Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

miércoles, 11 de febrero de 2015

Enloquéceme.

Stella y Cortland... esa noche sucedió algo que pocos sabían: el inicio de la vida de Antha.
Los Mayfair tienen un hueco en mi corazón y por lo tanto aquí. Disfruten.

Lestat de Lioncourt

«Jamás digas nunca. No sabes cual de todos los pecados existentes será el que más te guste. Quizás sea la mentira, es posible que la lujuria o la pereza. Nunca digas que jamás serás uno de esos pecadores que luego se golpean el pecho en la iglesia. No seas idiota. Jamás podrás negarte la pequeña punzada de placer cuando cometes un delito, una inmoralidad o algo impropio de ti.»

Estaba allí ante mí sin un atisbo de timidez. Desconocía por completo el motivo por el cual la había seguido. Estaba como aturdido. Buscaba su sonrisa pícara y sus ojos intensos. Tenía un cuerpo delicado, curvilíneo y de senos turgentes. Parecía una de esas modelos que solían salir en las revistas de moda, o alguna de las afamadas actrices. Poseía ese pelo negro, corto y espeso, que rozaba sus mejillas por lo corto y rebelde. Juro que jamás he visto a una mujer tan apasionada y segura de sí misma. Era la mezcla perfecta entre un hombre y una mujer.

—¿Qué haces aquí?—me dijo.

Creo que se burlaba descaradamente de mí. Ella sabía que hacía allí y que estaba dispuesto. Todos sabían que hacía un hombre en el cuarto de una mujer a esas horas de la noche. Conocía sus juegos más turbios, esos juegos lésbicos que tenía con Evelyn e incestuosos con Lionel, así que no era inocente. También sabía que era hija y nieta de mi difunto padre, lo cual no asombraría a nadie que lo conociera. Tenía su forma de mirar. Esa mirada profunda que conquistaba a cualquiera. Estaba hipnotizado con sus hermosos ojos azules.

—Stella...—dije a punto de echarme a gritar, pues ella se echó a reír como una niña.

Era joven, distraída y quería huir lejos de la obediencia fiel de su hermana Carlotta. La severidad de los rasgos de su hermana eran los de un perro furioso. Pero ella, la alocada Stella, tenía unos rasgos aniñados y llenos de vida. Quería besar sus labios y, a su vez, gritar que era culpable de mis delirios. Estaba a punto de ser infiel a la mujer que amaba, y, pese a todo, no me importaba.

—Cálmate—susurró quitándose los pendientes, para dejarlos sobre su tocador.

El reflejo de ambos en aquel espejo ovalado era terrible. Ella prácticamente estaba desnuda. Bajo aquella corta bata no sabía nada más que un sujetador y unas pequeñas braguitas de encaje. Mi aspecto era el de un hombre ebrio, casi delirante, que tenía que sujetarse a un mueble cercano para no caer de bruces. Me sequé apresuradamente el sudor y pedí, o más rogué, a Dios que me ayudase a salir de aquella casa.

—Stella... —susurré acercándome a ella, mientras guardaba el pañuelo en mi bolsillo—. ¿Qué me has hecho? Dime, bruja—mascullé colocando mis manos en sus senos.

—¿Yo?—preguntó, lanzándome una de sus carismáticas sonrisas.

—Tú—dije, hundiendo mi rostro en el lado derecho de su cuello—. Tú, mi bruja. Tú.

—¿Tuya? Aún no me has hecho tuya, Cortland—apartó mis manos de imprevisto, logrando que me tambaleara, para luego tomar una pequeña toalla para limpiar el maquillaje de sus mejillas. Tenía un rubor muy natural, pues su piel era lechosa y muy atractiva. Parecía una muñeca de porcelana. Sí, una delicada muñeca que yo deseaba romper en aquella cama—. ¿Acaso crees que puedo ser tuya? Soy demasiado mujer para ti. Lárgate a casa, con esa estúpida que te calienta el almuerzo pero no la bragueta, y llora en la cama junto a su frígido cuerpo.

—¡Stella!—grité indignado precipitándome sobre ella.

De inmediato ella se incorporó, pero yo ya la había atrapado entre mis brazos. Se revolvía como un pez fuera del agua tratando de respirar. Parecía un ratón que quería liberarse de una serpiente. Sí, eso parecía. Sin embargo, se giró y me miró fiera, decidida y deseosa. Sus pezones, bajo el sujetador, se habían endurecido y su cuerpo parecía estremecerse. Durante casi un minuto nos mantuvimos de ese modo, mirándonos con lujuria. Su corazón, en ese momento, era de Evy. El mío, supuestamente, de mi mujer. Pero allí estábamos deseando tenernos el uno al otro.

Ella fue quien me besó rompiendo el silencio y la pasividad de mis acciones. Sus labios eran suaves, carnosos y cálidos. Mi lengua se introdujo en su boca y ella intentó lidiar con aquella daga de carne húmeda. Su aliento y el mío se mezclaban, mientras sus manos me agarraban de la solapa de la chaqueta oscura que llevaba. Rápidamente noté como ella me desnudaba y como yo arrancaba cada pedazo de tela que aún vestía.

Su mano derecha, sin sutileza alguna, se colocó en mi bragueta y apretó mi miembro. Sus dedos masajeaban lentamente cada milímetro. Aún tenía los pantalones subidos, la cremallera también y el botón echado. Sí, aún había varias barreras que romper. Sin embargo, algo se despertó en mí. Ese algo era la bestia que encerraba.

Había deseado hacerle el amor desde que éramos niños. Ella siempre me pareció salvaje, demasiado adelantada a su época y hermosa. Vestía trajes inocentes, miraba con dulzura, pero sabía que su despertar sexual fue temprano. Cuando éramos unos niños nos besamos bajo uno de los grandes árboles del jardín. Éramos unos niños, aunque yo era algo mayor que ella. Un adolescente y una niña jugando a juegos que estaban prohibidos en un mundo “inocente”. La deseaba. Siempre la deseé. Aún lo hacía. En ese momento sólo pensé en las horas y días que había pensado en tenerla para mí, arrancándole la ropa y penetrándola sin miramientos.

Me tomó del rostro mientras nos besábamos. Creo que lo hizo porque mis rasgos la atraían. Era rasgos muy similares a Julien, nuestro padre, y ella lo adoraba. Sin embargo, era mi nombre el que murmuraba mientras la ropa terminaba de salir.

Mis pantalones cayeron al suelo, la hebilla hizo un sonido seco y metálico contra las baldosas, y ella de inmediato deslizó mi ropa interior. La miré entregado por el deseo, con una pequeña erección y mis manos sobre su rostro. Ella se arrodilló frente a mí, me giró dejándome de lado frente al espejo, y lamió mi glande. Aún no se había retirado del todo el fino pellejo de mi sexo. Todavía no estaba del todo despierto. Sus labios presionaron mi miembro, ocultando sus dientes, dejando que su lengua humedeciera lentamente cada trozo. Cerré los ojos unos instantes, pero al volver a abrirlos miré nuestro reflejo. Sus pechos, de pezones gruesos pezones cafés, estaban duros y sus manos se hallaban en mis caderas. Tenía mi miembro casi atrapado entre sus fauces y mi erección cada vez era mayor. Comencé a mover mis caderas y, en ese momento, la tomé de la parte frontal del cuello y la nuca mientras movía mi pelvis desenfrenado. Sus ojos, enormes y azules, me contemplaban con un ardiente deseo que se comprobaba en el ligero sudor indecente que recorría su frente.

En cierto momento, cuando empezaba a perder el dominio de mí mismo, me quedé dentro de ella gimiendo. Comprobé entonces que sus manos se habían bajado hasta sus pechos, para masajearlos y pellizcarlos, mientras mi vista iba a la pequeña mata de vello negro, rizado y espeso que tenía su sexo.

La aparté, arrojándola al suelo, para abrir sus piernas y contemplar su sexo. Su clítoris parecía llamarme, pues quería que lo lamiera, chupara y mordisqueara hasta hacerla gritar. No tardé demasiado en realizarle un oral. Abrí bien sus labios con mis dedos, introduje mi lengua y dejé que comenzara a moverse ligeramente sobre cada milímetro de su vagina. Hundí un dedo en ella, para escuchar sus gemidos. Sus caderas se movían incitándome, sus manos buscaron mi cabeza para tirar de mis cabellos y sus piernas temblaban del mismo modo que sus pechos. Tenía la respiración agitada, como la mía, pero ella se veía más atractiva con aquella boca cargada de erotismo.

—Cortland... Cortland... —recitaba entre gemidos y jadeos.

De inmediato me incorporé, con aquella erección entre mis piernas. Ella me miró temblorosa, pero sabía lo que deseaba. Se movió torpe, casi arrastrándose por el suelo hasta el borde del tocador, para ponerse de pie mirando al espejo. Sus piernas se abrieron con dificultad. Tenía la espalda arqueada, perlada de sudor, y los pechos me pedían ser mordidos. Al colocarme tras ella hice que sintiera mi sexo cerca de su entrada. Rozaba sintiendo el calor de su vagina, pero no la penetré. No iba a ser tan sencillo. Giré ligeramente su cuerpo de cintura para arriba, mordí sus pezones y la miré a los ojos.

La penetré. Entré en ella estallando en un gruñido parecido al de una bestia. Un poderoso resoplido cerca de su oreja derecha la enloqueció. Mis manos se colocaron en sus caderas y ella se apoyó en el tocador. Muchos de los perfumes cayeron al suelo, rompiéndose en mil pedazos y derramando su caro contenido. Ella gritaba mi nombre y yo aullaba el suyo. Cada penetración nos hacía estar más cerca del orgasmo. Veía su mirada reflejada en el espejo, igual que ella veía la mía. Su mano derecha fue a mi nuca, para tirar de mi pelo, mientras ella casi lloraba del placer. Entonces, sin esperármelo, me apartó y me miró con furia.

—Quiero que cuando se lo hagas a tu mujer pienses en mí. Deseo que no puedas olvidarme. Tú serás mío hasta el día de tu muerte—dijo subiéndose al mueble, abriendo sus piernas y atrayéndome con sus brazos.

Tiró de mí pegándome a ella, para que la penetrara, mientras mis dientes se movían por su cuello. Mordisqueaba cada trozo, haciéndola sentir mía, notando como me contenía entre sus cálidos muslos de bruja. Besé su boca una vez más. Rezaba por mi alma, pues estaba cayendo en el pecado, y ella casi reía porque era prácticamente un juego.

Cuando estallé derramándome dentro de ella, tan dentro como pude, ella me arañó la espalda dejando profundos surcos bajo mis omóplatos. Me miró sin aliento, intentando recobrar el sentido, mientras yo quería golpearme a mí mismo por mis debilidades.

Al retirarme mis fluidos, al igual que los suyos, comenzaron a salir. Ella no dudó en recogerlos con su mano derecha, hundiendo sus dedos en su vagina, para llevárselos a la boca y lamerlos como si fuera mermelada, o cualquier crema de un dulce. Se bajó, arrodillándose de nuevo, para limpiar mi miembro y, de paso, endurecerlo otra vez.

No recuerdo bien si fue ella, o fui yo, quien decidió ir a la cama. Allí, recostados, la hice mía de nuevo agarrándola del rostro, permitiendo que se abriera de piernas de una forma casi imposible, y penetrándola sin importarme nada. El cabezal rebotaba contra la pared y el papel pintado se dañaba. Los muelles parecían salirse. El colchón se destrozaba. Besaba, lamía y mordía. Me dejaba llevar. Cada movimiento era más rudo. Cuando llegó al orgasmo final lo hice de nuevo, la llené.


Al día siguiente estaba en su cama, con la ropa devuelta, pero ella no estaba. Quien estaba era Carl, su hermana, mirándome desde la puerta. Estaba seguro que quería arrojarme todo el mobiliario a la cabeza, pero sólo me lanzó la ropa y me mostró la salida. Cuando bajaba las escaleras creo que escuché como me maldecía, o quizás maldecía a Stella. Pocos meses después supe que estaba embarazada. El bebé podía ser mío o de Lionel, pero cuando vi a la pequeña Antha supe que era nuestra. Eso era lo que ella quería: un bebé. Sólo quería eso de mí. Me sentí tan usado, tan miserable, tan dolido y a la vez tan orgulloso porque esa pequeña, esa niña, sería la elegida para seguir con el legado.

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt