incorporé, con aquella
erección entre mis piernas. Ella me miró temblorosa, pero sabía lo
que deseaba. Se movió torpe, casi arrastrándose por el suelo hasta
el borde del tocador, para ponerse de pie mirando al espejo. Sus
piernas se abrieron con dificultad. Tenía la espalda arqueada,
perlada de sudor, y los pechos me pedían ser mordidos. Al colocarme
tras ella hice que sintiera mi sexo cerca de su entrada. Rozaba
sintiendo el calor de su vagina, pero no la penetré. No iba a ser
tan sencillo. Giré ligeramente su cuerpo de cintura para arriba,
mordí sus pezones y la miré a los ojos.
La penetré. Entré en ella estallando
en un gruñido parecido al de una bestia. Un poderoso resoplido cerca
de su oreja derecha la enloqueció. Mis manos se colocaron en sus
caderas y ella se apoyó en el tocador. Muchos de los perfumes
cayeron al suelo, rompiéndose en mil pedazos y derramando su caro
contenido. Ella gritaba mi nombre y yo aullaba el suyo. Cada
penetración nos hacía estar más cerca del orgasmo. Veía su mirada
reflejada en el espejo, igual que ella veía la mía. Su mano derecha
fue a mi nuca, para tirar de mi pelo, mientras ella casi lloraba del
placer. Entonces, sin esperármelo, me apartó y me miró con furia.
—Quiero que cuando se lo hagas a tu
mujer pienses en mí. Deseo que no puedas olvidarme. Tú serás mío
hasta el día de tu muerte—dijo subiéndose al mueble, abriendo sus
piernas y atrayéndome con sus brazos.
Tiró de mí pegándome a ella, para
que la penetrara, mientras mis dientes se movían por su cuello.
Mordisqueaba cada trozo, haciéndola sentir mía, notando como me
contenía entre sus cálidos muslos de bruja. Besé su boca una vez
más. Rezaba por mi alma, pues estaba cayendo en el pecado, y ella
casi reía porque era prácticamente un juego.
Cuando estallé derramándome dentro de
ella, tan dentro como pude, ella me arañó la espalda dejando
profundos surcos bajo mis omóplatos. Me miró sin aliento,
intentando recobrar el sentido, mientras yo quería golpearme a mí
mismo por mis debilidades.
Al retirarme mis fluidos, al igual que
los suyos, comenzaron a salir. Ella no dudó en recogerlos con su
mano derecha, hundiendo sus dedos en su vagina, para llevárselos a
la boca y lamerlos como si fuera mermelada, o cualquier crema de un
dulce. Se bajó, arrodillándose de nuevo, para limpiar mi miembro y,
de paso, endurecerlo otra vez.
No recuerdo bien si fue ella, o fui yo,
quien decidió ir a la cama. Allí, recostados, la hice mía de nuevo
agarrándola del rostro, permitiendo que se abriera de piernas de una
forma casi imposible, y penetrándola sin importarme nada. El cabezal
rebotaba contra la pared y el papel pintado se dañaba. Los muelles
parecían salirse. El colchón se destrozaba. Besaba, lamía y
mordía. Me dejaba llevar. Cada movimiento era más rudo. Cuando
llegó al orgasmo final lo hice de nuevo, la llené.
Al día siguiente estaba en su cama,
con la ropa devuelta, pero ella no estaba. Quien estaba era Carl, su
hermana, mirándome desde la puerta. Estaba seguro que quería
arrojarme todo el mobiliario a la cabeza, pero sólo me lanzó la
ropa y me mostró la salida. Cuando bajaba las escaleras creo que
escuché como me maldecía, o quizás maldecía a Stella. Pocos meses
después supe que estaba embarazada. El bebé podía ser mío o de
Lionel, pero cuando vi a la pequeña Antha supe que era nuestra. Eso
era lo que ella quería: un bebé. Sólo quería eso de mí. Me sentí
tan usado, tan miserable, tan dolido y a la vez tan orgulloso porque
esa pequeña, esa niña, sería la elegida para seguir con el legado.
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